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Bioterrorismo y agroterrorismo: las amenazas invisibles que podrían colapsar el planeta

Análisis

Artiom Vnebreaci Popa
Artiom Vnebreaci Popa
Licenciado en Filosofía y Letras por la UAB. Experto en Estudios Culturales y Estudios del Futuro. Máster en Mediterráneo Antiguo y Oriente Próximo por la UOC. Máster en Derechos Humanos por la UB. Posgrado en Análisis de Inteligencia por el Instituto Universitario Gutiérrez Mellado. Especialización en Ciencias del Islam, Experto en Estudios Iraníes y Técnico Avanzado en Dirección de Operaciones Psicológicas. Actualmente estudiante en EAE Business School: Transformación Digital; UGR: Máster en Estudios del Islam y Hebreo; UNED: Grado en Antropología. Es alumno certificado del Curso de HUMINT (nivel 1), Curso de Experto en Análisis de Inteligencia y Curso de Autoprotección en Conflictos Armados de LISA Institute.

El bioterrorismo, el agroterrorismo y el ecoterrorismo representan formas emergentes de conflicto que atacan directamente nuestra salud, alimentos y ecosistemas. En este análisis, Artiom Vnebraci Popa explora cómo estas amenazas, lejos de ser nuevas, han evolucionado con la biotecnología y la guerra híbrida, poniendo en jaque la seguridad global. Con casos históricos y escenarios actuales, se revela la urgencia de construir una arquitectura internacional de bioseguridad que anticipe y neutralice estos riesgos sistémicos.

La seguridad alimentaria, las cadenas de logísticas de producción, y el acceso al agua potable son pilares fundamentales de la estabilidad social y económica de cualquier pueblo. Sin embargo, a lo largo de la historia, estos recursos han sido objeto de ataques deliberados con el fin de causar caos, hambruna o desestabilización política. El bioterrorismo, el agroterrorismo y el ecoterrorismo representan amenazas silenciosas pero devastadoras, capaces de paralizar sistemas logísticos de producción, almacenaje y distribución. Desde la antigüedad, ejércitos y grupos hostiles han utilizado patógenos, plagas y sabotajes ambientales como armas de guerra. Actualmente, en un mundo globalizado y tecnológicamente interconectado, estos riesgos son más complejos que nunca.

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El caso del bioterrorismo

El bioterrorismo no es un fenómeno contemporáneo. Su genealogía se remonta a la Antigüedad en uno de los primeros registros del siglo VI a.C., cuando los asirios contaminaron pozos con cornezuelo de centeno. Siglos más tarde, durante el asedio de Caffa en 1346 d.C., los mongoles catapultaron cadáveres infectados con peste bubónica dentro de las murallas de la ciudad, contribuyendo a la propagación de la Peste Negra en Europa. Este acto no solo demostró el poder psicológico de las armas biológicas, sino también su capacidad de causar pandemias arrasadoras.

Así, el caso del terrorismo biológico se define por la diseminación intencional de agentes biológicos. Sus medios de violencia son los microorganismos (patógenos, virus, bacterias, toxinas), los insectos o los hongos.

En la modernidad, la Primera Guerra Mundial marcó un punto de inflexión. Alemania experimentó con el ántrax para infectar el ganado de sus enemigos, afectando así, la logística alimentaria de las tropas contrarias. Sin embargo, fue durante la Segunda Guerra Mundial cuando el bioterrorismo alcanzó niveles altos de sofisticación. La japonesa Unidad 731 llevó a cabo experimentos con prisioneros de guerra infectándolos con patógenos como la peste, el cólera y la viruela. Estos programas sentaron las bases para el desarrollo de armas biológicas en la Guerra Fría, donde tanto Estados Unidos como la Unión Soviética investigaron agentes como el ántrax y la toxina botulínica.

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De esta forma, el terrorismo biológico y sus nuevas vertientes tomaron partido en la preocupación de las múltiples instituciones y masas populares contemporáneas. Esto se debe, por un lado, al cambio en el papel y lugar del terrorismo como tal en el sistema de amenazas globales y, por otro: al rápido desarrollo de las ciencias químicas, biológicas y ambientales. Estos desarrollos posibilitan nuevos usos de técnicas y tecnologías emergentes con posibilidad de ser utilizados por actores terroristas, gobiernos autoritarios y/o totalitarios, corporaciones privadas o individuos aislados. Pero la renovación de tal vertiente no ha de desdibujar su genealogía histórica. 

El terrorismo clásico se define por el uso sistemático de la violencia y sus respectivas modalidades con el fin de crear pánico real o imaginario en un segmento concreto de la sociedad, promoviendo así, su autoría y agenda. Pero, actualmente, tal definición es difícilmente aplicable, ya que la línea entre el terrorismo y otros múltiples actos de agresión se ve desdibujada e insertada en las técnicas de guerra híbridas situadas en la denominada zona gris.

Otro apunte: el agroterrorismo

Si el bioterrorismo se centra en el uso de patógenos contra humanos, el agroterrorismo ataca directamente la producción de alimentos. Su objetivo es generar escasez, colapsar economías y provocar crisis sociales. En la antigüedad, las tácticas de tierra quemada eran comunes: ejércitos destruían cultivos y envenenaban tierras para dejar al enemigo sin recursos. Durante las Guerras Napoleónicas, esta estrategia fue ampliamente utilizada, y en la Guerra Civil estadounidense, el general Sherman aplicó una política de devastación total en su marcha hacia el Sur quemando plantaciones y almacenes de alimentos. A su vez, históricamente, el envenenamiento de aguas ha sido una táctica también recurrente: en la Segunda Guerra Mundial las SS alemanas contaminaron pozos en Europa del Este con bacterias de tifus para diezmar poblaciones tanto a nivel físico como moral.

En el siglo XX, la investigación militar se enfocó en el desarrollo de armas biológicas contra cultivos. Estados Unidos y la URSS estudiaron hongos como la Puccinia graminis (roya del trigo) capaz de arrasar cosechas enteras. En el año 1984, un ataque real demostró el peligro del agroterrorismo moderno: seguidores del culto Rajneesh contaminaron ensaladas en restaurantes de Oregon con Salmonella, intoxicando a más de 750 personas para que no pudiesen votar en las elecciones locales. Hoy, el agroterrorismo puede manifestarse de múltiples formas: introducción de plagas en cultivos, sabotaje de maquinaria agrícola vía ciberataques, bioingenieria genética de las semillas o el uso de drones para esparcir patógenos en granjas.

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La dependencia de sistemas automatizados y cadenas de suministro globalizadas aumenta la vulnerabilidad. Así, durante los últimos años, se ha producido un incremento del agrocrimen animal, y el agroterrorismo como fórmula de eliminación de cosechas y capacidades logísticas de ciertas zonas de nuestro planeta. Esta tipología de amenaza conlleva la posibilidad de destrucción directa de fuentes de alimentos de origen vegetal y animal, lo que puede desestabilizar la seguridad alimentaria de toda una región o país durante un largo período.

Cabe destacar que la mayoría de las armas potenciales del agrobioterrorismo existen y han sido creadas por la propia naturaleza. Múltiples virus, bacterias y hongos se encuentran adaptados por el propio ecosistema en términos de su dispersión efectiva en la naturaleza a través de una variedad de factores bióticos y abióticos. Por ende y a modo de ejemplo, las esporas de los hongos pueden infectar cultivos en una gran variedad de condiciones ambientales y a su vez, muchas bacterias son productoras de toxinas que provocan el desuso de productos agrícolas. Así, no es ningún secreto que tales patógenos son relativamente fáciles de obtener y utilizar.

El terrorismo ambiental (o el mal llamado: «ecoterrorismo»)

A diferencia del bioterrorismo y el agroterrorismo, el terrorismo ambiental no siempre busca dañar directamente a humanos, sino que ataca ecosistemas y recursos naturales para causar impacto económico o la desestabilización. En la Segunda Guerra Mundial, los británicos desarrollaron bombas especiales para destruir represas alemanas, inundando regiones industriales clave. En nuestro siglo, grupos como el ISIS o el Daesh han quemado cosechas y envenenado ríos en Irak como estrategia militar. En tiempos de paz, grupos ambientalistas han utilizado tácticas similares para presionar a gobiernos y empresas. Aunque sus motivos pueden diferir, los métodos (como el sabotaje de oleoductos o la liberación intencional de contaminantes) muestran cómo el medio ambiente puede convertirse en un campo de batalla.

Este modelo muestra una nueva forma sutil de conflicto contemporáneo: el ecoterrorismo no solo como arma sanitaria, sino económico-táctica. El sonado brote de fiebre aftosa en Reino Unido en el año 2001 demostró su ironía: con cero muertes humanas, generó pérdidas de 8,000 millones de libras y una crisis social que incluyó olas de suicidios entre agricultores. Si pensamos tal tipología de brotes como posibles ataques futuros, no haría falta ninguna muerte física para colapsar sanitariamente un país o una región, o desestabilizar una sociedad entera en todas sus modalidades. Además, los nuevos ataques ecoterroristas pueden beneficiarse de la negación plausible que ofrece el cambio climático y el comercio global, ya que el 30% de los brotes recientes tienen origen indeterminado según la OIE (permitiendo así, camuflar ataques como fenómenos naturales).

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Aunque iniciativas como el banco de semillas de Svalbard o sistemas de IA predictiva buscan contrarrestar estas amenazas, persisten múltiples vacíos críticos: la Convención sobre Armas Biológicas no regula explícitamente patógenos agrícolas y solo el 40% de los países tienen capacidad de prevención avanzada. En un mundo donde la seguridad alimentaria es tan estratégica como la energética, el ecoterrorismo representa una vulnerabilidad sistémica que exige cooperación internacional, pues, como reveló la COVID-19, las crisis biológicas no saben de fronteras ni sectores sociales.

Conclusiones

La historia de la humanidad se encuentra marcada por un hilo: la transformación de los elementos más básicos de la supervivencia como alimentos, agua y ecosistemas en armas de desestabilización. Desde los asirios envenenando pozos hasta los modernos ataques a cadenas de suministro globalizadas, el patrón se repite con sutil sofisticación. Actualmente nos enfrentamos a una encrucijada crítica donde la convergencia de la biotecnología, la inteligencia artificial y el cambio climático ha constituido un panorama de amenazas disruptivas. Los signos de alerta son claros: brotes que desafían los patrones epidemiológicos conocidos; cepas con resistencias inexplicables; afectaciones simultáneas a humanos, animales y cultivos en zonas geográficas dispares.

Ante este escenario, la respuesta debe ser tan multifacética como las amenazas mismas. Son de primera necesidad redes de vigilancia epidemiológicas equipadas con secuenciación genómica avanzada, y algoritmos predictivos capaces de distinguir entre brotes naturales y artificiales. También, será de existencia crítica las reservas estratégicas descentralizadas de antídotos, semillas resilientes y vacunas veterinarias protegidas contra todo tipo de conflicto. A su vez, los protocolos de respuesta rápida deberán incluir equipos forenses móviles con capacidad de análisis in situ, mientras los marcos legales internacionales deben actualizarse para regular la biología sintética y tipificar el agroterrorismo como crimen contra la seguridad alimentaria global.

La línea entre guerra, terrorismo y crimen organizado se difumina en este nuevo panorama. Lo que antes requería ejércitos y complejos industriales militares, hoy puede lograrse con conocimientos especializados y acceso a laboratorios de biología sintética cada vez más asequibles. Frente a este desafío, la cooperación internacional ya no es una opción, sino un imperativo de supervivencia.

Una arquitectura global preventiva que combine la agilidad de la inteligencia artificial con el juicio humano experto; que una a virólogos con expertos en seguridad cibernética; a agricultores con analistas de inteligencia será un sistema de bioseguridad tanto resiliente como productivo.

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