El papel de la Unión Europea en el orden mundial presenta ciertos interrogantes. Tras la aprobación del Tratado de Lisboa, la Unión Europea, consiguió personalidad jurídica propia y categoría de sujeto político. A partir de este momento, se ha integrado en diferentes organizaciones como la ONU. Miquel Ribas, alumno del Máster Profesional de Analista Internacional y Geopolítico y del Curso de Experto en China de LISA Institute, publica el cuarto artículo del Especial «¿De quién será el siglo XXI?», donde analiza el rol de la Unión Europea como actor global, sus fortalezas, limitaciones y los desafíos que enfrenta en este siglo.
La Unión Europea se ha convertido en una superpotencia económica junto con China y Estados Unidos, representando aproximadamente el 17% del PIB mundial y el 50% del gasto social total.
Sin embargo, a lo largo de los últimos años y, tras la crisis financiera de 2008, se han generado unas olas euroescépticas que discrepan de la función de la organización supranacional. Estas demandan volver a un sistema de Estado nación, como se ha visto con la decisión del Brexit o con el ascenso de formaciones vinculadas con posicionamientos de extrema derecha y de extrema izquierda. Dichas formaciones son críticas con la visión supranacional de la Unión y buscan reforzar la soberanía del Estado. Hechos que demuestran que la UE no está compacta y que estas divisiones internas están mermando su competitividad.
A pesar de que, a nivel genérico, el proyecto europeo se ha vinculado como un éxito, es necesario plantear su desarrollo para comprobar los vectores que han guiado la construcción europea. También es importante analizar el papel que esta pueda jugar en el futuro, especialmente en un momento en el cual, al menos internamente, está siendo cuestionada.
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Hay indicios de que la Unión Europea debe impulsar un nuevo enfoque hacia su arquitectura institucional. Esto sería crucial si realmente desea actuar como un polo de poder independiente y mantener la paridad, al menos económica, frente a EE.UU. y China.
Para ello, este análisis se dividirá en dos partes. La primera se centrará en examinar la construcción del proyecto europeo desde el fin de la Segunda Guerra Mundial hasta la crisis de 2008. Posteriormente, se indagará en los efectos que esta crisis ha tenido, cómo está afectando y cuáles son sus implicaciones en el papel que la Unión Europea pueda desempeñar en el sistema internacional en el futuro.
Orígenes de la Unión Europea: Paz duradera y contención soviética
Los orígenes de la Unión Europea se remontan al final de la Segunda Guerra Mundial (SGM). El proyecto se inició a partir de vectores tanto internos como externos. A nivel interno, los europeos buscaban una manera de terminar con la rivalidad entre las potencias, especialmente la franco-alemana, que había sido responsable de numerosos conflictos.
Entre ellos se incluyen las guerras franco-prusianas, la búsqueda de la venganza francesa con la reclamación de los territorios de Alsacia y Lorena, la Primera Guerra Mundial y, especialmente, la SGM. Para los europeos, la mejor manera de evitar un nuevo conflicto se basaba en la creación de una interdependencia económica que hiciera inviable otro enfrentamiento bélico.
Por otro lado, externamente, la URSS se había convertido en una superpotencia que se había apoderado de los territorios de Europa del Este, consolidándose como una superpotencia. Al mismo tiempo, la devastación de los estados europeos alarmó a Washington ante la posibilidad de que Moscú pudiera expandir su influencia en Europa Occidental, en un momento en que el comunismo resultaba atractivo para las destrozadas economías occidentales.
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Ambos proyectos se canalizaron a través de la Declaración Schuman, que dio lugar a la creación de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero y, posteriormente, al Tratado de Roma, el cual dio origen a la Unión buscando fomentar vínculos más estrechos e impulsar el crecimiento económico mediante el aumento del comercio.
Del mismo modo, la recuperación económica fue apoyada por Estados Unidos, que, a través del Plan Marshall, inyectó la liquidez necesaria para la reconstrucción europea. Al mismo tiempo, para contener el avance ideológico del comunismo soviético, las fuerzas políticas dominantes en Europa Occidental, los democristianos y los socialdemócratas, establecieron las bases de los llamados estados de bienestar para dar cobertura a los trabajadores a través de servicios públicos como la sanidad o la educación.
Sin embargo, el proyecto europeo no fue impulsado únicamente por los propios europeos, ya que contó con la tutela de Estados Unidos. Este país también estaba interesado en una Europa fuerte, no solo para frenar la expansión de la URSS, sino también para consolidar el nuevo sistema económico mundial que ellos mismos habían diseñado en Bretton Woods.
La influencia de Estados Unidos en la formación y dependencia de la Unión Europea
Franklin Roosevelt añadió, tras el fin de la SGM, que la era aislacionista de Estados Unidos había terminado. Bretton Woods consolidó el dólar como moneda hegemónica y a Estados Unidos como la única potencia capaz de generar superávits económicos y comerciales. Sin embargo, su sistema, dominado por el dólar, necesitaba crear amortiguadores económicos ante posibles crisis.
Para ello, Washington era consciente de que necesitaba potencias económicas poderosas con una moneda fuerte que le proporcionara ese amortiguador. Para ello, Washington quiso crear esas grandes potencias económicas capaces de generar excedentes cuyos centros se localizaron en Japón y Alemania. Paradójicamente, las potencias derrotadas se convirtieron en las vencedoras de la posguerra.
La decisión de elegir ambas potencias se basó en varios factores, pero en el caso alemán se tomó en el marco del objetivo de Washington de debilitar a sus dos principales competidores, Francia y el Imperio Británico. Se podría decir que Washington pretendía crear un imperio europeo subordinado a Estados Unidos con la Alemania Federal en el centro.
Se trataba de derrotar a Francia y al Reino Unido por la vía económica, haciéndoles absorber el superávit alemán, ya que según la economía, el superávit de una nación es el déficit de otra, en este caso los déficits francés, británico e italiano. Para Washington los europeos debían ganar dinero para gastarlo en importar productos estadounidenses, es decir sus excedentes.
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Bonn actuó fielmente según los deseos de Washington, en un contexto que contrastaba con el escepticismo de París. En este marco, De Gaulle propuso en 1961 el Tratado del Elíseo para enterrar la rivalidad con Alemania. Su propuesta incluía la creación de un Sistema Monetario Europeo Común, con el objetivo de establecer un eje europeo entre París y Bonn frente al mundo anglosajón.
Esta iniciativa reflejaba la debilidad de Europa frente a Estados Unidos. A Washington no le preocupaba que franceses y alemanes hubieran hecho las paces ni que intentaran reforzar la unidad europea. Sin embargo, lo que incomodaba a Washington eran las ideas del presidente francés, De Gaulle, sobre una Europa que se extendiera desde Lisboa hasta los Urales y que pudiera excluir a Estados Unidos.
De manera similar, en 1971, cuando Estados Unidos decidió de la noche a la mañana poner fin al sistema de Bretton Woods y expulsar a Europa, lo hizo expulsando a los europeos. La decisión de Nixon y del presidente de la Reserva Federal, Paul Volcker, fue una respuesta al cambio del papel de Estados Unidos, que pasó de ser una nación con superávits a una nación con déficits que tenía que absorber los superávits de Bonn y Tokio.
Para ello, Volcker cambió el enfoque generando flujos de capital europeos y japoneses hacia Wall Street para financiar los déficits anuales generados por la economía estadounidense. Se trataba en suma que los excedentes financieros de las grandes industrias europeas se reciclaran en Wall Street mientras los estadounidenses podrían seguir adquiriendo productos europeos.
Washington también impidió que Europa se liberara de su tutela militar. En 1952, los europeos intentaron crear su propia estructura militar a través de la Comunidad Europea de Defensa, con un ejército europeo integrado en la OTAN. Sin embargo, este proyecto quedó en papel mojado debido a las reticencias de Washington, que no deseaba que Europa alcanzara autonomía militar, y de Londres, que prefería actuar dentro de la OTAN. Esta organización siempre fue la piedra angular de la defensa europea.
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Todo esto demuestra que Estados Unidos nunca han estado interesados en una Europa fuerte e independiente, sino que han buscado subyugarla a sus intereses, tratándola en muchos casos como un señor feudal. No deja de ser una contradicción que EE.UU. naciera como oposición al sistema político europeo, principalmente contra Inglaterra, y que, tras la SGM, sean los propios Estados Unidos los que han impuesto su modelo (o su American Way of life) sobre los europeos.
Una integración no excesivamente eficiente: una Europa a dos velocidades
A pesar de la tutela de Washington sobre Europa y de las diferentes dinámicas que siguieron las economías de Alemania, Francia e Italia, la reconstrucción europea fue, en general, un éxito. En este proceso, las inversiones del Plan Marshall fueron clave, ya que permitieron recuperar la producción de preguerra en pocos años.
Al mismo tiempo, generaron rápidos niveles de crecimiento que incluso permitieron a estas naciones absorber mano de obra de economías del sur, económicamente más atrasadas. Para 1950, los niveles de producción previos a la guerra ya se habían recuperado, y para 1955 la productividad había aumentado un 26%.
En este contexto, la rápida recuperación económica junto con el descrédito de ideologías alternativas, fuertemente deslegitimadas, como el fascismo, el nazismo o el comunismo, consolidaron la democracia liberal como el sistema político dominante en Europa Occidental.
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De la misma manera, el proceso de ampliación no se llevó a cabo de manera eficiente, especialmente con los países del sur de Europa. El caso griego es paradigmático, ya que muchos miembros del gobierno francés no estuvieron de acuerdo debido a los desequilibrios macroeconómicos del país que debían resolverse antes de la adhesión. Sin embargo, el presidente francés Giscard d’Estaing defendió su adhesión para proteger la democracia, ignorando las advertencias de su gobierno.
Además, en el marco del Tratado de Maastricht, que sentó las bases de la moneda común, su estructura se basó más en los intereses de Francia y Alemania con el fin de estimular el crecimiento de los países del sur de Europa que, a pesar de su pobreza, no estaban endeudados a diferencia de los países del norte haciendo que deviniesen los clientes de los banqueros del norte.
Un hecho que propició el crecimiento económico de estos Estados a través del aumento del endeudamiento (privado y posteriormente público) y a través del desarrollo de sectores productivos destinados a absorber los excedentes financieros (ahorro e inversión) de los Estados del norte.
Paralelamente, la dinámica del bloque oriental, marcada por la crisis económica de la URSS, llevó a muchos socialistas europeos a aferrarse al dogma de que los mercados pueden autorregularse sin la intervención del Estado como ente corrector de los desequilibrios económicos. Esto generó modelos de crecimiento basados en economías de burbuja, que incrementaron sustancialmente el endeudamiento privado, mientras las instituciones carecían de mecanismos efectivos para minimizar los efectos una vez que estas burbujas estallaran.
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Sin embargo, el verdadero problema que planteó la UE fue el hecho de crear una unión monetaria en la que los Estados no tenían control sobre su dinero y al mismo tiempo no había responsabilidad democrática ni gobierno que apoyara al Banco Central.
Pensemos que, como afirmó el otrora todopoderoso ministro de Finanzas alemán, el democristiano Wolfgang Schäuble, la Unión Europea es una alianza de estados soberanos a los que les falta la voluntad de convertirse en una federación. Este concepto nunca ha estado en el ADN europeo y ha llevado a que las instituciones europeas sean, en gran medida, una duplicación de las de cada estado miembro, destinadas a manifestar una cierta legitimidad democrática.
Todo ello permitió la creación de una superpotencia económica atípica que carecía de mecanismos para amortiguar los efectos de una potencial crisis. Esto explica por qué el crack financiero tuvo un impacto sustancial que se saldó con una Europa más débil y más dividida internamente, mientras que EE.UU. y China salieron reforzados.
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