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¿Cómo podemos evitar otro apagón? Un análisis prospectivo sobre el futuro

Análisis

Artiom Vnebreaci Popa
Artiom Vnebreaci Popa
Licenciado en Filosofía y Letras por la UAB. Experto en Estudios Culturales y Estudios del Futuro. Máster en Mediterráneo Antiguo y Oriente Próximo por la UOC. Máster en Derechos Humanos por la UB. Posgrado en Análisis de Inteligencia por el Instituto Universitario Gutiérrez Mellado. Especialización en Ciencias del Islam, Experto en Estudios Iraníes y Técnico Avanzado en Dirección de Operaciones Psicológicas. Actualmente estudiante en EAE Business School: Transformación Digital; UGR: Máster en Estudios del Islam y Hebreo; UNED: Grado en Antropología. Es alumno certificado del Curso de HUMINT (nivel 1), Curso de Experto en Análisis de Inteligencia y Curso de Autoprotección en Conflictos Armados de LISA Institute.

El llamado Gran Apagón puso en evidencia la obsolescencia de muchos protocolos institucionales. En este análisis, Artiom Vnebraci Popa comparte las lecciones prospectivas para evitar otro apagón en el futuro.

El 28 de abril de 2025, España se detuvo. No es una metáfora, sino en sentido literal los semáforos dejaron de funcionar, los supermercados cerraron sus puertas, era imposible sacar dinero efectivo en los cajeros, los hospitales activaron protocolos de emergencia y, durante horas, millones de personas se vieron sumidas en un silencio incómodo, solo interrumpido por las conversaciones entre vecinos que salían a las calles.

El apagón eléctrico masivo dejó al descubierto una verdad incómoda: nuestra estructura social tan positivamente progresista en su avance tecnológico, es frágil y vulnerable. Nuestra dependencia de sistemas complejos y sus redes son entendidos por pocos. Pero más allá de señalar las deficiencias tecnológicas y/o políticas, lo que este evento demostró fue algo más profundo: aún y después de la ingenuidad comunitaria post-COVID, hemos perdido la capacidad de cuidarnos unos a otros sin intermediarios digitales.

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Primeras horas: reacciones, estafas, desinformación, ausencia de servicios y cooperación.

En las primeras horas del apagón, el pánico no vino tanto por la falta de luz como por falta de información. Los teléfonos móviles (convertidos en extensiones de nuestro cuerpo) se volvieron inservibles cuando las baterías se agotaron y los datos colapsaron. Las redes sociales se convirtieron en un espacio de rumores: desde teorías sobre ataques extranjeros hasta predicciones catastrofistas de un colapso global. Así, Telegram y WhatsApp se convirtieron en caldos de cultivo para estrategias de desinformación. En Barcelona, un mensaje falso sobre «saqueos organizados» llevó a comerciantes a cerrar sus persianas. En Granada, teorías sobre «ataques rusos» sembraron el pánico. Esto, junto a la incertidumbre de la ciudadanía de a pie, posibilitaron una amplificación de teorías desinformativas en relación con este fenómeno.

Aprovechando el caos y la incertidumbre, ciberdelincuentes pusieron en marcha la llamada «estafa del apagón»haciéndose pasar por compañías eléctricas o entidades oficiales para engañar a la gente y conseguir sus datos bancarios con la excusa de restablecer el servicio de forma prioritaria. Utilizaban llamadas telefónicas bien elaboradas con un tono técnico.

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Por otro lado, los protocolos de emergencia demostraron ser papel mojado. Los centros de coordinación dependían de la conexión a la red y comprobaron de primera mano que las soluciones digitales eran espejismos. Las apps de emergencia funcionaron deficientemente. Los pagos móviles fueron inhabilitados. Incluso los coches eléctricos se convirtieron en sarcófagos tecnológicos al agotarse sus baterías sin puntos de recarga operativos. En múltiples ciudades de la península, decenas de personas quedaron atrapados en ascensores inteligentes que carecían de apertura manual. Y aún más grave fueron los sistemas de telemedicina que debían permitir consultas urgentes resultaron inútiles sin conexión.

A su vez, los ayuntamientos que intentaron usar megafonía callejera descubrieron que gran parte de los altavoces y equipo técnico llevaba años sin mantenimiento. En Zaragoza, la policía local tuvo que recurrir a altavoces de furgonetas prestadas por empresas de sonido. Mientras, los hospitales de todo el país se vieron obligados a elegir qué salas iluminar; en otros sitios los quirófanos tuvieron que operar con linternas de móviles. Lo más preocupante fue comprobar cómo, en medio de la incertidumbre, muchos ciudadanos no tenían ni idea de cómo actuar. No sabían dónde se encontraban los centros de emergencia más cercanos, no tenían mapas físicos de su propia ciudad y, lo que es más grave: no conocían a sus vecinos. La paradoja como siempre es irónicamente cruelen la era de la hiperconectividad, nos encontramos más separados que nunca.

El dinero, o más bien la ausencia de él, se convirtió en otro problema crítico. En un país donde gran parte de las transacciones se hacen vía digital, la imposibilidad de pagar con tarjeta paralizó la economía más básica. Quienes no tenían efectivo guardado se encontraron con que no podían comprar alimentos, medicinas o gasolina. Las farmacias y los bares de barrios, comenzaron a anotar las deudas en libretas y papel. Pero no todos tuvieron esa suerte. En las grandes ciudades, algunos establecimientos simplemente cerraron, dejando a personas con necesidades urgentes sin recursos. Este episodio debería ser un recordatorio: el dinero físico no es un anacronismo, es un seguro de vida en un mundo donde lo digital puede esfumarse en segundos.

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Sin embargo, no todo fue caos. En algunos barrios y pueblos (especialmente aquellos donde aún persiste un tejido comunitario fuerte) la respuesta fue distinta. Vecinos que se conocían salieron a las calles para organizarse. En edificios con generadores solares, se priorizó dar energía a quienes necesitaban refrigerar medicinas. En zonas rurales, donde el abastecimiento no depende tanto de cadenas logísticas globales, la gente recurrió al trueque: leche por huevos, frutas por patatas. Estos pequeños actos de cooperación fueron la diferencia entre el descontrol y la resiliencia. No es casualidad que las comunidades menos afectadas por el pánico fueran aquellas donde la gente aún sabía cómo hablar entre sí sin necesidad de una pantalla.

Lecciones y escenarios prospectivos para un futuro

El llamado Gran Apagón puso en evidencia la obsolescencia de muchos protocolos institucionales. Los planes de contingencia (diseñados para crisis breves y cortoplacistas) no contemplaban un escenario de interrupción prolongada. Y lo más grave: la educación ciudadana en nuestro país en cuestión de emergencias brilla por su ausencia. Mientras en países como Japón o Suiza los niños aprenden desde pequeños cómo actuar en terremotos o cortes de energía, en España se sigue confiando en que el Estado resuelva todo por nosotros. Pero, ¿qué pasa cuando el Estado también depende de sistemas que pueden fallar?

La lección del 28 de abril es clara: la resiliencia no se decretase construye. No podemos seguir construyendo sociedades con puntos únicos de fallo. Necesitamos sistemas distribuidos, donde el colapso de un nodo no signifique el colapso de todo.

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De esta forma, las lecciones prospectivas para un futuro extraídas son las siguientes:

  • Descentralización energética. Los pueblos con energía local mediante paneles solares comunitarios o pequeñas hidroeléctricas mantuvieron la normalidad. España debe fomentar microrredes municipales autónomas en lugar de megaproyectos monopolizados por pocas empresas.
  • Respuesta de emergencia. Los equipos de emergencia estatales llegaron tarde debido a protocolos centralizados. Se debe de empoderar a los ayuntamientos con recursos locales y protocolos independientes.
  • Transporte y señalización. El colapso del sistema de control centralizado de semáforos causó caos vial. Japón, con señalización analógica de respaldo, nos muestra la necesidad de infraestructuras críticas resilientes, como semáforos con baterías solares y hospitales con pozos propios.
  • Importancia de lo humano. Barrios con redes de confianza preestablecidas gestionaron mejor la crisis. Recuperar la habilidad de la movilidad e inteligencia social, junto a la creación de microtejidos sociales comunitarios cooperativos en vez de individualismos competitivos promueve una recuperación más efectiva ante las múltiples crisis.
  • Comercio y economía local. La falta de efectivo paralizó la economía básica. Las cámaras de comercio deben establecer protocolos para mercados locales con listas de precios físicas y sistemas de crédito comunitario. El dinero en efectivo debe verse como un seguro vital.
  • Comunicaciones. Sin internet, la mayoría de la población no supo cómo ni dónde obtener información fiable. Es de primera necesidad radios de onda corta en centros públicos y señales visuales estandarizadas.
  • Atención médica. Las farmacias de barrio con neveras manuales y botiquines comunitarios con suministros básicos deben ser obligatorios.
  • Desinformación. Rumores sin control alimentaron el caos. Como tantas veces se ha demostrado, no solo la capacidad digital en relación con los bulos debe ser verificada, sino una actitud ciudadana de escepticismo sano debe ser promovida hacia las informaciones que circulan en momentos de crisis.
  • Cambio de modelo. Son de primera instancia leyes y protocolos que exijan redundancia en infraestructuras críticas, inversión en energías locales, y educación en resiliencia desde las escuelas y los barrios. El futuro se encuentra en nodos autónomos capaces de cooperar cuando todo lo demás falle. La verdadera resiliencia comienza en cada barrio y persona.

El futuro no pertenece a los más conectados, sino a los mejor preparados para desconectarse.

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