La desinformación no es nueva, aunque ahora es más compleja y los consumidores participamos activamente en ella. Un análisis de Pablo Moral (EOM) sobre cómo la sociedad de la información cayó en la espiral de la paparrucha.
La desinformación ha calado hasta el punto de constituir un desafío para la cohesión social y política. Aunque no es un fenómeno nuevo, la crisis de los medios tradicionales, la eclosión de las redes sociales y el desarrollo tecnológico lo han llevado a una nueva dimensión. Nunca había sido tan sencillo ni tan rentable desinformar y nunca antes los consumidores habían estado tan predispuestos a contribuir a su propia desinformación.
Sería ingenuo pensar que el engaño, la propaganda o la desinformación son fenómenos recientes. Dominar el relato, avivar pasiones y prejuicios o denostar a rivales ha formado parte de los objetivos de la comunicación política desde tiempos inmemoriales. El estratega chino Sun Tzu ya concluyó que “toda guerra está basada en el engaño” cientos de años antes de que Octavio Augusto recurriera a una campaña de propaganda para consolidarse como el primer emperador romano en el primer siglo a. C.
Lo que ha marcado la diferencia desde entonces es el desarrollo tecnológico. La invención de la imprenta y, siglos más tarde, la expansión de la prensa escrita a través de la rotativa fueron puntos de inflexión. Así lo demuestra el caso de Estados Unidos: en el siglo XIX, el abaratamiento de los periódicos dio lugar a una competencia feroz en la que determinados diarios optaron por recurrir a prácticas poco éticas para atraer al lector. Para la posteridad quedaría el gran bulo de la Luna de 1835, con el que el modesto diario neoyorquino The Sun se convirtió brevemente en líder de ventas al publicar la exclusiva del supuesto descubrimiento de una civilización extraterrestre.
Esos fueron los primeros compases del sensacionalismo, que vivió su cénit a finales del mismo siglo con el auge de la prensa amarilla también en Nueva York. La rivalidad antagónica de los dos principales periódicos, el New York World y el New York Journal, dirigidos respectivamente por los magnates Joseph Pulitzer —quien, irónicamente, fue el creador de los célebres premios a la excelencia periodística— y Randolph Hearst, llevó a ambos a protagonizar una espiral de titulares impactantes, exageraciones y noticias falsas para incrementar las ventas. Fue así cómo el amarillismo contribuyó al estallido de la guerra hispano-estadounidense en Cuba de 1898, tras años infundiendo el sentimiento antiespañol en la opinión pública estadounidense y tras difundir, sin pruebas, la noticia del ataque español al acorazado estadounidense Maine, atracado en el puerto de La Habana.
Con los años, aunque la prensa amarilla no llegaría a desaparecer, sí decaería en influencia e intensidad. El público norteamericano se concienció de sus consecuencias negativas y, paulatinamente, el entonces conocido como periodismo objetivo —por estar basado en hechos contrastados— comenzó a liderar el mercado hasta imponerse en los principales países democráticos a lo largo del siglo XX. Esto en absoluto significaría el fin la desinformación, la subjetividad o las malas prácticas periodísticas: simplemente dejaron de ser un recurso vital para la rentabilidad económica de los medios. La segunda mitad del siglo fue una buena época para el periodismo. Sin embargo, la evolución tecnológica de las últimas décadas ha vuelto a romper las lógicas de la desinformación.
El derrumbe del periodismo tradicional
Según la RAE, la posverdad es la “distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales”. Una doble crisis de los medios de comunicación tradicionales ha contribuido a su normalización: en primer lugar, una pérdida del rigor periodístico que comenzó antes de la popularización de internet; y, en segundo, una debilidad económica propiciada por la crisis de 2008 y la eclosión de los medios digitales.
En las últimas décadas del siglo XX, la proliferación de cadenas de televisión privadas posibilitó la creación de medios partidistasnacidos con el propósito de adaptar su contenido a las preferencias ideológicas de un determinado público. Un ejemplo paradigmático es la cadena estadounidense Fox News, dirigida al público conservador, que lleva dieciocho años siendo el canal de noticias más visto en el país.
El auge de este modelo afectó a la calidad del periodismo. Los medios tradicionales perdieron cuota de mercado en favor de los que buscaban simplemente proveer la información que al telespectador le reconfortaba consumir. Esta podía incluir contenidos sesgados, sin contrastar o basados sencillamente en opiniones. A pesar de ello, estos medios se definían como ideológicamente equilibrados, lo que también resultaba reconfortante para su audiencia y pretendía darles una falsa imparcialidad que, irónicamente, convertía a cualquier otro medio que no compartiera su discurso en sospechoso de tener sesgos ideológicos.
Con el tiempo, este estilo partidista también caló en los medios tradicionales, dañando aún más el rigor periodístico. La búsqueda de la objetividad perdió su sentido, y los hechos se dejaron de contrastar. Ser objetivo ahora significaba ser neutral, y para conseguirlo había que dar voz a todas las opiniones, ofrecer la misma visibilidad a diferentes posturas como si todas merecieran la misma credibilidad.
Esta lógica, que puede ser acertada en ciertos contextos de discusión pública, también se aplicó a realidades con amplio consenso científico, sacando a debate hechos contrastados. Algunos de los ejemplos más claros son el movimiento antivacunas, la inmigración o el cambio climático, que han pasado de ser fenómenos estudiados por la ciencia a que sus principios básicos se cuestionen en un debate ideológico.
Dar espacio a estas contranarrativas falsas puede tener efectos perjudiciales directos, como demuestra el debate sobre las vacunas. A pesar de ello, no incorporar estas posturas, por muy erróneas o engañosas que sean, puede pagarse con una acusación de parcialidad y censura para el medio en cuestión. Por si fuera poco, dar voz a estas narrativas tiene premio: llegar primero a una noticia es un incentivo económico demasiado goloso como para desaprovecharlo.
En este ecosistema mediático, tan competitivo y que tanto protagonismo da a la última hora, no siempre gana el mejor, sino el más atractivo y el más rápido, por lo que no es infrecuente que medios considerados prestigiosos difundan falsedades —se retracten luego o no— en busca de audiencia. Todo ello tiene que ver con la segunda faceta de la crisis de los medios, la económica.
La crisis de 2008 coincidió con la expansión de los medios de noticias gratuitos en internet. Fue una tormenta perfecta para los medios tradicionales, y en especial para la prensa escrita: las ventas cayeron en picado y con ellas los ingresos por publicidad. Solo en España, 375 medios echaron el cierre y más de 12.000 periodistas perdieron su trabajo entre 2008 y 2014. Los que sobrevivieron tuvieron que adaptarse a los modelos de negocio que imperaban en la red, donde la inmensa mayoría del contenido era gratis y los ingresos a través de la publicidad dependían de las visitas a la página.
Esto planteaba un nuevo dilema para el rigor periodístico: había que conciliar la calidad de la información con la capacidad de esa información para atraer la atención de los lectores. Y como les sucedió a Pulitzer y Hearst en la Nueva York de finales del siglo XIX, en muchas ocasiones se acabó sacrificando lo primero para asegurar lo segundo, que a fin de cuentas es lo que daba de comer.
Fue así como llegó el clickbait o ciberanzuelo, un titular sensacionalista cuyo único objetivo es hacer que el lector pinche en un enlace a costa de emitir información exagerada, enigmática o directamente falsa. El clickbait bien podría ser definido como neoamarillismo, aunque, si bien la lógica es muy similar, hay una gran diferencia: ya no hay que hacer el esfuerzo de comprar el periódico; basta con iniciar sesión en una red social, en la que cada usuario encontrará los titulares que más se ajusten a sus preferencias.
La espiral de la paparrucha
Internet ha roto las reglas del juego. Cualquier individuo u organización puede ahora convertirse en un medio de creación o propagación de contenido sin un gran coste. Además, internet ha abierto una vía de comunicación directa entre los que creaban los mensajes y quienes los consumían sin que sea necesaria la intervención del periodista, lo que ha erosionado aún más el papel de los medios como mediadores de información.
Asimismo, la reputación de los grandes medios ha quedado en entredicho para una parte de la sociedad, que los ve como poderosas corporaciones asociadas a la élite político-económica que tienen como objetivo hacer prevalecer la narrativa que interesa a esa élite. Este discurso crítico no es novedoso, pues hunde sus raíces en los movimientos sociales de los años sesenta y se intensificó en los noventa con la expansión de los medios privados.
Sin embargo, hasta los últimos años estaba vinculado principalmente a sectores de la izquierda. Actualmente también se sirven del mismo movimientos de derecha cuando encuentran dificultades para hacer llegar sus posiciones a la opinión pública. Bajo esta óptica, ciertos canales alternativos han pasado a ser percibidos como fidedignos simplemente por proveer información que no circula en los medios tradicionales, supuestamente controlados por la élite. Así, la coletilla “no lo verás en los grandes medios” se ha empezado a usar como una prueba fehaciente de veracidad para estos medios alternativos.
Hasta hace unos años, la difusión de estos discursos era mucho más difícil. Sin embargo, las redes sociales han resuelto ese problema. Más de la mitad de la población española se informa a través de las redes sociales, y un 80% por internet en general. Son cifras que concuerdan con la de otros países europeos. A pesar de ser herramientas de gran utilidad en muchos aspectos, las redes sociales también han permitido una sofisticación de la desinformación sin precedentes.
Por un lado porque la cantidad de información que circula en ellas es inabarcable y la línea entre la verdad y la mentira es aún más difusa. Y, por otro lado, porque en anteriores formas de desinformación, las víctimas eran simplemente sus consumidores pasivos. Ahora ya no es así: los individuos son actores que participan en el proceso de desinformación aunque ni siquiera sean conscientes de ello.
Gracias a las redes sociales, es el propio usuario el que selecciona las cuentas y los medios a los que sigue, estableciendo desde el primer momento un filtro cognitivo. Además, con sus me gusta y favoritos, compartiendo o comentando, proporciona una información sobre sus intereses que es procesada para que las redes vuelvan a ofrecerle un contenido similar al que le gustó antes y para que mantenga su interacción. Es la llamada economía de la atención, en la que el principal objetivo es mantener al usuario involucrado independientemente de la veracidad del contenido que se difunda.
Por tanto, el contenido sensacionalista y viralizable es incluso beneficioso para las plataformas sociales. De hecho, está comprobado que las noticias falsas se difunden más rápido que las verdaderas. Así, el clickbait cobra aún más sofisticación: no solo se pretende conseguir un click en la noticia, sino provocar una reacción emocional que impulse al lector a compartirla. Sentimientos como la indignación, el asombro, la alegría o el orgullo logran así que se viralice un contenido que no tiene por qué ser fiable.
Enredados en la posverdad
Las consecuencias de todo ello pueden resultar nefastas. Bajo esta lógica, el usuario entra en un bucle en el que reafirma una y otra vez sus prejuicios sin ser necesariamente consciente de que está cayendo en una cámara de eco en la que escucha siempre los mismos mensajes. Este efecto es aún más gratificante con opiniones impopulares que el usuario no defendería abiertamente, porque le sirve para reivindicar su supuesto sentido crítico e independencia frente a quienes, según él, no han conocido aún la verdad oculta o están cohibidos por la corrección pública. Además de este sesgo de confirmación, también entra en juego un sesgo de afinidad: la información resulta más creíble si llega a través de personas a las que el usuario tiene estima por razones de prestigio, concordancia ideológica, amistad o parentesco.
Otro de los riesgos que entraña este fenómeno es que la propia inercia del algoritmo de las redes puede ir escorando las sugerencias que se hacen al usuario hacia contenido cada vez más extremo. En Youtube, por ejemplo, un estudio mostró que si los vídeos de vegetarianismo acaban sugiriendo vídeos de veganismo, de la misma forma, los vídeos de contenido político acaban llevando a posturas más radicales, como discursos supremacistas o negacionistas del Holocausto.
En cualquier caso, las redes sociales no son malvadas en sí mismas; sus efectos dependen del uso que se les den. Además, tampoco conviene magnificar los efectos de la desinformación, que apenas tiene capacidad de crear fracturas sociales por sí misma: simplemente las explota y profundiza. La desinformación también ahonda la polarización, intensificando actitudes y favoreciendo que el individuo se aísle en su postura al reducir los espacios intermedios y fomentar que la población tenga que posicionarse necesariamente a favor o en contra de un determinado asunto.
Así pues, el futuro de la desinformación es inquietante. La rentabilidad que genera ha sumido a la sociedad en una espiral de la que será difícil salir, pues ya han proliferado medios y particulares que se benefician económicamente de ella. Pero, además, los partidos políticos también están adoptando sus lógicas por su evidente rentabilidad política. Ejemplos de ello son los efectos de los bulos contra refugiados e inmigrantes de la ultraderecha europea o la desinformación de la campaña del brexit.
Para añadir motivos de preocupación, la desinformación es un terreno propicio las operaciones de injerencia de terceros países en la política de un país determinado, como hizo Rusia durante las elecciones estadounidenses de 2016. Y, por último, la combinación entre la creatividad humana y la sofisticación tecnológica está haciendo que cada vez sea más difícil distinguir la realidad de la ficción. En los últimos años han proliferado los memes y montajes fotográficos, muy baratos y efectivos como herramienta de desinformación; a ellos se van a unir pronto también técnicas más complejas y costosas como los deepfake, vídeos manipulados extremadamente realistas.
La conclusión que los desinformadores no quieren que leas
Existen múltiples iniciativas que buscan romper el círculo vicioso de la desinformación. En primer lugar, cada vez hay más medios, incluido EOM, que optan por depender menos de la publicidad para su financiación y recurren total o parcialmente a las suscripciones de sus lectores. Esto no es un distintivo de calidad por sí solo, pero sí da a estos medios menos incentivos para optar por el sensacionalismo. La prensa estadounidense es la avanzadilla de este modelo.
Significativamente, el periódico con más abonados, el New York Times, ha visto incrementar su número de suscriptores tras la victoria de Trump a un ritmo sin precedentes. Sin embargo, este modelo también plantea un peligro todavía hipotético: que una sociedad dispuesta a pagar por la información acabe ahondando en la polarización cuando cada usuario pague solo por leer los medios que confirman sesgo ideológico.
Al mismo tiempo han surgido medios especializados en la verificación de la información, los fact-checkers. No obstante, por muy rigurosa que sea su labor, nunca estarán libres de la sospecha de los escépticos que, de forma fundada o no, seguirán creyendo que estos medios se rigen por intereses ocultos o parten de sesgos ideológicos.
Por otro lado, plataformas como Whatsapp, Facebook o Twitter también han tomado medidas para dificultar el tráfico de noticias falsas, aunque son todavía muy modestas; no es de extrañar, puesto que la viralización de este contenido les reporta beneficio económico, al menos en el corto plazo. A nivel internacional, cada vez son más países los que lanzan iniciativas para aumentar la resiliencia de la sociedad ante la desinformación. Y se espera que puedan diseñarse herramientas cada vez más efectivas para detectar bulos.
Todos estos esfuerzos pueden alumbrar el camino hacia una sociedad de la información más sana y cohesionada. La responsabilidad es compartida entre todos los actores, pero el centro de atención debe situarse en la sensibilización individual. Como ocurrió con el amarillismo neoyorquino, romper la dinámica de la posverdad precisa de una concienciación social que lleve a un cambio en la cultura de consumo de la información. Es una tarea larga y ambiciosa. Pero, aún así, resulta más fiable que depender de que determinados medios, responsables políticos o perfiles en redes sociales estén dispuestos a que la verdad les estropee un buen tuit, un buen titular o un buen discurso.
Pablo Moral (@pabmoral)
Écija (Sevilla), 1992. Doctorando en Ciencias Políticas en la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla. Investigo sobre comunicación política en redes sociales, desinformación y procesamiento del lenguaje natural en la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED). Graduado en Relaciones Internacionales y máster en Estudios Euromediterráneos por la Universidad Complutense de Madrid.
*Este artículo ha sido previamente publicado en EOM.