En un escenario regional marcado por la desconfianza, la fragmentación y el voto emocional, las elecciones en Chile reflejan una tendencia más amplia en América Latina: el ascenso de figuras marginales, la pérdida de peso de los partidos tradicionales y la creciente dificultad para construir mayorías estables. En este artículo, Inés Calzada Espuny explica cómo la imprevisibilidad domina el panorama y obliga a pensar en nuevas formas de gobernabilidad y representación.
El cierre de 2025 marca uno de los trimestres electorales más intensos de América Latina en los últimos años. En menos de tres meses, Bolivia, Argentina, Chile, Honduras y Ecuador acuden a las urnas, en un contexto de polarización ideológica, fragmentación partidaria y creciente desconfianza democrática.
Las encuestas muestran sociedades más desconfiadas, cansadas de promesas incumplidas, pero dispuestas a apostar por discursos de orden, autoridad y eficiencia económica.
En este escenario, Chile se presenta como un caso paradigmático. No solo por ser la primera elección presidencial con voto obligatorio tras más de una década de participación voluntaria. También porque refleja tensiones estructurales presentes en toda la región: el auge de los extremos, la erosión del centro y la incertidumbre sobre la gobernabilidad. Además, destaca el papel de la información digital como nuevo campo de batalla política.
Polarización y fragmentación: el desafío de Chile
Chile llegará a las elecciones presidenciales el 16 de noviembre inmerso en una tensión política que refleja un malestar más profundo y extendido en toda América Latina. Tras el desgaste del gobierno de Gabriel Boric y el fracaso del proceso constitucional, el país se enfrenta a un nuevo ciclo. Este ciclo está marcado por la fragmentación partidaria, la polarización ideológica y la incertidumbre sobre la capacidad de gobernar.
➡️ Te puede interesar: Transformación de los homicidios en Chile y el rol de las redes sociales
Con 24 formaciones políticas activas y un sistema electoral proporcional que fomenta las coaliciones, el mapa político chileno se ha convertido en un tablero de múltiples piezas. Estas piezas difícilmente encajan entre sí. La antigua estabilidad bipartidista de la Concertación y la derecha liberal ha dado paso a un escenario de microalianzas. En este nuevo panorama, las fuerzas emergentes (más personalistas que programáticas) disputan un espacio antes reservado a las grandes corrientes.
La politóloga Esther del Campo definió este escenario como un caso extremo de (politización emocional). Se trata de campañas construidas sobre la idea de «yo soy tu salvador», donde el antagonismo simbólico sustituye al debate programático.
El expresidente Eduardo Frei lo llamó hace años «un sistema de pymes políticas», y la descripción sigue vigente. El método D’Hondt (que incentiva la dispersión de escaños) ha reforzado esa fragmentación.
La elección se enmarca en la dicotomía entre continuidad y cambio. En ese contexto, los votantes indecisos y los nuevos electores pueden inclinar la balanza.
Las encuestas sitúan a José Antonio Kast, del Partido Republicano, y a Jeannette Jara, del Partido Comunista, en un empate. Alcanzan cerca del 27% y 23% respectivamente. Ambos representan visiones de país casi opuestas. Kast se enfoca en la seguridad y la economía. Jara, en cambio, defiende un Estado protector y la continuidad del proyecto progresista iniciado en 2022. Busca acercarse al votante de centroizquierda que duda entre apoyar al gobierno o castigarlo.
En el margen, Evelyn Matthei, referente de la derecha tradicional, ha perdido fuerza. Es el símbolo del ocaso de una generación política que durante décadas encarnó el equilibrio institucional del país.
Pero más allá de los candidatos, el verdadero desafío chileno es estructural. En el Congreso, ninguna fuerza tiene asegurada una mayoría clara, lo que anticipa un escenario de gobernabilidad precaria y de pactos puntuales entre adversarios ideológicos.
La fragmentación se ha convertido en una forma de vida política: partidos pequeños que negocian cuotas de poder, líderes con más visibilidad en redes que en las urnas, y un electorado que se mueve entre la apatía y la rabia.
En este contexto, la elección no se decide tanto entre izquierda y derecha, sino entre la promesa de estabilidad y el deseo de ruptura. Lo más importante no será quién gane, sino quién puede gobernar. Ningún candidato parece en condiciones de obtener mayoría parlamentaria, lo que anticipa una segunda vuelta y una legislatura de alianzas.
El voto obligatorio con inscripción automática añade una capa de incertidumbre sin precedentes. Cerca de tres millones de nuevos electores se incorporan al padrón, muchos de ellos jóvenes, abstencionistas habituales o ciudadanos que desconfían del sistema político.
La participación podría superar el 80%, pero ese aumento no implica previsibilidad. Por el contrario, amplía la volatilidad. Quienes antes se mantenían al margen ahora están forzados a decidir. Su voto puede responder más a emociones inmediatas que a lealtades partidarias. Este nuevo electorado, sin hábito de participación, introduce un elemento de imprevisibilidad. Ese factor desafía tanto a los partidos como a los analistas.
La otra gran incógnita es cómo leer esa volatilidad. En Chile se ha instalado una auténtica «encuestitis»: mediciones semanales que buscan anticipar lo que en realidad nadie puede prever.
Los sondeos telefónicos o en línea, rápidos y de bajo costo, suelen excluir a sectores rurales y a votantes con menor nivel educativo. También dejan fuera a quienes recién se incorporan al padrón. El resultado es una fotografía incompleta que, sin embargo, moldea la conversación pública. La difusión constante de encuestas genera una ilusión de certeza. Esa percepción termina influyendo en el comportamiento electoral. Además, los medios amplifican cada variación mínima como si se tratara de un vuelco histórico.
El ciclo se retroalimenta: las encuestas crean expectativas, las expectativas condicionan el voto, y el voto desmiente las encuestas. Como resultado, las encuestas terminan moldeando la realidad que pretenden medir, el riesgo no es solo técnico, sino político: se crea una falsa sensación de certidumbre que se desmorona el día de la elección.
La sentimentalización de la política hace que los ciudadanos voten «con el corazón y exijan con la razón». Las campañas ya no buscan convencer racionalmente, sino activar emociones: miedo, orgullo, esperanza o enojo. Pese a estas limitaciones, la combinación de datos con conocimiento social, histórico y cultural permite anticipar tendencias, aunque con gran margen de error. Por eso, es recomendable basar las opiniones en encuestas que estudien la opinión popular en un margen de tiempo más amplio, sin «autosesgo», limitación territorial ni intereses de los medios.
➡️ Te puede interesar: La democracia desgastada de América Latina
A todo ello se suma un entorno informativo cada vez más vulnerable. Ese entorno se ha convertido en un campo de batalla de la desinformación. Hoy, las elecciones no solo se ganan en las urnas, sino también en las narrativas digitales. El debate político chileno se libra tanto en las urnas como en las redes sociales. En estas plataformas proliferan campañas segmentadas, perfiles falsos y estrategias de micropublicidad emocional.
En los meses previos a la elección se ha detectado un aumento de mensajes polarizadores en plataformas de mensajería y redes, diseñados para reforzar prejuicios o sembrar desconfianza hacia las instituciones electorales según el Observatorio de Desinformación del país.
No se trata solo de desinformación externa o injerencias extranjeras, en particular de canales rusos. También hay una dinámica interna de manipulación emocional que encuentra terreno fértil en la polarización. La política chilena se libra cada vez más en el terreno de las percepciones. En ese espacio, el hecho pierde fuerza frente a la narrativa, y la emoción sustituye al argumento.
Las autoridades electorales no han identificado grandes operaciones de injerencia, pero sí un entorno vulnerable a la manipulación emocional y al rumor.
El riesgo, advierten los expertos, no es la magnitud de los bulos, sino su efecto corrosivo sobre la confianza institucional. Instalan la duda sobre las encuestas, los medios y el propio recuento de votos. Esta situación ha transformado la manera en que los chilenos se relacionan con la política. Las fronteras ideológicas tradicionales se han desdibujado, y el voto se ha vuelto más reactivo que propositivo. Hoy se vota contra alguien más que por alguien.
En un contexto de inseguridad creciente, inflación contenida pero persistente y fatiga institucional, las promesas de eficiencia y orden pesan más que los programas. Por ello, la gobernanza de Chile también la logrará quien sea capaz de reconstruir una base mínima de confianza en su sistema político.
El desafío no se limita a elegir presidente. Consiste en volver gobernable un sistema fragmentado, reconectar a los ciudadanos con sus instituciones y evitar que la política se disuelva en el ruido emocional y digital.
Chile, que durante años fue ejemplo de estabilidad y consenso, enfrenta ahora la paradoja de tener más participación y, al mismo tiempo, más incertidumbre. Las elecciones de 2025 no será solo una disputa por el poder, sino una prueba de resistencia democrática en una región cada vez más inclinada a decidir con el corazón antes que con la razón.
La dimensión regional: Chile y América Latina
Lo que ocurre en Chile no es una excepción, sino un espejo de un fenómeno más amplio que recorre América Latina. De norte a sur, el continente asiste a un ciclo electoral dominado por la desconfianza hacia las élites y el ascenso de liderazgos personalistas. También destaca la erosión de los partidos tradicionales. Las urnas ya no muestran apoyo a ideologías duraderas, sino impulsos de cambio y votos de castigo. Los ciudadanos votan más por rechazo que por esperanza. Los sistemas políticos, antes acostumbrados a mayorías estables, enfrentan ahora parlamentos fragmentados y gobiernos de minorías.
En Bolivia (19 de octubre), Rodrigo Paz (centro) y Jorge «Tuto» Quiroga (derecha) compiten en un escenario que marca el fin de dos décadas de hegemonía del Movimiento al Socialismo (MAS). Aunque el partido de Evo Morales mantiene influencia en organizaciones sociales y sindicatos, su fragmentación interna ha abierto un panorama inédito. En este contexto, los pactos de última hora serán decisivos para asegurar la gobernabilidad.
La primera vuelta estuvo marcada por un hecho excepcional: un 20% de votos nulos, cifra inédita en la historia reciente del país. En algunas zonas indígenas y urbano-periféricas, esa cifra superó el 50%. Este voto de protesta recuerda el llamado de Morales cuando se le impidió participar como candidato en las elecciones presidenciales. Ahora, buena parte de ese electorado (que tradicionalmente confía en el liderazgo de Morales y desconfía de las élites tradicionales) podría inclinarse por Rodrigo Paz. Lo perciben como un candidato más moderado y gradualista, frente a la postura más dura de Quiroga.
➡️ Te puede interesar: Niños sicarios: el reclutamiento de menores por el crimen organizado en América Latina
El respaldo de los votantes de Andrónico Rodríguez, así como de sectores vinculados a Samuel Doria Medina, podría reforzar esa tendencia hacia el centro.
No obstante, Rodrigo Paz necesitará alcanzar al menos el 3% para mantener el registro de su fuerza política. También debe asegurar una posición estable en el nuevo mapa institucional. El desafío no termina en las urnas. Incluso en caso de victoria, el nuevo presidente deberá gobernar con un legislativo controlado por el Partido Demócrata Cristiano. Esto anticipa una gestión basada en compromisos y alianzas frágiles.
En este contexto, los analistas coinciden en que la definición del resultado no dependerá solo del voto económico o ideológico. También influirá el voto emocional, un terreno donde Rodrigo Paz parece conectar mejor con un electorado cansado de la confrontación y deseoso de estabilidad.
En Argentina (26 de octubre), las elecciones legislativas serán un punto de inflexión para el presidente Javier Milei. Deberá demostrar su capacidad para sostener el proyecto libertario sin una base sólida en el Congreso. La reciente derrota en la gobernación de Buenos Aires —que concentra cerca del 40% del electorado nacional— ha golpeado su capital político. También ha expuesto los límites de su fuerza territorial. El experimento de Milei enfrenta un escenario mixto: una macroeconomía estabilizada, con control del gasto y superávit fiscal, pero una microeconomía frágil, donde la inflación persiste y el consumo interno se resiente.
A ello se suma una oposición peronista que, pese a sus divisiones, ha logrado recomponerse parcialmente. Cristina Fernández de Kirchner y Axel Kicillof disputan el liderazgo del espacio. El presidente dependerá de alianzas provinciales y apoyos financieros externos para sostener su programa económico y ampliar su influencia parlamentaria.
Además, la introducción de la Boleta Única de Papel (BUP), pensada para simplificar el voto y reducir el clientelismo, introduce un elemento de incertidumbre. Esta herramienta favorece el voto cruzado, ya que permite elegir candidatos de distintos partidos en diferentes categorías. Así, debilita las lealtades partidarias tradicionales.
En Honduras (30 de noviembre), las elecciones generales se desarrollan en un clima de desconfianza institucional, violencia y creciente descontento ciudadano. Los candidatos se enfrentan a un electorado que busca orden en medio del miedo. Salvador Nasralla, al frente del Partido Liberal, encarna un discurso anticasta y de «mano dura», inspirado en la narrativa bukelista de eficiencia y control. Su promesa de crear una Comisión Internacional contra la Corrupción e Impunidad (CICIH) busca capitalizar el desencanto hacia las élites políticas y judiciales.
En el oficialismo, el Partido LIBRE intenta mantener influencia tras años de tensiones internas, mientras el Partido Nacional busca recuperar terreno perdido.
La falta de credibilidad del Consejo Nacional Electoral (CNE), sumada a la sombra persistente del narcotráfico en la política, alimenta temores de una crisis institucional. Esto sería especialmente grave en caso de resultados estrechos. La inseguridad, con tasas de homicidio que siguen siendo de las más altas de la región, y la precariedad económica definen un escenario complejo. En ese contexto, el voto de castigo podría imponerse sobre cualquier fidelidad partidaria.
En Ecuador (16 de noviembre), el referéndum impulsado por el presidente Daniel Noboa busca consolidar su poder político. También pretende ampliar las facultades del Ejecutivo en materia de seguridad, justicia y control institucional. Las elecciones se presentan como una respuesta al deterioro de la seguridad y al avance del crimen organizado. Este fenómeno ha convertido al país en un punto neurálgico del narcotráfico regional.
Noboa, que llegó al poder con un discurso tecnocrático y pragmático, apuesta por traducir su popularidad en una legitimidad reforzada para gobernar hasta 2029.
Sin embargo, el contexto es volátil. La violencia, los ataques contra autoridades y las protestas por el aumento del precio del combustible evidencian una sociedad fatigada y polarizada. Más que una simple votación sobre reformas, el referéndum se interpreta como un plebiscito sobre el liderazgo de Noboa. También pone a prueba la capacidad del Estado ecuatoriano para recuperar el control frente a la expansión del crimen y la desconfianza ciudadana.
➡️ Te puede interesar: El legado imperecedero de Pepe Mujica: liderazgo ético en América Latina
El hilo común entre todos estos procesos es una mezcla de polarización y descontento. Los partidos ya no articulan identidades ni proyectos colectivos; son plataformas de paso para candidaturas que se presentan como soluciones personales frente a un sistema que se percibe roto, es decir, el voto se desplaza de los centros políticos hacia extremos o candidatos outsiders, reflejando desafección con las élites tradicionales.
La polarización convierte al adversario en un enemigo existencial, lo que imposibilita los acuerdos mínimos que requiere la gobernabilidad. El resultado son ejecutivos débiles que gobiernan mediante decretos presidenciales y parlamentos fragmentados que paralizan cualquier reforma estructural.
En ese contexto, el llamado «modelo Bukele» se ha transformado en un referente aspiracional. Su combinación de eficacia aparente, control institucional y comunicación directa con la ciudadanía se replica, con matices, en distintas campañas de la región.
No se trata tanto de copiar su método como de imitar su estética: un líder cercano, desafiante frente a los medios, que promete resultados inmediatos sin intermediarios. En sociedades saturadas, esa narrativa funciona. Sin embargo, su prolongación en el tiempo plantea una tensión profunda entre eficiencia (necesidad de orden) y democracia (límites del poder).
La economía y la seguridad, ejes centrales de la política latinoamericana
En casi todos los países, la inflación, el desempleo y la criminalidad definen el voto más que cualquier ideología. En Chile, por ejemplo, el crimen organizado —los secuestros han aumentado un 28%— ha desplazado al debate constitucional. Bolivia enfrenta una crisis económica que erosiona el legado del crecimiento del pasado. Mientras tanto, en Honduras, la violencia y el narcotráfico se imponen como temas únicos de campaña.
La ciudadanía exige soluciones tangibles y rápidas, mientras los gobiernos prometen cambios que no pueden sostener en el tiempo.
A esta mezcla de preocupación y desconfianza se suma la volatilidad del electorado. Las encuestas, cada vez más erráticas, reflejan el agotamiento de las herramientas tradicionales para interpretar el voto. En países con voto obligatorio o nuevos padrones, como Chile y Bolivia, la participación masiva introduce un componente impredecible. Millones de electores sin lealtades previas pueden volcar una elección de un día para otro.
Las sorpresas recientes en Perú, Guatemala o Ecuador (outsiders) confirman que el electorado latinoamericano ya no responde a patrones históricos, sino a impulsos coyunturales amplificados por redes y emociones. Esta tendencia podría repetirse en las elecciones generales de 2026 en Costa Rica, Perú, Colombia y Brasil.
El entorno digital, lejos de estabilizar el debate, lo ha hecho más vulnerable. La desinformación circula con una velocidad que supera la capacidad de verificación. Además, se adapta al idioma, los códigos y las emociones locales. Las campañas se libran ahora en espacios donde la frontera entre información y propaganda es difusa. La llamada «desinformación bajo demanda», según el Observatorio Iberoamericano de Comunicación, permite segmentar mensajes, moldear percepciones y movilizar miedos a un costo mínimo.
➡️ Te puede interesar: Los costes de la violencia y la inseguridad en América Latina
En países con brechas digitales y educativas profundas, esta dinámica multiplica su impacto: los ciudadanos no solo reciben versiones contradictorias, sino que terminan desconfiando incluso de los verificadores. La verificación se convierte en una forma más de militancia, y el resultado es una ciudadanía atrapada entre la mentira y el descrédito.
Varios analistas advierten sobre la urgencia de un nuevo pacto informativo en el espacio iberoamericano. Proponen una «Westfalia digital» que combine educación mediática, regulación de plataformas y cooperación transnacional para proteger la integridad electoral.
Sin embargo, las condiciones políticas y económicas de la región dificultan cualquier intento de control o coordinación. En un ecosistema mediático fragmentado, la alfabetización digital aparece como la herramienta más viable para reconstruir un mínimo de confianza pública. Educar en la lectura crítica de la información puede ser más eficaz que censurar o restringir. El desafío ya no es solo combatir noticias falsas, sino reconstruir la credibilidad misma del discurso democrático.
Sin embargo, en medio de este panorama, Colombia ofrece una nota distinta. El próximo 19 de octubre, el país celebrará elecciones para los Consejos Locales y Municipales de Juventud. En ellas podrán votar jóvenes de 14 a 28 años. Estos consejos, aunque no tienen funciones legislativas, representan un espacio formal de participación y control social. Los jóvenes pueden proponer proyectos, fiscalizar políticas públicas y servir de puente entre la comunidad y las instituciones.
La campaña ha estado marcada por un uso intensivo de redes sociales e influencers. Estos promueven la participación juvenil mediante colaboraciones pagadas y mensajes sobre los incentivos al voto. Entre los beneficios ofrecidos están descuentos en la expedición de documentación, como pasaporte o libreta militar. También hay rebajas en matrículas de educación superior en instituciones oficiales y hasta un mes menos en la prestación militar obligatoria. Además, se realizan llamadas telefónicas para animar a los jóvenes a votar.
Más allá de los incentivos, el proceso busca crear una cultura cívico-política joven donde las nuevas generaciones sean involucradas y así revertir el descontento política que predomina en otros países. Así, en un entorno regional cada vez más polarizado, la iniciativa colombiana rescata la idea de la política como herramienta de construcción colectiva.
Conclusión
América Latina cierra 2025 en un clima de incertidumbre política y social. Las elecciones del año confirman una tendencia compartida: democracias fragmentadas, votantes desconfiados y campañas dominadas por la emoción antes que por las ideas. Chile, con su voto obligatorio y su polarización creciente, resume ese malestar regional.
Más allá de quién gane, el verdadero desafío será gobernar. En un sistema sin mayorías estables y con una opinión pública moldeada por redes y desinformación, la gobernabilidad se vuelve precaria. La política ha perdido su capacidad de mediación y se ha vuelto reactiva, sensible al ruido digital y a la presión del instante.
El auge de liderazgos autoritarios y el atractivo del «bukelismo» reflejan la búsqueda de orden en medio del caos, pero también el riesgo de sacrificar derechos en nombre de la eficacia. Frente a ello, la única respuesta sostenible pasa por reforzar la educación cívica y mediática: enseñar a distinguir entre información y manipulación.
Chile será una prueba crucial. Si logra equilibrar participación, estabilidad y reformas, podría ofrecer una ruta alternativa a la deriva populista que se extiende por la región. Si no lo consigue, confirmará que América Latina avanza hacia una nueva etapa de democracias agotadas, donde las emociones pesan más que las instituciones.
➡️ Si quieres adentrarte en las Relaciones Internacionales y adquirir habilidades profesionales, te recomendamos los siguientes programas formativos: