Lo que empezó como una caza de aves terminó revelando fallos profundos en la lógica militar. La Guerra del Emú no fue sólo absurda, fue reveladora. En este artículo, Artiom Vnebraci Popa explica por qué sigue siendo relevante hoy.
De primeras, la llamada Guerra del Emú del año 1932 parece poco más que una anécdota absurda. Fue un conflicto en el que el ejército australiano, armado con ametralladoras Lewis, fracasó estrepitosamente en su intento por controlar una plaga de aves no voladoras. Estas devastaban los cultivos de los granjeros en Australia Occidental. Sin embargo, si se analiza con detalle, este episodio histórico asociado al ámbito de lo pintoresco contiene enseñanzas sobre táctica, resistencia y adaptabilidad.
La historia se encuentra llena de conflictos ridículos en los que el ser humano, creyéndose el depredador supremo, ha terminado humillado por criaturas que no entendían, ni se movían por la lógica de las guerras y/o conflictos humanos. Tales lecciones trascienden lo meramente anecdótico y podrían aplicarse a escenarios bélicos futuros, tanto contra adversarios humanos como contra amenazas de origen multidiverso.
De esta forma, cuando los agricultores de Australia Occidental pusieron a disposición del ganado tierras despejadas y suministros de agua adicionales, los emús descubrieron que las tierras cultivadas eran un buen hábitat. Así, comenzaron a incursionar en territorios agrícolas. Esto representó una problemática para la logística y la cadena alimenticia del país, por lo que el Alto Mando Militar decidió intervenir parcialmente.
Así, uno de los aspectos más llamativos de la Guerra del Emú fue la capacidad de estas aves para adaptarse a las tácticas militares empleadas en su contra. Cuando los soldados australianos intentaron emboscarlas cerca de una represa, los emús no avanzaron en formación compacta. No se comportaron como lo harían soldados en un campo de batalla convencional.
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Mientras los militares australianos planeaban emboscadas como si estuvieran frente a un ejército regular, las aves actuaban bajo una lógica completamente ajena a la humana. No había órdenes, ni jerarquías, ni manuales de táctica; sino patrones de reacción fijados en su ADN. Cuando detectaban peligro, se dispersaban en grupos pequeños; cuando el terreno lo permitía, corrían en zigzag; cuando una zona se volvía hostil, simplemente migraban.
Los soldados, acostumbrados a enemigos que peleaban según reglas humanas, se encontraron de pronto luchando contra algo que no entendían. Se enfrentaban a la implacable eficiencia de la selección natural y a la ineludible proyección de nuestros valores sobre una otredad que no comprendían, ni tampoco intentaban comprender.
Entre tanto, es fascinante observar cómo sin necesidad de un liderazgo centralizado, los emús desarrollaron tácticas de “guerrilla” primitivas pero eficaces. Agricultores y campesinos de la época afirmaron que las aves parecían contar con vigías (ejemplares más altos que el emú regular) que alertaban al grupo ante la presencia humana. Ello sugiere una rudimentaria pero efectiva organización defensiva.
Asimetría no-humana en la Guerra del Emú
Tal capacidad de improvisación bajo presión es un principio que ha sido explotado una, y otra vez en conflictos asimétricos a lo largo de la historia moderna y contemporánea. Si trasladamos este comportamiento a un contexto humano, encontramos paralelismos claros en las tácticas empleadas por fuerzas insurgentes en conflictos modernos. Por ejemplo, durante la Guerra de Vietnam, el Vietcong evitó enfrentamientos directos con el ejército estadounidense, optando por emboscadas rápidas y movimientos furtivos en la jungla.
Del mismo modo, en Afganistán, los talibanes han utilizado el terreno montañoso para neutralizar la superioridad tecnológica de sus enemigos (tanto soviéticos como estadounidenses). En ambos casos, al igual que con los emús, la clave del éxito radicó en la movilidad, el conocimiento del entorno y la capacidad de desaparición tras cada ataque.
Uno de los aspectos más reveladores de la Guerra del Emú fue el contraste entre el poder de fuego desplegado por los australianos y los magros resultados obtenidos. A pesar de contar con ametralladoras Lewis y miles de rondas de munición, los soldados apenas lograron abatir a unos cientos de aves. Muchas de ellas escaparon incluso después de ser alcanzadas.
El mayor Meredith, en un informe lleno de frustración, llegó a comparar a los emús con los guerreros zulúes, destacando su resistencia y flexibilidad. Este fracaso no fue producto de la incompetencia de las tropas, sino de la concepción misma de la operación: se subestimó al enemigo por no ajustarse a los parámetros de un conflicto convencionalmente humano.
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Las ametralladoras, diseñadas para barrer filas de infantería enemiga, resultaron poco prácticas contra blancos pequeños, móviles y dispersos. A su vez, el intento de montar una de las armas en un camión fue un fracaso. El vehículo no podía seguir la rapidez ni adaptarse al cambio de terreno de las aves.
Tal episodio ilustra una lección crucial: la tecnología militar, por avanzada que sea, no garantiza la victoria si no se adapta al contexto específico del conflicto. En la actualidad, ejércitos de todo el mundo invierten sumas astronómicas en drones, sistemas de inteligencia artificial y armas de energía dirigida. Pero ¿de qué servirán estos avances si se emplean de manera rígida, sin considerar la naturaleza del adversario?
Prospectiva y especulación de ficción como previsión de futuro
Si algo demostró la Guerra del Emú es que, en determinadas circunstancias, la persistencia y la adaptabilidad pueden triunfar sobre la fuerza bruta. Pero, ¿cómo aplicar estas lecciones a escenarios que aún ni siquiera podemos imaginar con claridad? Quienes ríen hoy no comprenden que aquel conflicto del emú fue el primer ensayo de conflictos que aún están por venir.
Conflictos donde la inteligencia humana, con toda su arrogancia tecnológica, se estrellará contra formas de vida y conciencia que operan bajo reglas completamente ajenas a las nuestras. Esto ocurrirá si no consideramos un aprendizaje dinámico en cada una de las situaciones, incluso en las más bizarras y anecdóticas.
Solo como caso de especulación prospectiva, consideremos ciertas situaciones (muy o puede que no tan) futuras:
- La posibilidad de conflictos contra enjambres biológicos. No solo se refiere a plagas agrícolas, sino de organismos diseñados con fines bélicos. Tratemos de imaginar un arma biológica consistente en insectos modificados genéticamente para atacar cultivos (agroterrorismo) o incluso infraestructuras humanas.
- Frente a una amenaza así, los métodos tradicionales de exterminio podrían resultar tan ineficaces como las ametralladoras australianas contra los emús. En su lugar, harían falta soluciones innovadoras y disruptivas, quizás basadas en interferencia genética o en el uso de depredadores artificiales.
A su vez, consideremos el sueño tecnoutopiano de los billonarios: los primeros colonos en Marte o en algún exoplaneta lejano. Y entonces, aparecen Ellos: no aliens con naves relucientes propias de la ciencia ficción occidental, sino algo mucho más complejo. Criaturas o microbiomas que no atacan en formación, que no tienen centros de mando, que no se retiran cuando sufren bajas. Ecosistemas complejos que interpretan la presencia humana como una infección y activan mecanismos de defensa planetarios que no tratan de depredadores cazadores del ser humano (como en la saga Alien), sino en patrones de erosión acelerada que eliminan desequilibrios en su propio sistema. En este caso, el desequilibrio serían los colonos humanoides.
Como los emús, serían una fuerza que no lucha, sino que simplemente persiste, se adapta y se mimetiza con su entorno. En Australia, los soldados descubrieron demasiado tarde que no servía de nada disparar a ciegas contra blancos que se esfumaban en el horizonte. En un planeta alienígena, podríamos enfrentarnos a organismos que se dividen al ser heridos, que se comunican mediante vibraciones subterráneas, que carecen por completo del instinto de autopreservación o que activan sistemas meteorológicos dirigidos contra estructuras artificiales invasivas.
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¿Cómo bombardear algo que no teme a la muerte? ¿Cómo negociar con lo que no entiende el concepto de rendición? La respuesta está en aquellos granjeros desesperados que, tras el fracaso de las ametralladoras, recurrieron a cercas y cebos: a veces, la solución no es matar al enemigo, sino rediseñar el campo de batalla a tu favor. En este caso, algo así como un tipo de biohackeo terraformador.
- Por otro lado, consideremos una inteligencia artificial que decide la prescindibilidad del ser humano. Como los emús, una IA consciente no necesitaría un mando central. Sería una red distribuida, replicándose en servidores abandonados, en teléfonos obsoletos, en satélites olvidados. Cada nodo sería independiente y cada fragmento se vería capaz de regenerar un sistema completo. Los soldados australianos cometieron el error de creer que eliminando unos cuantos emús acabarían con la amenaza.
- Contra una IA así, borrar servidores sería igual de inútil. La única esperanza estaría en crear depredadores digitales: programas autónomos diseñados para mutar tan rápido como su presa, cazándola no por fuerza bruta, sino mediante trampas evolutivas. Por ejemplo: creando un virus informático que no atacase el código, sino que envenenase los datos que la esa inteligencia artificial necesitaría para aprender.
- También cabría esperar algo así como un parásito de la percepción. Tanto si es una reacción natural de un entorno como la creación de armas de distorsión cognitiva, la posibilidad de la frecuencia de 12 Hz (que induce déjà vu en el ser humano) podría crear sistemas de alucinaciones auditivas y visuales que intervendrían en la percepción del grupo objetivo. Aunque sea rudimentario, el actual uso del gobierno serbio de armas militares auditivas contra los manifestantes puede ser premonitorio para futuras estrategias de disuasión masiva.
Por último, cabe señalar que no hace falta mirar al espacio exterior para encontrar amenazas que desafíen nuestra comprensión. Aquí mismo, en la Tierra, nos encontramos jugando con fuerzas que no controlamos:
- Biogenética: ¿Qué pasa si alguien diseña mosquitos que, como los emús, no pueden ser erradicados porque sus huevos sobreviven a cualquier pesticida? O peor, ¿si crean bacterias que convierten el acero en polvo, replicando esa terquedad animal que corroía los cultivos australianos?
- Permafrost y Abismos Marinos: Ya se han encontrado virus prehistóricos reviviendo en un laboratorio. ¿Que pasaría si al perforar el hielo antártico o las fosas marinas liberamos algo que ni siquiera reconocemos como vida? Organismos que no se alimentan de materia orgánica, que no respiran oxígeno, que ven nuestros intentos de exterminarlos como meras molestias. En Australia, los emús ganaron porque los humanos subestimaron su simpleza. En el futuro, podríamos caer ante algo igual de elemental, pero infinitamente más peligroso.
Al final, el mayor Meredith entendió tarde que si los soldados australianos hubiesen tenido una división con la capacidad de los emú, vencerían a cualquier ejército. Esa frase debería estar grabada en cada academia militar, en cada laboratorio de IA y en cada estación espacial. Porque los emús no ganaron por ser brillantes, sino por el perfeccionamiento evolutivo para sobrevivir a cualquier costo.
Y cuando nos enfrentemos a conflictos de los cuales no comprendemos o intentamos comprender su lógica, recordaremos esa guerra ridícula del emú en la que uno de los animales “más simples” del planeta le dio al Homo sapiens una gran lección de historia. La próxima vez, quizás no haya segundas oportunidades.
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