El colapso institucional en Malí refleja una crisis multidimensional alimentada por la violencia yihadista, el autoritarismo militar y la descomposición estatal. La retirada internacional y la entrada de actores como el Grupo Wagner agravan la situación. Mientras tanto, y como explica el alumno del Máster Profesional de Analista Internacional y Geopolítico de LISA Institute, Luis Alberto Modrego, la población queda atrapada en una espiral de violencia sin fin.
La semana pasada, el gobierno de Malí tomó una decisión que causó perplejidad y desconcierto en la comunidad internacional. Cerró todas las escuelas y universidades, al no poder hacer frente al suministro de combustible. Esta situación fue provocada por actos de bloqueo y sabotaje de la filial de Al Qaeda en Malí: el Grupo de Apoyo al Islam y los Musulmanes (Jama’at Nusrat al-Islam wal-Muslimin, abreviado JNIM).
Es de lamentar que la noticia no haya recibido la atención mediática ni la trascendencia política y analítica que su magnitud requiere. Esto refleja la falta de interés internacional por comprender la profundidad y complejidad de la crisis maliense. También evidencia la desconexión entre la realidad del Sahel y su percepción desde el exterior.
Mientras el Sahel se descompone en un proceso continuo de deterioro estructural, muestra un cuadro crónico de fragilidad institucional. Las estructuras administrativas y de gobernanza son incapaces de garantizar servicios básicos, seguridad o cohesión territorial. Sin embargo, la atención internacional sigue centrada en Ucrania y Oriente Medio.
Los analistas más prestigiosos, en un ejercicio de autocrítica profesional, han reconocido una importante omisión. Pese a la abundancia de estudios, proyecciones y evaluaciones estratégicas elaboradas por organismos oficiales y laboratorios de pensamiento geoestratégico (Think tanks), pocos anticiparon un hecho clave.
Los grupos yihadistas han logrado transformar el control del comercio energético en un instrumento de guerra híbrida. Con ello, pueden inmovilizar por completo a un Estado sin recurrir a la fuerza militar directa, sin disparar un solo tiro.
Nadie supo prever la situación actual.
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Resulta sorprendente que ningún centro de análisis estratégico ni el propio Gobierno maliense anticiparan el colapso del suministro de combustible. Esto ocurrió pese a los numerosos indicios de vulnerabilidad logística que se venían observando, y cuando las señales de bloqueo yihadista eran más que evidentes en la región de Kayes, al oeste del país.
Estos mismos organismos procederán de inmediato al estudio y análisis de la nueva estrategia: la «yihad económica» lanzada por el grupo JNIM. Desde septiembre, este grupo bloquea la entrada de carburante procedente de Senegal, Mauritania, Guinea y Costa de Marfil.
Esta crisis revela que la guerra en el Sahel ha entrado en una nueva fase. En ella, la infraestructura civil (carburante, alimentos, educación) se ha convertido en objetivo estratégico. Su impacto amenaza con extender la inestabilidad hacia las fronteras occidentales del continente.
Debemos preguntarnos por las razones del fracaso de las estrategias internacionales de estabilización. Pese a su despliegue prolongado, estas no han logrado abordar las causas estructurales de la inestabilidad. Tampoco han conseguido consolidar instituciones locales capaces de sostener la gobernanza y la seguridad.
Estas estrategias han privilegiado el control militar, el fortalecimiento del sector seguridad y su capacitación. También la gestión del riesgo, por encima del fortalecimiento del Estado, sin atender las raíces políticas, sociales y económicas del conflicto.
Hay que destacar que la cooperación internacional con un gobierno militar nacido de un golpe de Estado plantea profundas contradicciones éticas y estratégicas. Este gobierno ha consolidado su poder bajo el silencio internacional.
Resulta pertinente recordar que el gobierno maliense forzó la retirada de las misiones de la ONU y de la EUTM. Luego, sustituyó su presencia por una alianza político-militar y económica con Rusia, articulada principalmente a través del Grupo Wagner.
Esta decisión significó un profundo cambio en el equilibrio de alianzas en el Sahel. Además, desplazó la cooperación occidental y consolidó una dependencia creciente de Moscú en materia de defensa y recursos estratégicos.
No olvidemos que el gobierno maliense promovió la salida de las misiones de la ONU y la EUTM del país. Lo hizo en beneficio de la colaboración política, militar y económica con Rusia. También apoyó a la junta militar del Grupo Wagner, que brinda asistencia a las Fuerzas Armadas malienses disfrazada de asesoría en seguridad.
En 2020, un informe de la División de Derechos Humanos de la Misión Multidimensional Integrada de Estabilización de las Naciones Unidas en Malí (MINUSMA) denunciaba a las fuerzas y cuerpos de seguridad malienses. Los señalaba como responsables de más de un centenar de ejecuciones extrajudiciales, especialmente en el centro del país, epicentro de la violencia yihadista y de los enfrentamientos interétnicos.
A estas violaciones se sumaban denuncias por desapariciones forzadas, torturas, tratos inhumanos o degradantes y detenciones arbitrarias. Todo esto ocurría en un contexto de creciente deterioro de los derechos humanos.
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La colaboración del Grupo Wagner con las Fuerzas Armadas malienses (FAMa) ha intensificado esta dinámica de represión.
Bajo el pretexto de luchar contra el terrorismo yihadista, las fuerzas de seguridad del Estado han realizado operaciones indiscriminadas. Estas acciones se han dirigido contra comunidades sospechosas de colaborar con los insurgentes.
Paradójicamente, esta violencia estatal ha terminado alimentando el ciclo de radicalización. Muchas comunidades rurales, perseguidas por el ejército, han buscado refugio y protección en las filiales locales del Estado Islámico y de Al Qaeda en el Magreb Islámico (AQMI).
La comunidad peul, tradicionalmente dedicada al pastoreo nómada, ha sido particularmente estigmatizada por las autoridades, que la acusan de connivencia con los grupos yihadistas.
A su vez, la comunidad dogón, de tradición agrícola y sedentaria, ha respondido organizando milicias de autodefensa. Estas han sido responsables de ataques contra poblaciones peul, generando así un ciclo de venganza étnica y violencia recíproca.
Con el paso del tiempo, la milicia dogón dejó de ser un simple grupo de autodefensa. Tal como señalan especialistas en la región (entre ellos Javier Nievas), esta organización ha evolucionado hacia una estructura criminal con fines económicos. Además, ha llegado a suplantar la autoridad del Estado en zonas rurales.
La milicia impone su control sobre las poblaciones locales, incluso dentro de su misma etnia. Exige lealtad y «protección» a cambio de tributos, en un esquema que reproduce mecanismos típicos del crimen organizado.
El resultado de estas dinámicas cruzadas (represión estatal, violencia étnica, expansión yihadista y criminalización de las milicias) es una espiral de violencia incesante. Esta ha convertido al centro de Malí en uno de los escenarios más complejos y desestructurados del Sahel. Allí, las fronteras entre insurgencia, defensa y criminalidad han quedado prácticamente borradas.
En resumen, al legitimar de facto a una junta militar que ha disuelto las garantías constitucionales y prohibido la actividad de partidos políticos y de la oposición, la comunidad internacional incurre en una forma de ceguera pragmática. Esta actitud socava sus propios principios de gobernanza democrática.
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Esa complacencia ha contribuido a consolidar un modelo autoritario. Lejos de estabilizar al país, ha debilitado aún más las instituciones, restringido las libertades civiles y deteriorado la confianza social.
En última instancia, colaborar con un régimen nacido de la ruptura del orden constitucional equivale a priorizar una estabilidad superficial sobre la legitimidad política. Esto perpetúa las mismas dinámicas que alimentan la crisis maliense.
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