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De los mapas del colegio a la lucha antiterrorista: cómo el análisis geoespacial ayuda a prevenir la radicalización

Análisis

Carlos Mira-Perceval
Carlos Mira-Perceval
Especialista en geointeligencia, cartografía crítica y análisis espacial aplicado a contextos de defensa, seguridad internacional y resolución de problemas complejos. Geólogo de formación y Máster en Inteligencia y GIS, ha desarrollado su carrera en el cruce entre territorio, conflicto y tecnología, colaborando con Fuerzas Armadas, organismos internacionales como la OTAN y entidades del ámbito académico y privado. Su enfoque parte de una convicción: el mapa no es solo una representación, sino una herramienta de anticipación. Sus investigaciones y modelos buscan traducir la complejidad social en capas geoespaciales que ayuden a tomar mejores decisiones, antes de que sea tarde. En sus palabras: “Todo empieza por saber dónde mirar. Pero lo que cambia el mundo es lo que decidimos hacer después.” Actualmente trabaja como Cyberdefense GIS Product Engineer en Indra, donde diseña soluciones cartográficas avanzadas para entornos operacionales. Ha participado en proyectos de cartografía táctica, simulaciones de wargaming, algoritmos de deep learning aplicados a geodatos y sistemas de análisis espacial en escenarios de baja disponibilidad de datos. También es asesor docente en formación de élite para mandos y operativos en seguridad internacional.

Los mapas no solo muestran calles y fronteras: también revelan patrones invisibles de nuestra vida social. Aplicados con inteligencia, pueden anticipar entornos donde florecen riesgos y oportunidades. En este artículo, Carlos Mira-Perceval presenta un modelo geoespacial para mirar el territorio y prevenir, no para criminalizar.

Creo que no hay ningún secreto en decir que los mapas son parte de nuestra vida cotidiana. Están en Google Maps, en apps de rutas y en los mapas mentales que usamos para pensar. Lo han sido desde hace milenios. Basta recordar que el mapa más antiguo conservado proviene de la antigua Sumer. Todo apunta a que serán aún más importantes en el futuro. En realidad, vivimos  rodeados de mapas, y más aún: vivimos a  través de ellos. 

La clave de un buen mapa (y aquí cito a Javier Recuenco, consultor en estrategia compleja) es que nos proporciona un «framework mental» para leer la realidad, tanto externa como interna. Lo interesante (y perdóneme el lector si uso el adjetivo en un tema tan serio) es que ese marco mental se puede aplicar a casi cualquier fenómeno humano.

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Un mapa no es solo una  representación, es una forma de mirar. Y  desde ese «dónde», podemos empezar a  entender muchos porqués. 

Pongo un ejemplo sencillo: todo el mundo conoce en su ciudad una zona de bares, otra de tiendas y otra de fiesta. También hay una zona por la que es mejor no ir por la noche, y otra en la que es precisamente mejor estar por la noche. Esos lugares reflejan patrones sociales y psicológicos que se dibujan sobre el territorio. Dan sentido, entre otras cosas, a expresiones como «Dios los cría y ellos se juntan».

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Pues bien, es justo esa lógica la que nos  permite trasladar esta manera de mirar a un  ámbito mucho más complejo: el de los  procesos de radicalización. Concretamente,  en este artículo, al fenómeno del extremismo yihadista. Porque, aunque nos cueste  pensarlo así, la radicalización también tiene  geografía: ocurre en lugares concretos, con características concretas, que se repiten con más frecuencia de la que pensamos. Y sí, a  menudo hay un patrón espacial que permite  anticipar ciertos entornos de riesgo

Este trabajo parte de una pregunta incómoda  pero necesaria: ¿podemos usar herramientas  cartográficas (y en particular el análisis  geoespacial a nivel de sección censal) para identificar zonas donde podrían estar operando, no células activas, sino los caldos  de cultivo previos a una captación? Aquí no se  trata de criminalizar barrios ni religiones. Se  trata de prevenir, de entender, y sobre  todo de mirar mejor.

Mapas para identificar y entender los entornos de riesgo

Si aceptamos que ciertos entornos pueden  facilitar procesos de radicalización, la  siguiente pregunta es inevitable: ¿cómo  identificarlos? ¿Qué datos permiten  localizarlos y analizarlos?

En este caso, me he propuesto responder con un modelo sencillo pero ilustrativo. Usaré únicamente datos públicos y accesibles, como los proporcionados por el Instituto Nacional de Estadística (INE) y los geoportales oficiales de la ciudad de Madrid. ¿Por qué Madrid? Porque es una de las capitales europeas con mayor calidad y resolución en datos geoespaciales. Esto permite trabajar a nivel de sección censal sin perder precisión ni caer en generalizaciones injustas.

El modelo parte de una idea básica pero potente: los procesos de radicalización necesitan entornos físicos donde ocurrir. Aunque la captación online es una realidad, la radicalización operativa requiere contacto humano, presencia y comunidad. Y cuando  hablamos de entornos vulnerables, donde el  dinero escasea, los lugares de encuentro  suelen ser dos: las casas o los parques.

Con esta lógica, construí un modelo que comienza por detectar zonas socialmente deprimidas.

Para ello, apliqué una suma ponderada de trece variables sociales. Entre ellas están el nivel de renta, la tasa de desempleo (especialmente juvenil), el tamaño medio del hogar, la edad media y el nivel educativo. También el acceso a servicios básicos como la salud, el índice de juventud, la presencia de familias monoparentales, el número de delitos registrados y la densidad de población.

Incluí además la nacionalidad de los residentes, el porcentaje de población extranjera y el grado de vulnerabilidad urbana. El resultado es un índice que señala secciones censales especialmente frágiles, donde los discursos radicales encuentran más fácilmente terreno fértil.

A este primer análisis se le añaden otras  capas relevantes. La cercanía a lugares de  culto islámico (mezquitas o centros culturales) no se introduce como un factor  de riesgo por sí mismo, sino como un  indicador del tejido comunitario donde  pueden operar, tanto para bien como para  mal, distintas narrativas religiosas.

En paralelo, incorporé la presencia de parques urbanos. Pero no cualquier parque: solo aquellos que cuentan con bancos y fuentes de agua potable. Es decir, espacios que permiten una permanencia prolongada sin coste económico. Esto puede parecer anecdótico, pero es clave si hablamos de jóvenes sin recursos y con tiempo libre. También lo es si carecen de alternativas accesibles de ocio o apoyo institucional.

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Por último, se incorpora la variable de  movilidad. Un joven promedio en Madrid se  mueve en metro. Por eso, los parques que  reúnen las condiciones anteriores y están  cerca de estaciones de metro aumentan su  relevancia dentro del modelo.

A través de una superposición de capas y una suma ponderada de todos estos factores, se genera una primera cartografía del riesgo. Es una aproximación cada vez más afinada de los entornos urbanos que podrían albergar procesos de captación o radicalización.

La inmigración magrebí representa en Madrid  aproximadamente un 3 % del total, pero se  concentra en zonas muy concretas: Tetuán, Usera, Lavapiés y Villaverde. Esta  concentración no es por sí sola un indicador de riesgo, pero sí plantea preguntas legítimas: ¿coinciden estas zonas con los patrones  descritos anteriormente? ¿qué recursos comunitarios existen en esas zonas?, ¿cuál es la presencia institucional? y ¿cuáles son las narrativas que están en juego?

Mapas que transforman riesgos en oportunidades de comunidad

Un parque no es solo un parque. Un banco no  es solo un banco. Una fuente no es solo una  fuente. Cuando se cruzan con pobreza,  abandono institucional y aislamiento, esos objetos cotidianos se transforman en  escenarios posibles de influencia, encuentro  y, a veces, cooptación. 

La fuerza de este modelo no reside únicamente en su capacidad para mostrar zonas en riesgo, sino en cómo esas deducciones (aparentemente sutiles) se  pueden traducir en herramientas operativas para quienes trabajan en prevención,  seguridad o urbanismo. Si podemos leer el  mapa con otros ojos, también podemos  actuar sobre él con otras manos. 

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Así, una capa de parques con mobiliario urbano en zonas vulnerables no es solo una imagen bonita. Puede convertirse en una guía para priorizar actividades comunitarias, vigilancia de proximidad o incluso intervenciones educativas de calle. Un índice de conectividad entre zonas deprimidas y puntos de congregación religiosa puede servir para detectar corredores urbanos donde conviene reforzar la presencia institucional antes de que otros lo hagan.

Un modelo de alertas tempranas basado en capas actualizables (con datos de exclusión social, movilidad o accesibilidad) podría permitir detectar puntos calientes antes de que sean visibles para las estadísticas.

Esta forma de pensar no criminaliza: contextualiza. No generaliza: prioriza. Y sobre todo, invita a leer el espacio no como fondo neutro, sino como actor implicado en los  procesos sociales más profundos, incluidos  los más peligrosos. 

Porque al final, si todo ocurre en algún lugar,  el mapa sigue siendo uno de los instrumentos más poderosos para decidir dónde mirar,  cómo actuar y con qué urgencia hacerlo. 

En tiempos donde la amenaza se disuelve entre lo digital, lo urbano y lo cotidiano, mapear bien no es cartografiar al enemigo: es  reconocer los vacíos que otros pueden llenar  antes que nosotros. Es detectar las ausencias  institucionales que se convierten en  presencias extremistas. Es ver en un banco no  un mueble urbano, sino un punto de conexión humana que puede jugar a favor… o en contra. 

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La geointeligencia, bien aplicada, no sirve  para señalar culpables, sino para adelantarse  a los contextos que hacen posible lo  impensable. No puede (ni debe) sustituir al  trabajo social, educativo o policial. Pero sí  puede ofrecer la base para que ese trabajo  llegue donde hace más falta, cuando todavía  hay tiempo. 

Porque si hay algo que este modelo  demuestra es que no hay radicalización sin  lugar, y que cada lugar cuenta una historia. El  reto está en aprender a leerla antes de que  otros la escriban por nosotros. 

Y quizá ahí resida la verdadera promesa de  esta forma de mirar el mundo: que lo que hoy  vemos como un mapa de riesgo pueda  convertirse, con inteligencia y voluntad  política, en un mapa de cuidados, comunidad  y prevención. Porque los mismos espacios  que hoy observamos con preocupación  pueden ser, si se interviene a tiempo, los lugares donde se construye algo muy distinto:  pertenencia, dignidad y paz

Todo empieza por saber dónde mirar. Pero lo  que cambia el mundo es lo que  decidimos hacer después.

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