En medio de un conflicto que ha sacudido a Europa y redefinido alianzas internacionales, la guerra en Ucrania se convierte en un complejo tablero de intereses geopolíticos. Estados Unidos, uno de los actores más influyentes, ha intensificado sanciones, enviado ayuda militar y fortalecido su presencia en el continente europeo. Pero ¿qué motiva realmente esta postura? Miquel Ribas, alumno del Máster Profesional de Analista Internacional y Geopolítico y el Curso de Experto en China de LISA Institute, explica si el apoyo de Washington responde a la defensa de la democracia o si busca, en el fondo, debilitar a Rusia y consolidar su hegemonía global.
A lo largo de la última semana de septiembre ha tenido lugar en Nueva York la celebración de una reunión de líderes mundiales. En ella se han tratado una gran cantidad de temas relacionados con los problemas actuales en el mundo, principalmente las acciones militares de Israel en Oriente Próximo. Estas acciones se han intensificado tras el inicio de las hostilidades de Israel contra la milicia de Hezbolá en el Líbano.
En esta reunión también ha participado el presidente ucraniano, Volodímir Zelenski, con objeto de buscar apoyos internacionales para un plan de paz que ponga fin a la guerra. Un objetivo poco realista a tenor del Kremlin, el cual critica a Kiev de buscar imponer un plan de paz o de victoria, pues busca forzar a Rusia a la paz, algo que para el Kremlin no es factible. Un plan de paz que parece que Zelenski ha insistido recientemente con una maratón diplomática por Europa para conseguir apoyos que logren sentar a Moscú en una mesa de negociación para la paz.
Durante el transcurso de la guerra, se ha intentado comprender las razones que llevaron a Putin a organizar la llamada operación militar especial en Ucrania. Esta intervención buscaba, según él, derrocar al supuesto gobierno fascista ucraniano, al que acusa de seguir los principios del controvertido líder nacionalista Stepan Bandera.
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No obstante, hay que dejar claro, como afirma Noam Chomsky, que aunque Putin pueda tener sus razones, esto no significa que tenga razón. En este punto, la operación militar especial rusa es, y debe ser, considerada como un crimen de guerra, al igual que lo fue la invasión de la Alemania Nazi sobre Polonia en 1939 o la invasión de Irak por parte de EE.UU. en la Segunda guerra del Golfo (Chomsky, 2022, pág. 53).
Rusia, Ucrania y el papel de Estados Unidos: una lucha de poder más allá del conflicto militar
A lo largo del siglo XXI, el poder militar ha ido perdiendo relevancia en favor de otros elementos de poder como pueda ser el económico o el mediático/propagandístico, el cual ha tenido un éxito significativo al crear un estereotipo del presidente ruso, como el líder que va a restaurar el Imperio ruso/soviético (Taibo, 2022). De este modo, se ha dado mucho interés en caricaturizar al líder ruso como un nuevo zar, cuyo objetivo gira en torno a la restauración del Imperio ruso/soviético. No obstante, más allá de la importancia que se ha intentado dar a los argumentos de Moscú, nadie se ha esforzado en entender las razones de Washington para apoyar a Ucrania.
En este aspecto, el discurso mayoritario articulado en torno a la guerra es que se trata de una contienda bélica entre unos ucranianos que luchan por la libertad y la democracia. Desde la independencia de la URSS, Ucrania nunca ha sido considerada democracia plena, sino más bien como un Estado cleptocrático oligárquico similar al de la Rusia de Yeltsin frene a los imperialistas rusos (Taibo, 2022). Esta visión es simplista en tanto en cuanto en Ucrania se están librando como mínimo tres guerras. Por un lado, una guerra intraucraniana entre la parte occidental más vinculada a Polonia, al catolicismo y a un nacionalismo de matriz rusofóbo, frente a las partes orientales más rusófilas. Por otro lado, una guerra entre Ucrania y Rusia y finalmente una guerra entre Rusia y la OTAN, derivada del apoyo occidental que está recibiendo Kiev.
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No obstante, hay una derivada de la guerra que no ha sido explorada y que, en este punto, merece ser mencionada. Esta hipótesis se centra en si esta contienda es un objetivo de Washington para debilitar a Europa e instaurar un nuevo orden en Europa. En otras palabras, una guerra de Estados Unidos contra Europa.
Estados Unidos: un imperio en declive
Antes de analizar el papel que Washington ha venido jugando en la guerra de Ucrania, es preciso remontarse a algunos antecedentes que explican el dilema que vive Washington desde el fin de la Guerra Fría y el inicio del siglo XXI.
Tras el colapso de la URSS, Washington desarrolló una doctrina de seguridad nacional orientada a impedir que ninguna potencia alcanzara un nivel de influencia similar al que tuvo la Unión Soviética durante la Guerra Fría. Esta estrategia buscaba asegurar su preeminencia global y preservar un orden liberal basado en las reglas del Consenso de Washington. Sin embargo, aunque se promovía una defensa multilateral, Estados Unidos no renunciaba a actuar unilateralmente si consideraba que sus intereses fundamentales estaban en riesgo.
Así, el uso de la fuerza militar se contemplaba cuando lo estimara necesario, como ocurrió en la Primera Guerra del Golfo, cuando EE. UU., al frente de una coalición internacional, no dudó en imponer un severo castigo militar a las fuerzas iraquíes de Sadam Huseín. Los objetivos de este conflicto incluían demostrar su poder militar para disuadir a potenciales rivales de desafiar su liderazgo y dejar claro que podía actuar unilateralmente y con fuerza si sus intereses se veían amenazados, en línea con los principios de la Doctrina Wolfowitz.
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Merece la pena, en este punto, detenerse en la Primera guerra del Golfo, ya que muestra muchos paralelismos con la situación ucraniana. Putin, antes de autorizar el inicio de la operación militar especial, desplegó unos 100.000 hombres junto con equipamiento militar (tanques, blindados, carros de combate, etc.) en la frontera durante una semana, sin que ninguna potencia diese algún gesto disuasivo.
En el caso de la guerra del Golfo, Sadam Huseín hizo un movimiento similar desplegando 100.000 efectivos en la frontera criticando la negativa de Kuwait a condonar la deuda que Bagdad adquirió durante la guerra Irán-Irak junto con el incremento de la producción del petróleo por parte de Kuwait para bajar los precios. Una acción que menguaba los ingresos de Bagdad derivados de la dependencia de la economía iraquí en la exportación de hidrocarburos al descender los precios de estos (Sphor, 2020).
No obstante, hay que señalar que, Saddam manifestó sus críticas hacia la embajadora estadounidense en Bagdad, la hipótesis de invadir Kuwait. A esta hipótesis, la representante del gobierno estadounidense en Bagdad respondió de manera ambigua. En cierto modo, vino a decir que los asuntos del mundo árabe debían ser decididos entre los países árabes y que Washington no intervendría. Una respuesta que parecía dar a entender a Saddam que disponía de carta blanca a su intervención militar. Una situación que refleja muchos paralelismos con la situación de la decisión del Kremlin de ordenar la operación militar especial en Ucrania.
Del mismo modo, desde los inicios del siglo XXI, los EE.UU. están entrando en una fase de declive y en una cuestión dilemática sobre su papel de potencia hegemónica mundial que obtuvo tras la implosión de la URSS. Las tendencias y dinámicas del siglo XXI han constatado que el llamado «Fin de la Historia», concepto elaborado por parte del diplomático estadounidense Francis Fukuyama basado en la victoria del liberalismo como único sistema económico, ha sido un espejismo.
Los Estados Unidos, a pesar de ser la mayor potencia en muchos aspectos de poder, ya no son la potencia hegemónica heredada tras el fin de la URSS. El mundo unipolar que emergió en 1991 ya no existe y ahora, a pesar de que no hay concepto unánime en torno a la polaridad de poder y el orden, podría decirse que han emergido múltiples focos de poder con la existencia de una potencia emergente capaz de cuestionar y disputar el liderazgo mundial: China.
Los eventos que han demostrado esta crisis, aunque seguramente no pueda clarificarse de decadencia considerando que aún son la primera potencia económica mundial y militar, sí reflejan síntomas de declive son la retirada de Kabul que ha representado el fracaso absoluto de la guerra de Afganistán donde los EE.UU. han permanecido más de veinte años. A pesar de los esfuerzos bélicos y económicos que han llevado a cabo junto con sus aliados de la OTAN y el gobierno afgano, han sido incapaces de derrotar a una organización paramilitar.
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Una situación que les ha generado un desprestigio mayor al que sufrió la URSS al retirarse de Afganistán en 1989. Un hecho que se ha constatado con la retirada de Kabul, que recordó a la de Saigón, derivada de la rapidez en la que se dio el avance talibán en los últimos compases donde según Antony Blinken, se esperaban unas cuantas semanas a que los talibanes pudiesen alcanzar Kabul y, finalmente, fue cuestión de días.
Por otro lado, se encuentra la crisis del eje trasatlántico con un incremento de desconfianza que generó el mandato del presidente Trump con sus críticas hacia la OTAN y al sistema de arquitectura de seguridad europea, dónde el 70% del esfuerzo económico y de seguridad lo lleva a cabo Washington mientras que pocos Estados miembros invierten el 2% del PIB recomendado por la OTAN.
Del mismo modo, la estructura de la organización ha sido cuestionada en el seno de los Estados europeos. Piénsese que, el presidente francés, Emmanuel Macron, afirmó que la OTAN se encontraba en muerte cerebral y que era necesario buscar una autonomía de defensa a través del impulso de una Autonomía Estratégica o una brújula estratégica europea. Una propuesta que recibió el apoyo de Berlín, el cual a través de la anterior Canciller alemana, Angela Merkel, quien respondió que Europa ya no podía confiar en EE.UU. Aunque, la llegada de Biden pareció fortalecer el eje euro atlántico y mantener el esquema de seguridad, las relaciones entre Bruselas y Washington ya están marcadas por la desconfianza mutua.
Objetivo americano: reforzar la presencia estadounidense en Europa y debilitar a la UE
La construcción del discurso de la Federación Rusa como una amenaza no se corresponde, en tanto en cuanto, Moscú actualmente no tiene capacidad para desafiar ni a Washington o a Pekín. A pesar de disponer de dos elementos de poder significativos como un asiento permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU y su elevado arsenal nuclear, la economía rusa, en volumen de PIB, es similar a la italiana. Además, el país sufre una fuerte dependencia de las exportaciones de recursos naturales (petróleo, gas, minerales, madera, etc.) y los ingresos derivados de ellos.
Esto ha llevado a algunos políticos europeos, como Josep Borrell, a definir a Rusia como una estación de servicio más como una gran potencia. Sin duda, a Putin, estas declaraciones le pueden indignar, aunque reflejan una verdad basada en que un PIB de 2 billones de dólares, no puede competir ni con EE.UU. ni con China, las dos grandes potencias del siglo XXI.
Este contexto sugiere que Rusia busca mantener buenas relaciones comerciales con Europa para obtener los ingresos necesarios para su modernización, aprovechando la demanda europea de recursos y su capacidad económica para adquirirlos. Además, estas relaciones permiten a Rusia equilibrar su dependencia comercial de China. Por otro lado, el país enfrenta una significativa debilidad demográfica, con una población de aproximadamente 145 millones de habitantes y una baja tasa de natalidad.
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Por otro lado, hay que destacar que a lo largo de la época gorbachoviana, en el marco de los acuerdos entre Washington y Moscú y del avance progresivo en el entendimiento tras décadas de desconfianza mutua y rivalidad, el presidente soviético, Mijaíl Gorbachov introdujo el concepto de una «casa común europea». Se trataba, en esencia de la renuncia a los bloques militares de cada superpotencia (OTAN en el caso de EE.UU., y el Pacto de Varsovia de los soviéticos) para crear una Europa en la que los sistemas capitalistas y socialistas coexistieran pacíficamente basándose en el respeto mutuo hacia sus respectivos sistemas.
Esta idea sobre la reestructuración del orden europeo post Guerra Fría, coexistió, sin embargo, con aquella defendida por los EE.UU. Para Washington, la OTAN debía seguir existiendo para garantizar la defensa de los europeos a pesar de las ofertas planteadas por Moscú de desarticular las organizaciones militares.
El colapso de la Unión Soviética dio a Estados Unidos libertad para mantener la estructura de seguridad bajo el paraguas de la OTAN, pese a que su razón de ser parecía haber desaparecido, ya que había sido fundada para defender Europa frente a la amenaza de la URSS y el comunismo. En este contexto, las decisiones de Washington para establecer el orden de seguridad en Europa tras la Guerra Fría implicaron dos errores principales. Primero, el mantenimiento y fortalecimiento de la OTAN mediante su expansión hacia los antiguos estados del Pacto de Varsovia, asegurando así una UE subordinada militarmente a Washington.
Piénsese, que, salvo algunos Estados que optaron por una política de neutralidad durante la Guerra Fría (Finlandia, Suecia o Austria), todos los demás han tenido que acceder primero a la OTAN para, posteriormente, devenir miembros de la UE. Se ha tratado de reforzar el planteamiento de la OTAN fundamentado en, como dijo el primer secretario de la Organización, Lord Ismay, «mantener a los americanos en Europa, los rusos fuera y los alemanes abajo». El otro error se centró en asumir que con la caída de la URSS, Rusia había sido derrotada, cuando fue realmente el comunismo soviético el que cayó y no Rusia, y que no se podía levantar más renunciando a entablar una negociación multilateral similar al Congreso de Viena de 1815 integrando a Rusia y debatir el orden europeo integrando a Rusia (Dezcallar, 2024).
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Asimismo, en la Unión Europea han coexistido dos tendencias o, si así se quiere, visiones en torno a su papel como potencia en el mundo en el contexto de la integración y del hecho que la UE obtuviera el status de sujeto político internacional. Por un lado, están aquellos más atlantistas que defienden la mejora de los vínculos con Washington, tales como Polonia, los bálticos y algunos antiguos Estados del Pacto de Varsovia así como el Reino Unido (antes de su marcha), frente a los europeístas que defienden aminorar su dependencia de Washington, como el eje franco-alemán.
La guerra ha reforzado el papel de algunos de los antiguos aliados de Moscú durante la Guerra Fría, principalmente Polonia que se está convirtiendo en la principal potencia militar terrestre europea incrementando su presupuesto militar al 4,5% de su PIB o mediante el desarrollo de un escudo oriental por parte de Varsovia para actuar como punta de lanza europea y de la OTAN frente a Rusia y Bielorrusia.
Guerra de Ucrania: debilitar Europa, reforzar el pacífico
En este contexto, a tenor de las dinámicas que la guerra ha despertado, se puede concluir que Washington está utilizando esta contienda contra los intereses europeos principalmente. Por un lado, la conferencia de Madrid supuso el refuerzo de la OTAN con la aceptación como Estados miembros a Finlandia y Suecia. De la misma manera, en la cumbre se contó con la participación de los Estados del lejano este y el índico, reflejando una mayor integración de la organización en la región del Indo Pacífico, como refleja la clasificación de China como «desafío sistémico» al orden internacional.
A su vez, la idea de autonomía estratégica formulada por el presidente Macron se ha diluido y ya nadie habla de ella, de la misma forma que en Alemania, las formaciones políticas tradicionales, ya no abogan por aprender a ser independientes de la OTAN sino una mayor integración en la alianza militar (salvo algunas como Alternativa por Alemania más vinculada a reforzar lazos con Moscú).
En el ámbito económico, Washington ha salido claramente beneficiado, ya que no ha experimentado los altos niveles de inflación que ha sufrido Europa debido a la reducción en el suministro de recursos energéticos, como el gas y el petróleo, y al incremento de precios en productos alimenticios causado por la interrupción de importaciones desde Rusia y Ucrania.
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Piénsese, que Washington ha hecho un negocio suculento con el envío de gas natural licuado a un precio sustancialmente más elevado que aquel que se pagaban a los rusos. Además, Washington, con la aprobación de la Ley de reducción de inflación (IRA, por sus siglas en inglés), ha ofrecido facilidades a empresas europeas para deslocalizar su producción y transferirla a suelo estadounidense en sectores altamente innovadores. Una medida que refleja una voluntad implícita de Washington por desindustrializar Europa.
Esta situación obedece al hecho que, si bien se define a China como la única potencia que está en condiciones de disputar potencialmente la hegemonía a los EE.UU., una unión de la UE con Rusia podría formar una potencia alternativa capaz de competir en igualdad de condiciones con Washington y Pekín.
Rusia ofrecería a Europa todo aquello de lo que carece, principalmente en materia de abastecimiento energético, junto con la seguridad y la defensa. Europa, por su parte, podría suministrar a Moscú la tecnología y el desarrollo de sectores productivos de elevado valor agregado que permitiesen aminorar la dependencia de la exportación de recursos naturales y poder obtener independencia estratégica tanto de Washington como de Pekín.
Del mismo modo, en el contexto actual, la Unión Europea se está enfrentando a una crisis severa en tanto en cuanto, como ha reflejado el informe Draghi y el informe Letta, Europa se encuentra lejos de poder competir con Washington y China en términos de innovación y tecnología quedándose rezagada en términos de competitividad y productividad. Del mismo modo, Europa actualmente se enfrenta a la dependencia de Washington en materia de seguridad, de China en materia comercial y de Rusia en materia energética. En este contexto de vulnerabilidad, unas mejores relaciones con Rusia podrían aminorar estas debilidades de Europa y mejorar su posición como potencia global independiente.
Washington gana, todos los demás pierden
A tenor de lo analizado previamente, se puede deducir que desde la óptica de Washington el objetivo es debilitar a sus dos competidores que pueden constituir una unidad política independiente que pueda actuar independientemente de sus intereses. En este sentido, Washington ha jugado muy bien sus cartas. Por un lado, no se ha visto involucrado y ha tenido la capacidad para reforzar su complejo militar industrial.
Al fin y al cabo, como decía el economista catalán, Arcadi Oliveres: «las guerras existen porque los conflictos bélicos son negocios». Por otro lado, ha logrado que el ideal de Gorbachov basado en la casa común europea y de la propuesta de Putin de una integración euroasiática de Lisboa a Vladivostok, hayan muerto, ya que, como dijo Sergei Lavrov, ministro de asuntos exteriores ruso, las relaciones entre Rusia y Occidente ya no volverán a ser como antes.
Asimismo, la nueva Comisión Europea surgida tras las últimas elecciones europeas muestra un marcado componente antirruso, como lo evidencia el nombramiento de la ex primera ministra de Estonia, Kaja Kallas, como nueva Alta Representante para la Política Exterior de la Unión, quien enfrenta una orden de búsqueda y captura emitida por Moscú. También destaca la renovación del mandato de Ursula von der Leyen como presidenta, quien ya en su primer mandato se mostró crítica con Moscú en el contexto de la guerra, llegando a afirmar que Europa estaba en guerra con Rusia.
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Al mismo tiempo, Washington ha logrado que sus aliados incrementen su gasto militar, promoviendo la idea de que Europa, el supuesto continente de la «paz perpetua» tras el fin de la Guerra Fría, ya no encaja en esa imagen frente al presunto neoimperialismo autoritario de Putin. Esto ha impulsado a la administración estadounidense a agrupar, en palabras del presidente Biden, una «alianza de las democracias» contra el «eje autoritario» y revisionista liderado por Pekín y Moscú (Tertrais, 2024).
Además, siguiendo la teoría de Zbigniew Brzezinski, asesor de seguridad de Jimmy Carter, un enfrentamiento entre Rusia y Ucrania hace imposible que Rusia recupere un estatus imperial, ya que, en opinión de Brzezinski, sin Ucrania, Rusia carece de la capacidad para reconstruir la URSS o recuperar su condición de imperio (Dezcallar, 2024).
La guerra, sin embargo, no ha beneficiado ni a Europa ni a Rusia y tampoco a Ucrania, puesto que el conflicto simplemente ha contribuido a interrumpir un proceso en el cual Europa buscaba una mayor autonomía e independencia, cambiando su orientación y acelerando su transformación en un vasallo de Washington. En el caso de Rusia se está llevando un proceso equivalente pero sustituyendo el vasallaje hacia Washington por Pekín. Así, se entierra la alternativa a la emergencia de un eje ruso-europeo que pudiese balancear la creciente rivalidad Washington-Pekín mientras consolida a EE.UU. y China como las dos grandes superpotencias.
Estos objetivos se demuestran con afirmaciones como aquella del economista estadounidense, Jeffrey Sachs, quien ha afirmado que «EE.UU. nunca quiso la paz con Rusia, sino la prolongación de la Guerra Fría». Noam Chomsky, en la misma línea, afirma que Washington, en la contienda bélica, no tiene la menor intención de ayudar a los ucranianos y la supuesta defensa del liberalismo y la democracia, sino que el objetivo real es debilitar a Rusia (Chomsky, 2022, págs. 94-95), o el economista francés, Eduardo Olier quien ha defendido que Europa nunca ha tenido voluntad real de aceptar a Rusia como Estado europeo (Olier, 2023).
Esto explica que, muy probablemente, la guerra terminará cuando Washington desee. Ciertamente, Washington va a abandonar a Ucrania, la cual no es más que un peón para derrotar a Rusia y a Europa. La guerra no afecta negativamente a Estados Unidos, sino todo lo contrario. Esta tesitura puede explicar la razón por la que está apoyando incondicionalmente la crítica de Zelenski hacia las propuestas de paz de Pekín y Brasilia y su plan se fundamenta en que debe ser Ucrania el Estado que debe imponer las condiciones para establecer la paz, a pesar de que su propuesta de todo o nada no va a ser aceptada por Moscú.
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Estados Unidos no sufren bajas militares y el conflicto le está saliendo rentable en términos militares en aquello que hace referencia a la reactivación del complejo militar industrial, así como en términos económicos. Esto explica que desde Washington se diga que se apoyará hasta que caiga el último soldado ucraniano, puesto que, a diferencia de las guerras de Oriente Próximo o Afganistán, no hay motivos para manifestaciones de la sociedad civil contra la guerra al no verse afectados.
La guerra de Ucrania es, en esencia, un proxy que Washington está utilizando para terminar con aquello que dejó inacabado en 1945, cuando subordinó a Europa a sus intereses consolidándolos como sus Estados satélites, ya que, al fin y al cabo, el proceso de integración europea fue tutelado por Washington. Del mismo modo, quiere enmendar su error y derrotar a Rusia definitivamente para que no se pueda volver a levantar enmendando el error de 1991 cuando cayó la URSS. Todo ello parece confirmar la hipótesis inicial basada en que el objetivo principal de Washington no es ayudar a Ucrania, sino debilitar a la UE y Rusia para centrarse en su verdadero objetivo: frenar y contener el ascenso de China.
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