La sola mención del uranio enriquecido actúa como una chispa en la región más volátil del planeta. El programa nuclear iraní, definido por Teherán como un proyecto de desarrollo científico y energético, provoca desde hace décadas el rechazo frontal de Israel, que lo percibe como una amenaza existencial. A continuación se desgranan los orígenes del proyecto, su estado actual y las razones que alimentan el nerviosismo israelí.
El proyecto nuclear iraní nació en tiempos del Sha, durante la década de 1950, cuando el país contaba con el respaldo de potencias occidentales a través de la iniciativa «Átomos para la Paz» de Naciones Unidas. Ese primer impulso se presentaba como la puerta de entrada a la modernidad. Incluía reactores de investigación, producción de radioisótopos médicos y generación eléctrica capaz de diversificar la economía del petróleo. Sin embargo, la revolución islámica de 1979 que depuso al monarca no canceló la idea, sino que la retomó bajo un nuevo discurso de soberanía tecnológica y desafío a la dependencia exterior.
No obstante, con el paso de los años, Teherán tejió una red de instalaciones de extracción, procesamiento, operación de reactores y plantas de enriquecimiento que incluía minas de uranio, plantas de conversión química, centrifugadoras de enriquecimiento y laboratorios de investigación. Tales infraestructuras, en principio civiles, poseen la dualidad que siempre inquieta a la comunidad internacional: la misma tecnología que produce combustible para reactores puede, llegado el caso, fabricar material para armas.
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Aunque Teherán afirma que su objetivo es meramente civil y que su tecnología atómica sirve únicamente para generar electricidad y producir radioisótopos médicos, la acumulación de uranio altamente enriquecido y el despliegue de centrifugadoras avanzadas alimentan la sospecha de que podría convertirlo con rapidez en un proyecto militar, lo que supone una amenaza existencial tanto para Israel como para Estados Unidos y más países occidentales.
En 2015, el Plan de Acción Integral Conjunto (JCPOA) limitó estrictamente el enriquecimiento de uranio, pero la retirada de Washington en 2018 llevó a Irán a rebasar los topes, elevar la pureza del uranio, instalar centrifugadoras más avanzadas, reducir el tiempo necesario para producir material apto para armas y acumular grandes reservas superiores a lo permitido. Este avance ha desencadenado sanciones, operaciones de sabotaje y grandes tensiones con Israel, que está destinado a frenar un programa que muchos gobiernos ven como la amenaza de proliferación más urgente de Oriente Próximo.
Del laboratorio a la centrifugadora: cómo funciona el programa
El núcleo del debate gira en torno al enriquecimiento de uranio. Irán dispone de reservas de uranio enriquecido al 20% y al 60%, niveles muy superiores al 3-5% habitual en las centrales eléctricas. Expertos del Instituto para la Ciencia y la Seguridad Internacional calculan que, a la velocidad actual de producción, Teherán podría reunir material suficiente para varias ojivas si decidiera purificarlo hasta el 90%, el umbral militar.
La república islámica insiste en que nunca ha tomado esa decisión y que su stock sirve para fabricar combustible y radiofármacos. Sin embargo, el carácter subterráneo de instalaciones como Fordo y la profundidad de los túneles en Natanz refuerzan la sensación de opacidad. Para los críticos, ocultar centrifugadoras bajo montañas plantea propósitos que van más allá de la medicina nuclear. Para los defensores, la elección arquitectónica obedece al recuerdo vivo de los sabotajes y los bombardeos experimentados en el pasado.
La línea roja israelí: por qué Jerusalén ve una amenaza existencial
Israel (que nunca ha reconocido ni desmentido su propio arsenal nuclear y no ha firmado el TNP) mantiene que ningún país que proclamara abiertamente la destrucción del Estado judío debería acumular grandes cantidades de uranio enriquecido. Varios altos cargos han descrito la posibilidad de un Irán armado con la bomba como una «línea roja» y un «mal pacto» cualquier acuerdo que concediera alivio de sanciones sin desmantelar la capacidad de enriquecimiento iraní.
La retórica israelí se alimenta de factores geopolíticos. Primero, la convicción de que Teherán respalda a milicias hostiles en Líbano, Yemen o Gaza. Segundo, la percepción de que un Irán nuclear alteraría los equilibrios regionales y alentaría a otros vecinos a buscar sus propias armas atómicas. Por último, la duda de que los controles internacionales sean lo bastante intrusivos para detectar a tiempo una carrera secreto hacia la bomba nuclear.
Diplomacia, sanciones y ataques en la sombra
Los intentos de contención se han movido en un péndulo entre la diplomacia y las operaciones encubiertas. A un lado, rondas de negociaciones que buscaban limitar el número de centrifugadoras y fijar niveles máximos de pureza de uranio. Al otro lado, ciberataques atribuidos a servicios de inteligencia y sabotajes físicos contra laboratorios clave. Cuando la presión indirecta parece insuficiente, Israel recurre a la opción militar abierta.
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La reciente campaña aérea israelí de junio de 2025 ilustró ese dilema. Varios complejos, incluido Natanz, sufrieron daños considerables en su infraestructura eléctrica, lo que podría haber afectado a miles de centrifugadoras. Sin embargo, los componentes más profundos permanecieron a salvo, obligando a los estrategas de Jerusalén a contemplar una operación prolongada que, según exfuncionarios israelíes, llevaría un tiempo para neutralizar cada silo y túnel.
Dudas abiertas y escenarios posibles
El futuro depende de algunas variables. Por un lado, la voluntad del liderazgo iraní de mantener su programa en los márgenes civiles y permitir inspecciones robustas. Por otro, la disposición de Israel (y de sus aliados) a tolerar ciertas capacidades nucleares en manos de un régimen al que consideran hostil.
Las potencias intermedias, preocupadas por la proliferación, suelen argumentar que la única vía sostenible pasa por la diplomacia y la transparencia. Sin embargo, la desconfianza mutua, el recuerdo de acuerdos desechados y la competición por la influencia regional vuelven frágil cualquier compromiso. En ese escenario, la sombra de un cálculo erróneo (un ataque preventivo mal calibrado o un acelerón iraní hacia el 90 % de enriquecimiento) mantiene encendida la tensión.
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No obstante, el pulso atómico entre Irán e Israel resume, en última instancia, la complejidad de Oriente Medio. En esa región, la historia, la religión, la seguridad y el orgullo nacional se entrelazan. El desenlace sigue abierto y, con él, la pregunta de si la región logrará detener el reloj antes de que marque la hora más oscura.
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