Río de Janeiro ha vivido una de las jornadas más sangrientas de su historia reciente. Más de 130 muertos y un escenario de guerra urbana reflejan el punto crítico al que ha llegado el enfrentamiento entre el Estado brasileño y el Comando Vermelho, la mayor organización criminal del país. En este artículo, Artiom Vnebraci Popa explica cómo la violencia en las favelas expone no solo la creciente militarización de la seguridad, sino también la profunda crisis política e institucional que atraviesa Brasil.
El 28 de octubre de 2025 amaneció como uno de los días más sangrientos en la lucha contra el crimen organizado en la historia contemporánea de Brasil. Río de Janeiro se transformó en un escenario bélico cuando más de 2.500 agentes policiales fuertemente armados irrumpieron en los complejos de favelas de Alemão y Penha (la zona norte de la ciudad). El resultado ha sido devastador.
Esta violencia extrema no surgió de la nada, sino que representa la culminación de décadas de expansión del crimen organizado en Brasil y una respuesta cada vez más militarizada del Estado ante una amenaza que ha mutado desde el simple narcotráfico hasta convertirse en un caso de narcoterrorismo. Esta caracterización revela una transformación fundamental en la naturaleza del conflicto urbano brasileño, donde las líneas entre guerra convencional y seguridad pública se han difuminado.
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El Comando Vermelho: de hermandad carcelaria a imperio criminal
Para comprender la magnitud de lo ocurrido el 28 de octubre de 2025, es fundamental analizar al adversario contra el cual se lanzó esta operación masiva: el Comando Vermelho. Es considerada la organización criminal más antigua y poderosa de Brasil. La historia del Comando es una historia de resistencia que se transformó en opresión.
Durante la década de los setenta del siglo pasado, en plena dictadura militar brasileña, la prisión de Ilha Grande se convirtió en un crisol donde presos comunes compartían celdas con militantes de izquierda y guerrilleros encarcelados por oponerse al régimen autoritario. Esta convivencia forzada generó una transferencia de conocimientos y tácticas organizativas que resultó transformadora. Los presos políticos, con su experiencia en organización clandestina, estructura de células y disciplina revolucionaria, compartieron estos conocimientos con criminales comunes que buscaban protección en el hacinamiento carcelario.
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Inicialmente era conocido como Falange Vermelha. En 1979, bajo el liderazgo de Rogério Lemgruber, la organización se consolidó oficialmente como Comando Vermelho. Lo que comenzó con robos bancarios y asaltos de bajo perfil evolucionó dramáticamente durante 1980 cuando el grupo se insertó en el comercio internacional de cocaína. La organización estableció conexiones directas con los carteles colombianos y con las crecientes redes de tráfico en la Amazonía, aprovechando la posición geográfica de Brasil como ruta de tránsito hacia Europa y otros mercados internacionales. Para la década de 1990, el Comando controlaba aproximadamente el 90% de las favelas de Río de Janeiro, consolidando un poder que iba mucho más allá del simple narcotráfico.
Lo que lo distingue de otras organizaciones criminales es su modelo de gobernanza paralela. En las comunidades donde el Estado brasileño históricamente ha estado ausente o solo ha aparecido en forma de violencia policial, el grupo criminal ha proporcionado desde resolución de disputas, provisión de empleo, financiamiento de eventos comunitarios y asistencia en gastos básicos.
Esta estrategia creó una relación compleja entre la organización criminal y las poblaciones de las favelas: una mezcla de miedo, dependencia económica y, en algunos casos, lealtad nacida de la percepción de abandono estatal. Así, el Comando no solo trafica; actúa como un cuasi-gobierno en territorios olvidados por las políticas públicas, llenando vacíos en servicios sociales, seguridad comunitaria y oportunidades económicas, por más ilegales que sean.
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Arsenal del narcoterrorismo, población civil atrapada y tensiones políticas
Lo más alarmante del operativo del 28 de octubre fue el arsenal desplegado por el Comando Vermelho. Las imágenes oficiales mostraron drones modificados lanzando explosivos contra la policía. Este salto tecnológico equipara a estas organizaciones con grupos insurgentes internacionales.
Las autoridades incautaron inicialmente 42 fusiles militares, cifra que más tarde ascendió a 93. Recientemente, la Policía Federal desarticuló en la operación ‘Forja’ una fábrica clandestina capaz de producir 3.500 fusiles anuales. Operaciones ‘Buzz Bomb’ y ‘Libertatis’ capturaron operadores de drones, confirmando una capacidad sistemática. Dicha militarización llevó al despliegue a incluir 32 blindados, dos helicópteros, drones policiales y 12 vehículos de demolición, convirtiendo zonas urbanas en campos de batalla.
A su vez, el operativo expuso las fracturas políticas entre el gobernador conservador Cláudio Castro (aliado de Bolsonaro) y el presidente Lula. Castro acusa al gobierno federal de abandono, afirmando que solicitó vehículos blindados del ejército tres veces sin respuesta. La respuesta federal fue contundente: el Ministerio de Justicia reveló que aprobó once solicitudes desde el 2023 y que Río recibió 143 millones de reales del Fondo Penitenciario (y que solo ejecutó 39 millones) y 331 millones del Fondo Nacional de Seguridad (ejecutando apenas 157 millones). El problema no es solo falta de recursos sino incapacidad estatal para ejecutarlos.
El ministro Rui Costa ofreció cárceles federales, pero el gobierno sugiere que Castro hace «maniobras políticas» previas a las elecciones de 2026. Esta politización impide coordinación efectiva mientras el Comando Vermelho se consolida en 25 estados brasileños, aprovechando la fragmentación gubernamental.
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Respuesta legislativa y futuro incierto
Consciente de la magnitud del problema, el gobierno federal presentó un proyecto de ley previo al operativo para crear una base de datos nacional de miembros de organizaciones criminales. Brasil tiene aproximadamente noventa organizaciones activas, siendo las más poderosas el Comando Vermelho y el Primer Comando de la Capital (PCC).
Sin embargo, el fiscal Lincoln Gakiya critica que la propuesta no refleja la evolución del crimen organizado brasileño (comparable ya a la mafia italiana), enfocándose en aspectos punitivos sin abordar factores estructurales como pobreza extrema, ausencia estatal y cárceles que funcionan como universidades del crimen. La seriedad de la amenaza se evidenció cuando la Policía Civil de São Paulo frustró un plan del PCC para asesinar al propio Gakiya y al coordinador de prisiones Roberto Medina, demostrando que la guerra contra el narcotráfico se ha transformado en guerra contra el Estado mismo.
La operación más letal en la historia de Río no logró capturar a Edgar Alves de Andrade, alias «Doca» o «Urso», el principal objetivo identificado como líder regional del Comando Vermelho en Penha. Con 55 años, más de 20 órdenes de arresto y vinculado a más de 100 homicidios, permanece prófugo. Esta realidad plantea preguntas incómodas sobre operaciones que generan alta letalidad, pero resultados limitados en desarticular estructuras criminales.
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La historia latinoamericana sugiere que las soluciones puramente militares rara vez funcionan. Colombia redujo la violencia mediante reformas institucionales, fortalecimiento el poder judicial, reinserción social, lucha contra la corrupción y desarrollo económico. México lleva dos décadas en una guerra que ha costado más de 300.000 vidas sin desmantelar organizaciones que simplemente se fragmentan y regeneran. Brasil parece seguir la ruta mexicana: operaciones cada vez más violentas que generan titulares, pero no alteran las condiciones que permiten que el crimen organizado prospere.
Los acontecimientos en las favelas Alemão y Penha son síntoma de una crisis más profunda: la incapacidad del Estado brasileño para ofrecer alternativas reales de desarrollo y dignidad a millones de personas en favelas. Mientras el Estado solo aparezca en estas comunidades mediante operaciones militarizadas que traen muerte y destrucción, organizaciones como los Comandos continuarán llenando el vacío, ofreciendo empleo ilegal, protección violenta y una forma distorsionada de orden social.
La verdadera pregunta no es cuántos criminales pueden matar las fuerzas de seguridad en un día, sino cuándo el Estado brasileño decidirá competir efectivamente contra el crimen organizado ofreciendo lo que las poblaciones marginalizadas realmente necesitan: educación, salud, empleo digno, justicia y esperanza. Hasta que esa transformación ocurra, las escenas de guerra en Río seguirán repitiéndose, con costos humanos cada vez más insoportables para una población civil que solo quiere vivir en paz.
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