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El rol de la extorsión en las nuevas estructuras del crimen organizado 

Análisis

Lucas Paulinovich
Lucas Paulinovich
Nació en Venado Tuerto, Santa Fe, Argentina. Desde hace varios años, reside en la ciudad de Rosario. Ha realizado estudios de diferentes niveles en Criminología y Seguridad, Defensa, Inteligencia y Economía y Finanzas. Durante más de 13 años, trabajó como redactor y editor en diversos medios de comunicación. Actualmente, desarrolla tareas de asesoramiento público y privado.

El crimen organizado en América Latina ha evolucionado hacia estructuras más complejas, sofisticadas y violentas. Su expansión impacta tanto en la economía formal como en el tejido social. En este artículo, Lucas Paulvinoch, alumno del Máster Profesional de Analista Criminal y Criminología Aplicada de LISA Institute, explica cómo esta transformación representa una amenaza creciente para la estabilidad democrática y la seguridad regional.

El crimen organizado en América Latina adquirió una nueva configuración a lo largo de las últimas décadas. Surgieron actores que sumaron complejidad en la estructuración empresarial de sus actividades ilegales. También se consolidó un sistema de reclutamiento amparado en la difusión cultural y los despliegues territoriales. Además, se fortalecieron las conexiones entre distintos grupos, movidos por la asociación colaborativa, la complicidad o la imitación.

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Estas son algunas de las características señaladas por diversos especialistas durante la 10ª Conferencia de Seguridad Hemisférica. El evento fue organizado por el Instituto Jack D. Gordon de la Universidad Internacional de Florida (FIU), y se realizó entre el 12 y el 13 de mayo. Estas cuestiones también vienen siendo advertidas en distintos trabajos académicos y reportajes periodísticos especializados.

Se trata de una mutación que tiene como eje la diversificación de las actividades de las organizaciones delictivas. Estas ya no están centradas exclusivamente en el narcotráfico o el contrabando, sino que fueron ampliando su alcance. Lo lograron a través de la expansión de influencia y de una sofisticación logística y financiera cada vez mayor.

Actualmente, los grupos criminales operan bajo un modelo empresarial altamente diversificado. Usan estructuras en redes flexibles que pueden actuar mediante células descentralizadas, a través de un sistema de franquicias o como beneficiarios finales de diversas actividades delictivas interrelacionadas en una cadena de producción.

Uno de los pilares centrales de esta nueva criminalidad es el delito de extorsión. Esta práctica ha pasado de ser una táctica puntual a convertirse en el mecanismo principal para sostener el control territorial, financiar operaciones ilegales y someter comunidades enteras bajo amenaza constante.

Este patrón se observa con intensidad creciente en países como Perú, Argentina, Chile, Brasil, Ecuador o Colombia. En estos lugares incluso se detecta la presencia de emisarios o bandas extranjeras que han desplazado o cooptado estructuras delictivas locales. Esta modalidad no requiere infraestructura compleja y se adapta fácilmente a nuevos entornos sociales, geográficos y tecnológicos.

La internacionalización del crimen organizado resultaría imposible sin la extorsión localizada. Esta permite a las organizaciones criminales ejercer dominio sobre circuitos económicos formales e informales. Incluso les permite operar en paralelo al Estado, imponiendo sus propias reglas y sometiendo a su control barrios o sectores urbanos.

El fenómeno trasciende los delitos individuales. Se trata, más bien, de una forma de gobernanza criminal que degrada la seguridad ciudadana, erosiona la confianza en las instituciones públicas y obstruye el desarrollo económico, especialmente en las periferias urbanas más vulnerables.

Nuevas empresas criminales de múltiples escalas

Las organizaciones criminales en América Latina ya no se limitan a explotar rentas ilegales tradicionales. Dada su alta rentabilidad y el flujo de efectivo generado, han avanzado con inversiones hacia sectores legales como el comercio, la construcción, el agro o la logística. Incluso interfieren en los precios de mercados lícitos.

Esta expansión hacia la economía formal es posible gracias a mecanismos de lavado de dinero, corrupción institucional y cooptación empresarial. Además, se articula con el uso estratégico del miedo como herramienta para eliminar competidores y subordinar actores económicos locales.

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En este entramado, las bandas criminales locales juegan un rol instrumental. No siempre se trata de estructuras plenamente autónomas. Por el contrario, en ocasiones actúan como extensiones funcionales de redes criminales mayores, ya sea por alianza, imitación o absorción. 

Estas agrupaciones cumplen funciones operativas como la recolección de pagos extorsivos, el control de territorios específicos o la ejecución de actos de intimidación. Además, permiten externalizar los costos del riesgo penal y aportan mano de obra barata para ejecutar las acciones delictivas.

El resultado es una economía criminal de múltiples niveles. En ella, organizaciones de gran escala delegan funciones tácticas en actores locales más expuestos y menos sofisticados, pero igualmente violentos.

La imitación de tácticas y modalidades delictivas 

Uno de los elementos más preocupantes del actual panorama delictivo regional es el efecto de imitación de tácticas y metodologías violentas por parte de las bandas locales. Este fenómeno se da al calor de la expansión de una cultura criminal. La eficacia de los métodos aplicados por grandes organizaciones transnacionales, como el Tren de Aragua o el Primer Comando de la Capital (PCC), es replicada por bandas locales que los adaptan a sus contextos barriales.

Esta suerte de contaminación criminal no se limita a los métodos de violencia, como las amenazas públicas o los ataques con armas automáticas. También incluye la forma de organización interna, el uso de tecnologías y la simbología identitaria. Esta última se difunde a través de redes sociales, música, tatuajes y grafitis.

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Este fenómeno imitativo tiene un doble impacto. Por un lado, amplía la base operativa del crimen organizado sin que medie una jerarquía directa. De esta forma, se extiende el alcance del narcoterrorismo doméstico y se dificulta su desarticulación. Por otro lado, genera una cultura criminal aspiracional entre jóvenes vulnerables. Para muchos de ellos, ingresar a estas bandas implica no solo ingresos económicos, sino también estatus, pertenencia e identidad.

Los desafíos para la seguridad y el sistema democrático

La expansión del crimen organizado, su imbricación con economías legales y su capacidad de generar miedo sistemático, representa una amenaza directa a la estabilidad democrática en la región

Uno de los puntos neurálgicos de este proceso es el papel de las cárceles latinoamericanas. Estas se han transformado en centros de operaciones, reclutamiento y planificación criminal. El hacinamiento, la violencia institucional, la corrupción carcelaria y la ausencia de políticas de reinserción han convertido a las prisiones en plataformas para consolidar el poder criminal.

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A pesar de los esfuerzos en algunos países (como la creación de la Guardia Nacional en México, las reformas legislativas en Argentina o el fortalecimiento de unidades de inteligencia criminal en Colombia y Perú), la reacción estatal ha sido insuficiente o descoordinada. Esto contrasta con la rapidez con la que se adaptan las organizaciones criminales.

Estas redes aprenden, cooperan y se diversifican más rápido que los marcos normativos y operativos diseñados para enfrentarlas. Una de las claves está en seguir el rastro del dinero y las armas, pero la falta de verificación en los registros de beneficiarios finales y la lentitud institucional en el uso de estos datos impide un control efectivo del financiamiento y logística criminal.

De esta forma, el narcoterrorismo doméstico, anclado en el delito de la extorsión y sostenido desde el interior de las cárceles, se ha convertido en una amenaza multilateral que afecta la seguridad ciudadana, la economía, la legitimidad estatal y el contrato democrático en su conjunto. Enfrentarlo exige no solo represión penal, sino una política integral de seguridad que articule inteligencia financiera, intervención social y reforma estructural del sistema penitenciario.

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