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La geopolítica de la tecnología: un vector de sofpower y de hardpower

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La superioridad tecnológica de los países siempre ha sido un elemento determinante en el equilibrio de poder mundial. En este artículo la alumna del Máster Profesional de Analista Internacional y Geopolítico de LISA Institute y de la Carrera Diplomática, Macarena Stampa, analiza cómo la revolución tecnológica está haciendo de la tecnología un verdadero vector de poder en sus dos dimensiones, blando y duro.

En 1950 Alan Turing publicó su artículo Computing Machinery and Intelligence en la revista Mind. A raíz de este se estableció el Test de Turing, una prueba para determinar la capacidad de una máquina para comportarse con una inteligencia parecida e incluso indistinguible a la de un ser humano. Muchos años más tarde, en 2022, se lanzó al público ChatGPT (Chat Generative Pre-Trained Transformer), un chatbot de inteligencia artificial desarrollado por la empresa OpenAI, que mostró a los usuarios lo que la revolución tecnológica estaba consiguiendo en este siglo XXI: que sea casi imposible discernir entre un texto de cualquier tipo escrito por una persona y uno creado por ChatGPT.

La llegada de la IA al gran público, se puede considerar como el momento Gutenberg de nuestro tiempo. La tecnología, en términos generales, está transformando profundamente nuestras sociedades. Desde la invención de la World Wide Web por Tim Berners-Lee en 1989, hasta el Internet de las cosas o el desarrollo de la tecnología blockchain y de la IA, la revolución tecnológica actual está transformando profundamente nuestras sociedades, sistemas económicos y modelos políticos. Es una revolución que traspasa cualquier frontera y que ha entrado de lleno en la política mundial.

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El papel de la tecnología en las relaciones internacionales

La tecnología está reconfigurando el orden internacional de diferentes maneras. Por un lado, está contribuyendo a su fragmentación al crear una nueva brecha entre quienes poseen la tecnología y quienes no. En cierto modo, es una nueva forma de desigualdad entre los países. Según datos de la OCDE, Estados Unidos, China (país con más patentes registradas en el sector tecnológico en 2022), Japón, Corea del Sur y Taiwán, concentran gran parte del desarrollo tecnológico del planeta. Según el Índice Mundial de Innovación de 2022, entre los países más innovadores, además de los ya mencionados, encontramos a Suiza, Suecia, Países Bajos o Alemania.

Además, la revolución tecnológica está transformando el orden mundial al estar motivando una reconfiguración de las alianzas. Mientras emergen nuevos ganadores y perdedores (principalmente el Sur Global) de dicha revolución, emergen actores que adquieren cada vez un mayor protagonismo en la política mundial: las grandes empresas tecnológicas. Un ejemplo de ello, es la red Starlink desarrollada por Elon Musk y que ya está probando el ejército estadounidense o que ha permitido a Ucrania mantener una conexión total a internet en el contexto de la guerra con Rusia (a pesar de la prohibición establecida por Elon Musk el pasado mes de febrero respecto a su uso para ofensivas militares, que prueba una vez más el papel de estas grandes tecnológicas en la política mundial).

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La superioridad tecnológica de los países siempre ha sido un elemento determinante en el equilibrio de poder mundial. Sin embargo, el contexto de la actual revolución tecnológica hace de la tecnología un verdadero vector de poder en sus dos dimensiones, blando y duro.

La tecnología como vector de poder blando o soft power

El concepto del poder blando lo desarrolló el politólogo Joseph Nye, para referirse a la capacidad que tiene un actor, en particular un Estado, de influir en el comportamiento de otros por medios que no están relacionados con el poder militar (que es lo que se identifica con el poder duro). Esto incluye medios culturales, ideológicos o incluso económicos. 

En lo que a la tecnología se refiere, el poder blando tiene diversas vertientes. Un primer nivel, lo constituyen las campañas de desinformación o la proliferación de las noticias falsas. Estas, que no podrían entenderse sin el desarrollo tecnológico actual, Internet o las redes sociales, hoy son un arma política usada a nivel internacional, llegando a estar consideradas como amenaza híbrida. En España por ejemplo, la Estrategia de Seguridad Nacional de 2021 las identifica la desinformación entre los riesgos y amenazas a la seguridad.

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En otro nivel, en los últimos años venimos presenciando una carrera tecnológica feroz, principalmente entre China y Estados Unidos, que ha llevado a muchos a hablar de guerra fría tecnológicaNo es casual que Google – y todos sus servicios-, Whatsapp o TikTok estén prohibidas en China. Esta última, de origen chino, ha sido prohibida por otros países como la India. Mientras, la Unión Europea que va a la zaga en la carrera, lanzó su “Brújula Digital” con el objetivo principal de lograr la soberanía tecnológica de los Estados miembros. Esto es, que no tengan que depender de la tecnología desarrollado por otros países y que la UE tenga capacidad para establecer sus propias reglas, tener autonomía tecnológica e infraestructuras digitales estratégicas propias. 

Esta carrera tecnológica va mucho más allá de las redes sociales y la desinformación y alcanza desde el almacenamiento de datos, hasta el desarrollo de la IA o la computación cuántica. Esta última es un gran ejemplo en el que China se sitúa a la cabeza, dejando clara la estrategia de Pekín en lo que a su posición en el orden mundial se refiere. En 2016, Pekín lanzó el primer satélite de comunicación cuántica con el fin de establecer un sistema de comunicaciones entre la Tierra y el espacio “a prueba de hackers”. El primer envío de información se logró en 2017. En 2021, adelantándose a gigantes tecnológicos como Google o IBM, creó el primer sistema operativo para computadoras cuánticas.

En este 2023, ya ha anunciado el desarrollo de su primer ordenador cuántico comercial. Estos ejemplos solo muestran la dimensión de una carrera tecnológica que, sin embargo, tiene apenas un puñado de ganadores. Con Estados Unidos y China a la cabeza, y una Unión Europea que trata de alcanzarlos a mucha distancia, lo cierto es que la mayor parte de los países del mundo están fuera de la carrera. Más allá de esta dimensión tecnológica del poder blando, la tecnología también tiene su vertiente como vector de poder duro. 

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La tecnología como vector de poder duro o hard power

El poder duro, siguiendo la definición del concepto de su autor, se identifica principalmente con las capacidades militares de un país. La tecnología como vector de poder duro tiene al menos dos elementos a los que hay que hacer referencia. Por un lado, el uso de la innovación tecnológica en la industria militar y, por el otro, la emergencia del ciberespacio como nuevo espacio geopolítico en el que se ve claramente la competición estratégica creciente entre las grandes potencias. 

En primer lugar, es bien sabido que la relación de la innovación con la industria militar es histórica. De hecho, por ejemplo, el origen primigenio de Internet fue la ARPANET (red de la Agencia para Proyectos de Investigación Avanzados), una red creada por el Departamento de Defensa de Estados Unidos que conectó por primera vez diferentes ordenadores para transferir datos. No es de extrañar, por tanto, que hoy la carrera tecnológica tenga una importante presencia en la industria militar. En este contexto, nos encontramos con dos potencias incontestables, Estados Unidos y China; y una tecnología clave, la inteligencia artificial.

El uso de la IA en el sector militar plantea numerosas cuestiones éticas. Si bien el uso de drones, como se está viendo en la guerra de Ucrania, está muy extendido, estos apenas son la punta del iceberg. Para muchos, el desarrollo de la inteligencia artificial, igual que va a transformar nuestras sociedades y nuestras estructuras económicas, está abocada a cambiar la naturaleza de la guerra.

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Las armas autónomas, que pueden operar de forma independiente, eliminan el factor humano y hacen que los conflictos ganen en complejidad y volatilidad. Para muchos estas se definen ya como armas disruptivas y aunque pueden resultar más precisas y conllevar un menor número de bajas, no dejan de tener ciertos peligros añadidos. Desde el uso de robots, a enjambres de drones autónomos, lo que está claro es que, quien posea esta tecnología, tendrá una clara ventaja militar sobre el resto. Todo ello sin contar con que esta tecnología en manos de grupos paramilitares o de contratistas privados, llevarán a las guerras asimétricas a un nuevo nivel. Imaginemos, por ejemplo, los desafíos securitarios que se planearían si estas armas cayeran en manos de grupos terroristas.

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Pero más allá de esta cuestión, el otro elemento que suscita gran preocupación entre los analistas gira en torno al hecho de que el desarrollo tecnológico ha abierto un nuevo espacio de confrontación: el ciberespacio. Este, se añadiría a los espacios clásicos, el terrestre, el marítimo y el aéreo, abriendo todo un nuevo catálogo de amenazas para la seguridad internacional. Ya en la cumbre de la OTAN de 2016, en Varsovia, se reconocía el ciberespacio como nuevo dominio.

Los diferentes países han ido creando departamentos especializados para combatir las amenazas que surgen en él y para desarrollar capacidades propias. Sin embargo, en este ciberespacio, caracterizado por la opacidad, los Estados no son los únicos actores y en lo que a los Estados se refiere, ya existen dos grandes posturas al respecto. Están quienes abogan por un ciberespacio libre y abierto, esta es la posición del conocido como Group of Government Experts, del que forman parte Estados Unidos o la Unión Europea. En contraposición, países como Rusia y China, a través del Open-ended Working Group, defienden la soberanía nacional sobre el ciberespacio. Así pues, se ve claramente como el ciberespacio replica las dinámicas de confrontación que encontramos en los tres espacios tradicionales. 

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¿Qué nos depara el futuro orden mundial en el marco de la carrera tecnológica?

Teniendo todo esto en mente, es necesario preguntarse cómo el factor tecnológico va a influir en el orden mundial y en el equilibrio de poder del futuro. En los últimos años, la relaciones internacionales se han caracterizado por el retorno del realismo político y las dinámicas de poder. La carrera tecnológica no es más que otra dimensión de la creciente competición estratégica entre las diferentes potencias.

Hoy, poseer la tecnología más puntera, los datos o las capacidades para dominar el ciberespacio, es sinónimo de tener poder. Al igual que otros vectores de poder, tanto duro como blando, la innovación tecnológica no se reparte equitativamente en el mundo. De hecho, el desarrollo tecnológico exacerba en gran medida las disparidades existentes, puesto que requiere de ciertas precondiciones que solo se dan en países desarrollados o emergentes. La innovación es la consecuencia de un desarrollo económico importante, necesita de grandes inversiones de capital, y no deja de ser un ámbito en el que el sector privado juega un papel preponderante, o en el que resulta imprescindible la existencia de un capital humano muy formado.

Esto hace que, en gran medida, la tecnología esté aumentando las asimetrías en el marco de la relaciones internacionales. En muchos sentidos nos dirigimos hacia un orden más multipolar, pero, en lo que a tecnología se refiere, las dos grandes potencias son Estados Unidos y China. Otros países como Singapur, Corea del Sur o Taiwán están haciendo grandes esfuerzos para no perder su categoría de hubs tecnológicos. Sin embargo, sus capacidades están mucho más centradas en la dimensión industrial o económica y no tanto en la dimensión del poder

En la Unión Europea, países como Alemania o Suecia lideran el ranking de innovación tecnológica. Sin embargo, en tanto que bloque y en lo que a la tecnología como vector de poder se refiere, la Unión todavía se encuentra muy lejos de las capacidades necesarias para hacer frente a sus principales competidores. En todo caso, resulta evidente que la tecnología está abocada a cambiar el mundo tal y lo conocemos, incluyendo el poder mundial

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