Desde las monarquías clásicas hasta el poder digital, la autoridad atraviesa una crisis de legitimidad. El movimiento No Kings refleja el rechazo al mando vertical y la búsqueda de nuevas formas de poder distribuido. En este artículo, la alumna del Máster Profesional de Analista Internacional y Geopolítico de LISA Institute, Rosalía Fernández analiza cómo esta transformación redefine la política, la tecnología y la idea misma de soberanía.
Desde los palacios europeos hasta las pantallas de nuestros smartphones, la pregunta sobre quién detenta el poder nunca ha dejado de resonar. Todo orden político se sustenta en un pacto implícito: que la autoridad central proteja, organice y dé sentido a la comunidad. Cuando ese pacto se quiebra (cuando la autoridad se aleja o se percibe ilegítima) emergen movimientos que buscan su disolución.
El movimiento «No Kings» nace de esa fractura. Más que una ideología, representa una atmósfera global de desconfianza hacia el mando vertical y una reivindicación visceral del poder distribuido.
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En plazas, foros digitales y redes sociales resuena la consigna: «No necesitamos reyes». No cuestiona solo la monarquía literal, sino cualquier autoridad percibida como autocrática o desconectada. El trono, símbolo del poder concentrado, ha dejado de representar protección y ahora simboliza distancia.
Raíces históricas: del soberano ilustrado al ciudadano-red
Durante siglos, el soberano concentró la autoridad como garantía de orden frente al caos: vertical, visible y paternalista. La Ilustración transformó al rey en garante, no en dueño, pero la modernidad industrial y el capitalismo global erosionaron este pacto.
El siglo XX trajo democratización formal, pero también jerarquías invisibles: burocracias, corporaciones y los sistemas financieros reemplazaron a las coronas, mientras que las guerras y las crisis recurrentes debilitaban la confianza en las instituciones.
La revolución digital amplió esta fractura y dio lugar al ciudadano-red, hiperconectado y desintermediado. Foros anónimos, movimientos de código abierto y plataformas descentralizadas generaron una soberanía colectiva, volátil y efímera. De esta evolución histórica (del soberano al algoritmo) emerge No Kings: la búsqueda de legitimidad sin jerarquía, de orden sin trono.
Las protestas ‘No Kings’ y la fractura estadounidense
Tras la pandemia, las calles de Estados Unidos se llenaron de pancartas y teléfonos con el hashtag #NoKings. Los manifestantes no buscaban líderes: cuestionaban la autoridad misma. Este movimiento no trataba solo de quién gobierna, sino de cómo se ejerce el poder en un mundo donde la representación puede ser performativa y la rendición de cuentas solo simbólica.
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Este grito generacional, sin estructura formal, se extendió como fenómeno cultural, en consonancia con movilizaciones en Europa y América Latina y con cuestionamientos digitales al control de grandes plataformas. No Kings se está convirtiendo en un símbolo de la transición del poder concentrado hacia estructuras distribuidas, donde la legitimidad se construye colectivamente y la autoridad se negocia en redes y comunidades.
Del trono al código: el nuevo rostro de la autoridad
La descentralización también tiene rostro tecnológico. Blockchain, DAOs y criptomonedas trasladan la confianza del soberano al algoritmo. Donde antes había un monarca, ahora hay código; donde había obediencia, ahora consenso criptográfico.
En 2016, The DAO recaudó más de 150 millones de dólares sin liderazgo central, confiando en contratos inteligentes. Un fallo en su código provocó un hackeo y un hard fork de Ethereum, demostrando riesgos y oportunidades del poder distribuido.
Más recientemente, HabitatDAO permitió a comunidades generar y gobernar datos medioambientales sin jerarquía central, mostrando cómo las decisiones colectivas pueden sustituir la autoridad tradicional.
Incluso experimentos piloto en Estonia exploraban votaciones mediante DAOs, mientras en Brasil el desarrollo de deepfakes ultrarrealistas señalabariesgos potenciales para procesos electorales, recordando que la fragmentación del poder requiere nuevas responsabilidades.
La dimensión geopolítica del poder sin centro
Las autoridades estatales, centrada en el territorio, enfrenta actores distribuidos, invisibles y ubicuos, capaces de influir en mercados, elecciones y narrativas sin presencia física. La identidad colectiva se redefine: ya no depende de la bandera, sino de propósito compartido y mecanismos que lo certifican, como tokens o contratos inteligentes.
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La gobernanza internacional, diseñada para un mundo jerárquico y estatal, se ve confrontada con realidades reticulares, horizontales y fluidas, donde los límites tradicionales de soberanía ya no bastan para contener la autoridad distribuida.
La paradoja del poder disperso
Cuanto más fragmentado el poder, más difícil resulta atribuir responsabilidad, arbitrar conflictos o garantizar justicia. La descentralización promete libertad, pero puede derivar en desorden. Foucault recordaba que el poder nunca desaparece; solo cambia de forma y de lugar. Hoy circula por algoritmos, redes y sistemas de datos.
El reto no es suprimirlo, sino dotarlo de legitimidad y transparencia, diseñando instituciones adaptadas al poder distribuido sin replicar viejas jerarquías.
Escenarios de futuro: entre la utopía y la anarquía
El horizonte del No Kings abre tres caminos posibles:
Por un lado, los Estados pueden integrar la lógica descentralizada en gobernanza participativa, experimentando con transparencia tecnológica y democracia inclusiva. Por otro, las élites tradicionales podrían intentar recuperar el control, generando tensiones entre soberanía estatal y tecnológica. Y finalmente, la fragmentación extrema puede conducir a ecosistemas de desinformación y manipulación algorítmica, como alertan los desarrollos de deepfakes en Brasil.
Cada escenario redefine la noción misma de orden: la pregunta ya no es si habrá reyes, sino qué ocupará su lugar y quién escribirá el código que lo gobierne.
La búsqueda de una ética del poder sin soberano
No Kings no es una moda ni una consigna pasajera. Es la expresión de un cambio civilizatorio: del mundo jerárquico al postjerárquico, donde la autoridad se negocia y la legitimidad se construye colectivamente. Representa una aspiración a libertad y transparencia, pero advierte sobre los riesgos del vacío de poder.
Cuando el trono queda vacío, alguien o algo siempre se sienta en él. El desafío del siglo XXI no es abolir el poder, sino convivir con su nueva forma: distribuida, digital y compartida, un poder sin reyes, pero con responsabilidad; sin trono, pero con ética; coronado por el ciudadano que audita el código que lo gobierna como exigencia democrática.
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