La aprobación el pasado 14 de mayo en el Parlamento georgiano de la «Ley de Transparencia sobre Inherencia Extranjera», que posteriormente fue vetada por la presidenta de ese país, expone una crisis política que apunta directamente a Rusia, uno de los principales beneficiados por esta ley. En este contexto, Moscú observa con atención un escenario, el Cáucaso, vital para sus intereses geopolíticos y de seguridad, particularmente ante las tentativas europeas por atraer a su esfera de influencia a países como Georgia y Armenia. En este artículo, Roberto Mansilla Blanco, alumno del Máster Profesional de Analista de Inteligencia de LISA Institute, analiza esta ley y sus desafíos.
En un contexto determinado por el aumento de la retórica belicista entre Rusia y Occidente, Georgia, país caucásico históricamente enmarcado dentro de la esfera de influencia rusa, pero que inició en diciembre pasado negociaciones de admisión en la Unión Europea (UE), ha logrado captar la atención geopolítica en los últimos días. La razón se debe a la tensión política generada sobre la aprobación parlamentaria de la Ley de Transparencia sobre Inherencia Extranjera, también conocida como «Ley Rusa» por sus similitudes con la que rige en Rusia desde 2022.
Esta ley fue inicialmente impulsada en marzo de 2023 por el primer ministro Bidzina Ivanishvili y el partido Sueño Georgiano (SG) En ese momento la ley fue retirada tras ser rechazada en primera votación parlamentaria en medio de protestas en las calles. El Parlamento georgiano retomó su discusión a comienzos de mayo de 2024, siendo finalmente aprobado el borrador el pasado 14 de mayo.
Siguiendo con los procedimientos reglamentarios, la ley pasó a manos de la presidenta georgiana Salomé Zurabishvili (también del partido SG), quien finalmente la vetó el pasado 19 de mayo. No obstante, el texto pasará de nuevo al Parlamento, con expectativas de ratificar su aprobación.
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Este contexto ha incrementado la tensión política y el malestar social de los sectores opositores que, contando con el apoyo desde Occidente, han generado un prisma dentro de la opinión pública hacia el gobierno de Ivanishvili calificándolo de presuntamente «prorruso». Durante semanas, la capital georgiana Tbilisi registró múltiples protestas ciudadanas, con represión y detenciones por parte de las autoridades.
En perspectiva geopolítica, la crisis georgiana ilustra una eventual ampliación hacia el Cáucaso del pulso que libran Rusia y Occidente desde la guerra en Ucrania. Este escenario afecta con mayor incidencia los imperativos de seguridad rusos en la región, que involucran al Cáucaso y Oriente Próximo.
El análisis examinará en qué medida la crisis georgiana y los pulsos ruso-occidentales en el contorno caucásico pueden repercutir en escenarios de mayor tensión y conflictividad para Moscú. Destacamos así:
1. Los intereses rusos y occidentales en torno a la Ley de Transparencia sobre Inherencia Extranjera, que inciden en sus expectativas por mantener a Georgia dentro de sus respectivas áreas de influencia;
2. La posibilidad de que el Cáucaso se convierta en un nuevo frente conflictivo para Rusia, con implicaciones hacia otros escenarios (Oriente Próximo) así como dentro de las alianzas estratégicas si no-rusas y occidentales.
Los intereses ruso-occidentales en torno a la Ley de Transparencia sobre Inherencia Extranjera
El pasado 1 de mayo, el Parlamento georgiano aprobó el proyecto de Ley de Transparencia sobre Inherencia Extranjera, anteriormente conocida como Ley contra Agentes Extranjeros, en la segunda de las tres votaciones necesarias.
La ley exige que los medios de comunicación, ONG y organizaciones sin ánimo de lucro sean registrados como «intereses de una potencia extranjera» en caso de recibir más del 20% de su financiamiento fuera del territorio georgiano. De acuerdo con un informe de la Unión Europea (2021), existen en Georgia entre 1.200 y 2.300 organizaciones civiles que reciben más de un 20% del financiamiento exterior y que, visto el contenido de la ley, podrían verse afectadas.
Los riesgos para estas entidades de la sociedad civil ante la etiqueta de «potencia extranjera» son variados. Cada seis meses, el Ministerio de Justicia georgiano llevará a cabo inspecciones sobre documentos y comunicaciones internas de estos organismos.
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Según los críticos de esta ley, entre los que destacan, además de la oposición georgiana, la UE, la OTAN y EE. UU., la «Ley Rusa» aleja a Georgia de la Unión Europea y la acerca a los imperativos geopolíticos del Kremlin. Así, el conflicto de intereses geopolíticos entre Rusia y Occidente se amplía directamente dentro del contexto político georgiano, en particular con la vista puesta en las elecciones parlamentarias previstas para octubre próximo. En juego está la hegemonía política de SG, en el poder desde 2012.
En un espacio político sumamente polarizado y atomizado, la tensión ha desatado una confrontación permanente entre sectores «pro occidentales», nacionalistas y «prorrusos», vigente en el país desde la denominada «Revolución de las Rosas» de 2003. Esta rebelión ciudadana acabó entonces con el gobierno de Eduard Shevarnadze (exministro de exteriores soviético considerado más próximo al Kremlin) a favor del pro occidental Mijaíl Saakashvili (2003-2011).
Los intereses rusos en Georgia
Rusia ha salido en defensa del gobierno de Ivanishvili argumentando una presunta inherencia occidental en las protestas. Moscú ha propagado la idea de que Occidente quiere recrear en el país caucásico, lo que ha denominado como un «intento de golpe de Estado», trazando un paralelismo con lo sucedido en Kiev con el Maidán de 2013-2014.
En ese momento y contando con apoyo occidental, la rebelión ciudadana en la capital ucraniana dio paso a la caída del gobierno de Víktor Yanukóvich, igualmente señalado de «prorruso», a favor de un giro político pro occidental manifestado en sus sucesores Petró Poroshenko (2015-2019) y el actual presidente Volodímir Zelenski. Por tanto, para Moscú resulta estratégico evitar cualquier atisbo de reproducción de un «nuevo Maidán» pro occidental en sus esferas de influencia euroasiáticas.
Asimismo, el gobierno de Ivanishvili ha debido manejar delicados equilibrios entre Rusia y Occidente. Si bien continuó con el esquema pro occidental de admisión en la UE, su gobierno se opuso a la aplicación de las sanciones occidentales contra Rusia tras la invasión de Ucrania en 2022. Ante esta situación, la opinión pública occidental no tardó en tildar a SG de ser un supuesto «delfín» del Kremlin, incluso acusándolo de adoptar un estilo autoritario. Por otro lado, SG denunció la presunta «inherencia occidental» en la crisis política georgiana.
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Ivanishvili y SG han contado con el estratégico apoyo de la Iglesia Ortodoxa georgiana, lo cual denota una interacción de intereses entre el poder político y las autoridades religiosas, un factor muy similar al que desde hace dos décadas mantiene Putin en Rusia. Esta variable podría implicar vías de conexión entre Moscú y Tbilisi a través del poder de influencia que mantienen las respectivas Iglesias ortodoxas nacionales tanto en la sociedad rusa como en la georgiana.
En lo relativo a las próximas elecciones parlamentarias, Ivanishvili estaría manejando la posibilidad de garantizar a su favor el apoyo de sectores más tradicionalistas, sean «prorrusos» o incluso nacionalistas. Tampoco se debe olvidar el peso del factor energético. Georgia depende en un 90% del suministro de petróleo y gas natural ruso, toda vez su territorio es ruta de tránsito de oleoductos y gasoductos del Mar Caspio hacia Rusia y Europa.
Moscú también tiene otras cartas a su favor. El Kremlin ha ofrecido negociar con el gobierno de Ivanishvili un acuerdo confederal en torno a Abjasia y Osetia del Sur, muy probablemente con la intención de zanjar cualquier reclamación territorial en caso de un eventual cambio de gobierno en Tbilisi a raíz de las elecciones parlamentarias. Tras la guerra ruso-georgiana de 2008 que derivó en la independencia de facto de Abjasia y Osetia del Sur, Moscú ha pasado a controlar un 20% de antiguo territorio georgiano, un contexto muy similar al que mantiene desde 2014 en Ucrania en torno a la península de Crimea y desde 2022 en el Este ucraniano, principalmente en el Donbás, territorios ahora «reintegrados» dentro de la Federación de Rusia vía referéndums no reconocidos por la mayor parte de la comunidad internacional.
Aunque algunos analistas observan la posibilidad de que Moscú esté negociando con Tbilisi un nuevo estatus para Abjasia y Osetia del Sur como una especie de «moneda de cambio» a favor de la aprobación de la «Ley Rusa», los objetivos del Kremlin estarían más bien enfocados en garantizar su seguridad regional, creando un cordón sanitario en el Cáucaso Sur similar al que mantiene actualmente en el Donbás y otras regiones del Este ucraniano.
Con ello, Rusia buscaría blindarse ante la posibilidad de un viraje pro occidental en Georgia, con el foco en las próximas elecciones parlamentarias. Toda vez que desarrolla líneas férreas para unir a Abjasia y Osetia del Sur con el territorio ruso, el Kremlin también permite inversiones chinas en infraestructuras en esas regiones.
Los intereses occidentales
Occidente también ha jugado sus cartas en Georgia. Al tiempo que la mayor parte del sistema mediático europeo mostró un visible apoyo al giro pro occidental georgiano, advirtiendo sobre los peligros de reorientación hacia Moscú por medio de la «Ley Rusa», durante las recientes protestas en Tbilisi fue notoria la presencia de los respectivos ministros de Exteriores de Lituania, Estonia e Islandia, todos ellos países miembros de la OTAN y, en el caso lituano y estonio, también de la UE, en apoyo a los manifestantes.
Mediante comunicado emitido por el comisario de Política Exterior de la UE, Josep Borrell, Bruselas dejó claras sus intenciones al calificar que «el espíritu y el contenido de la ley no están en consonancia con las normas y valores fundamentales de la UE. Socavará el trabajo de la sociedad civil y los medios de comunicación independientes, mientras que la libertad de asociación y la libertad de expresión son derechos fundamentales que están en el centro de los compromisos de Georgia como parte del Acuerdo de Asociación y de cualquier vía de adhesión a la UE».
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Este contexto define los imperativos geopolíticos occidentales en torno a Georgia y, por extensión, también hacia el resto de países del Cáucaso, en particular Armenia. De acuerdo a fuentes europeas, más del 80% de los georgianos manifiesta su apoyo a integrarse en la UE. Desde hace más de dos décadas, Bruselas ha incentivado este camino para el país caucásico: en 1999 Georgia ingresó en el Consejo de Europa, un organismo de defensa de la democracia y los derechos humanos antecesor de la UE.
En medio de la ampliación de la UE de 2004, Georgia fue incluida en la Política Europa de Vecindad (PEV); en 2014 firmó con la UE el Acuerdo de Asociación y el Acuerdo de Libre Comercio de Alcance Amplio y Profundo (ZLCAP) que le permitió a Tbilisi (al mismo tiempo que a Ucrania y Moldavia) acceder al mercado único europeo en determinados sectores económicos.
Amparadas por Bruselas, desde 2012 los gobiernos de SG han impulsado una serie de reformas con especial atención en la Ley de Desoligarquización y medidas de transparencia y lucha contra la corrupción, con la finalidad de allanar el camino a las negociaciones de ingreso georgiano.
En marzo de 2022, muy probablemente condicionada por la invasión militar rusa de Ucrania, Georgia pidió formalmente su admisión a la UE. Esta decisión, en palabras de Charles Michel, presidente del Consejo Europeo, supuso «una clara señal de esperanza para el pueblo georgiano y para todo el continente europeo»; una declaración que demostraba a las claras las intenciones geopolíticas de Bruselas de alejar a Georgia del área de influencia rusa.
La petición de admisión georgiana fue finalmente atendida el 14 de diciembre de 2023, cuando Bruselas aceptó iniciar negociaciones de ingreso para Tbilisi. Muy seguramente determinada por las tensiones ruso-occidentales, esta inmediatez europea por acelerar las negociaciones de admisión con países en la órbita de influencia rusa como Georgia, Ucrania y Moldavia contrasta claramente con el atasco y el distanciamiento mantenido desde hace décadas con otros aspirantes de mayor trayectoria para ingresar en la UE, como es el caso de Turquía, miembro de la OTAN y que en los últimos años ha mantenido una posición más autónoma de los imperativos geopolíticos occidentales, acercándose particularmente a Rusia y China.
Tras la aprobación de la «Ley Rusa», la presión de la UE hacia Georgia no se hizo esperar: Bruselas manifestó su intención de revisar sus relaciones con Tbilisi.
El Cáucaso: ¿un nuevo frente de guerra para Rusia?
Ante la posibilidad de perder influencias regionales motivadas por la inherencia exterior y las tendencias pro occidentales, Rusia se ha visto en la obligación de reacondicionar sus prioridades y alianzas en el Cáucaso y otras esferas geopolíticas.
Estos imperativos para Moscú se acrecientan tras el reciente desbloqueo en el Senado estadounidense de 61.000 millones de euros en ayuda para una Ucrania escasa de efectivos militares y de armamento para contrarrestar la previsible ofensiva rusa a gran escala. Una ofensiva en la que Moscú, con apoyo militar de aliados como Corea del Norte, Irán y China, delinea una fase decisiva para intentar definir a su favor, a mediano plazo, el curso de la guerra en Ucrania.
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Expectante ante la posibilidad de éxito de esta ofensiva militar, el Kremlin no descarta una eventual negociación en Ucrania condicionada por la incapacidad de Kiev para mantener el esfuerzo de guerra así como del posible desencanto y hartazgo occidental en su ayuda a Ucrania que pueda terminar resultando estéril. A través de esta eventual negociación, el Kremlin sopesa imponer unas condiciones que impliquen para Kiev y Occidente aceptar el status quo de división política y territorial del territorio ucraniano.
No obstante, Occidente no parece persuadido a seguir, al menos de momento, esas expectativas rusas. Mientras acelera la ayuda militar a Ucrania, EE. UU. y Europa ansían observar un giro político ‘antirruso’ en Georgia, sea por la vía de las protestas o ante las próximas elecciones parlamentarias.
Muy concentrada en el frente bélico ucraniano, Rusia busca evitar la caída de un peón estratégico como Georgia. Pero las presiones occidentales podrían implicar para el Kremlin atender una serie de escenarios conflictivos, una especie de «guerra de dos frentes» desde Ucrania hasta el Cáucaso.
Armenia y Azerbaiyán
Ante esta situación, Moscú viene adelantando un reordenamiento de sus prioridades estratégicas en el Cáucaso. Tras las breves guerras entre Azerbaiyán y Armenia por el control del enclave de Nagorno Karabaj (2020-2021 y 2023) y contando tácitamente con el apoyo de aliados como Turquía, Irán y China, Moscú ha profundizado sus lazos con una potencia energética y cada vez más militar como Azerbaiyán con el objetivo disuasivo de mantener el equilibrio de poder regional. Como también sucede en el caso georgiano, la baza energética es un arma geopolítica, estratégica y de influencia para Moscú en Armenia, igualmente dependiente del gas y petróleo rusos.
La victoria militar relámpago de Azerbaiyán sobre Armenia por el control de Nagorno Karabaj en 2023 y el anuncio en abril pasado de la salida de los 2.000 efectivos militares rusos allí establecidos desde 2021 como fuerzas de paz reacondiciona el equilibrio militar y geopolítico regional. Este contexto anuncia la tácita configuración de un eje ruso-azerí como disuasión estratégica ante una Armenia que, como Georgia, también ha mostrado sus expectativas de orientación pro occidental, tal y como defiende en Ereván el gobierno del presidente Nikol Pashynian.
No obstante, este contexto comienza a complicar la situación del presidente armenio, particularmente ante la reciente movilización ciudadana en su contra impulsada por sectores nacionalistas y de la Iglesia armenia, molestos por la derrota militar en Nagorno Karabaj y el éxodo de compatriotas de origen armenio. Con ello, y mientras intenta mantener su influencia en Tbilisi, Moscú también observa con atención la posibilidad de que las protestas en Ereván impliquen una especie de «Maidán a la inversa» que, eventualmente, propicie la caída de Pashynian y un retorno de la influencia rusa en Armenia.
En esta ecuación geopolítica, Rusia y Occidente pujan por mantener sus respectivas esferas de influencia en Georgia y Armenia como puerta de acceso al Cáucaso, Oriente Próximo y Asia Central.
El islamismo yihadista
Por otro lado, Moscú también observa con atención la posibilidad de retorno de algunos reductos del islamismo radical, tal y como se observó con el atentado terrorista de Moscú del pasado 22 de marzo. Mientras repetía hasta la saciedad la existencia de una presunta autoría ucraniana detrás del atentado, Moscú terminó enfocando su atención en supuestos terroristas islamistas, principalmente de origen tayiko.
El Cáucaso y Asia Central han sido tradicionales focos de irradiación del islamismo yihadista y de células terroristas afines contra lo que denominan como la «infiel Rusia», intentando así atizar un sentimiento antirruso entre sus poblaciones musulmanas. La intervención militar rusa en Siria a partir de 2015 en apoyo al régimen de Bashar al Asad significó también un argumento sostenido por el islamismo yihadista, especialmente por parte del Daesh, también conocido como Estado Islámico, para atentar contra objetivos rusos.
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Esto ha llevado al Kremlin a intentar manejar delicados equilibrios internos con respecto a sus poblaciones de origen musulmán. Aquí se resaltan algunas variables importantes como la lealtad de las autoridades y efectivos militares chechenos al esfuerzo bélico ruso en Ucrania así como la posibilidad de acentuarse recelos dentro de la sociedad rusa hacia inmigrantes caucásicos y centroasiáticos a raíz del reciente atentado en Moscú.
Temiendo conatos de xenofobia y de detenciones arbitrarias dentro del territorio ruso, los gobiernos de Tayikistán y Kirguizistán han recomendado a sus ciudadanos no viajar a Rusia. El factor lingüístico también ha entrado en juego: los gobiernos tayiko y kirguizo se resisten a adoptar las expectativas de Moscú por reforzar en esos países el uso del idioma ruso, un aspecto que también puede reproducir reivindicaciones nacionalistas históricas en Asia Central.
Oriente Próximo
Más allá de la presencia rusa en Siria y del actual contexto de guerra en Gaza, el nuevo panorama regional también implica escenarios de atención para la seguridad y los imperativos geopolíticos rusos.
El reciente fallecimiento del presidente iraní Ibrahim Raïsi tras un accidente aéreo el pasado 19 de mayo supone para el Kremlin un revés importante. Además de Turquía y Qatar, Irán es un aliado estratégico ruso tanto a nivel regional como en lo relativo a la ayuda militar al esfuerzo bélico en Ucrania.
La desaparición de Raïsi implica para el Kremlin observar con atención cómo se definirá la situación interna en Irán, que deberá celebrar nuevas elecciones presidenciales el próximo 28 de junio. Esto lleva a atender los nuevos equilibrios de poder en Teherán en un contexto de volatilidad e inestabilidad regional determinado igualmente por el reciente enfrentamiento directo entre Israel e Irán, cuyas repercusiones de «guerras híbridas» también se hacen sentir en otros contextos como Siria, Líbano, Irak y Yemen.
El pulso entre el eje sino-ruso y Occidente
Más allá del Cáucaso y de Oriente Próximo, existen otros escenarios que Moscú atiende con visión estratégica para sus intereses geopolíticos y de seguridad. En medio de la crisis georgiana, el presidente ruso Vladímir Putin inició una visita oficial de dos días a Beijing (16-17 de mayo) con la finalidad de reforzar la relación estratégica con su homólogo chino, Xi Jinping.
La cumbre Xi-Putin supone para Moscú fortalecer un marco vital de alianzas en un contexto de creciente confrontación con Occidente. El intento de asesinato del jefe de gobierno eslovaco Robert Fico, así como anteriormente sucediera con su homólogo serbio Aleksandar Vučić, enturbiaron aún más este clima de tensión ruso-occidental; los gobiernos y medios europeos califican a Fico y Vucic como «prorrusos», un argumento que el Kremlin también ha utilizado de manera defensiva para denunciar la posibilidad de desatarse una mayor «rusofobia» en Europa con el foco en la guerra en Ucrania.
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Antes de la visita de Putin, Xi había iniciado su primera gira por Europa en cinco años, que le llevó a Francia, Serbia y Hungría, estos dos últimos países también aliados del eje sino-ruso. En Budapest, Xi informó sobre la próxima apertura de una fábrica de coches eléctricos, un anuncio que generó temores en Occidente en cuanto a la potencialidad tecnológica china en pleno centro europeo ante la sintonía geopolítica entre Xi y el presidente húngaro Viktor Orbán.
Una semana antes de su viaje a Beijing, Putin inició oficialmente el pasado 6 de mayo un nuevo mandato presidencial con un cambio sustantivo en las esferas de poder en el Kremlin: la destitución de Serguéi Shoigú como ministro de Defensa y su sustitución por el tecnócrata y economista Andréi Beloúsov, hasta ahora viceprimer ministro. Este golpe de timón de Putin pareciera encaminar al reordenamiento de las fuerzas armadas y de la economía rusas a través de una reforma que imprima una mayor eficacia para mantener el esfuerzo bélico en Ucrania, así como de consolidar la iniciativa militar ante la OTAN.
Toda vez Shoigú pasa ahora a ocupar el cargo como nuevo secretario del Consejo de Seguridad, Putin mantiene a otro de sus aliados, el general Valeri Gerásimov, como jefe del Estado Mayor. Este enroque en las altas esferas políticas y militares define a Gerásimov como el encargado principal de la planificación y la dirección de la guerra en Ucrania; mientras que la experiencia en el área económica de Beloúsov buscaría mejorar la coordinación entre las diferentes instancias directamente implicadas en la «economía de guerra». Por otro lado, Putin también asciende a otro aliado, Nikolái Patrushev, ex secretario del Consejo de Seguridad, ahora como nuevo consejero personal.
Con estos movimientos, Moscú busca crear una tenaza de contención que le permita repeler las tentativas occidentales por alejar a Ucrania y Georgia de las esferas de influencia rusas. Los recientes acontecimientos dan a entender los alcances de este pulso geopolítico entre los ejes sino-ruso y el occidental, especialmente dentro del espacio euroasiático.
Mientras Europa busca crear un sistema defensivo alternativo a la OTAN y con la vista en el «enemigo ruso», el presidente francés Emmanuel Macron anunció la posibilidad de enviar tropas francesa de la Legión Extranjera a Ucrania. La respuesta de Putin ha sido aprobar maniobras nucleares cerca de la frontera con Ucrania como efecto disuasivo. Toda vez este pulso entre alianzas geopolíticas tiene igualmente incidencia en el Sahel africano, donde París ha perdido esferas de influencia (Níger, Burkina Faso) precisamente a favor del eje sino-ruso.
Otro contexto son las elecciones al Parlamento europeo de junio próximo. Bruselas muestra su preocupación ante el presunto efecto que puedan tener los canales de desinformación tanto rusos como chinos a través de las alianzas políticas y el ascenso electoral vía partidos populistas y euroescépticos, algunos de ellos de extrema derecha y otros también señalados como «prorrusos», dentro del próximo Parlamento europeo para el período 2024-2029.
Al igual que Rusia, China también interpreta que Occidente, con EE. UU. a la cabeza, busca quebrantar la solidez de un eje sino-ruso desafiante para la hegemonía «atlantista». Occidente presiona cada vez más a Beijing por su apoyo a Rusia en la guerra de Ucrania; toda vez Washington sigue buscando vías indirectas y alternativas con la finalidad, hasta ahora infructuosa, de alejar a Moscú de su alianza con Beijing. En perspectiva, la crisis georgiana es un apéndice más del pulso geopolítico global entre los ejes sino-ruso y occidental.
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