La transición hacia un nuevo orden mundial está marcada por tensiones crecientes, rivalidades estructurales y un escenario internacional cada vez más complejo. Miquel Ribas, alumno del Máster Profesional de Analista Internacional y Geopolítico y del Curso de Experto en China de LISA Institute, publica el primer artículo del Especial «¿De quién será el siglo XXI?» donde analizará cómo grandes potencias como Estados Unidos, China, Rusia y la Unión Europea compiten por definir las reglas del juego global.
La victoria de Donald Trump en las últimas elecciones estadounidense del 5 de noviembre, con un mensaje aislacionista, nacionalista y proteccionista encarnado en su eslogan «Make America Great Again» (MAGA) está implicando un cambio sustancial en el orden internacional basado en reglas que Estados Unidos ha construido desde la Segunda Guerra Mundial.
El predominio estadounidense en la economía mundial permitió a Washington establecer una tradición internacionalista, abandonando el enfoque aislacionista que, hasta el momento, había mantenido. Esta tradición se basaba en un conjunto de organizaciones, como la ONU, el FMI, el Banco Mundial o el GATT, que debían articular las relaciones entre Estados, estableciendo normas y principios. Esto configuraba la definición de orden liberal propuesta por Ikenberry, quien entendía este concepto como: «el conjunto de acuerdos entre un grupo de Estados, que incluyen las reglas, principios e instituciones necesarias para su creación y desarrollo».
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No obstante, a esta visión internacionalista liberal, durante el período de la Guerra Fría se le contrapuso el llamado orden de Yalta, definido entre Washington y Moscú. Este reguló las relaciones entre las dos superpotencias, basándose en esferas de influencia y el equilibrio de poder. En cierto modo, el orden internacional de Bretton Woods podría abarcar un espacio regional, regulando las relaciones entre EE. UU. y sus aliados.
Mientras tanto, el orden de Yalta abarcaba un espacio más global al incluir a las dos superpotencias. A lo largo de la Guerra Fría, la paz se mantuvo por la amenaza de la destrucción mutua y el llamado equilibrio del terror, más que por la eficiencia del Consejo de Seguridad de la ONU, bloqueado permanentemente debido a la rivalidad entre la URSS y EE. UU.
La implosión de la URSS representó el fin del orden de Yalta. No obstante, en cierto modo, la conferencia que marcó el final de este orden fue la Cumbre de Malta, cuando los presidentes de las dos superpotencias, George H. W. Bush y Mijaíl Gorbachov, anunciaron el fin de la Guerra Fría y de la confrontación entre bloques. Esto permitió que el orden liberal ideado por Washington transitara desde un enfoque regional, principalmente occidental, hacia uno extendido a nivel mundial, gracias a la globalización y al fin del Bloque Oriental.
El Consenso de Washington y el ascenso del globalismo en los últimos años de la Guerra Fría
En los últimos años de la Guerra Fría, las dinámicas internas de la URSS no invitaban al optimismo. Las reformas de perestroika y glásnost impulsadas por Gorbachov parecían indicar que Moscú estaba renunciando al sistema marxista-leninista, mientras avanzaba hacia una progresiva democratización del Bloque Oriental y hacia la economía de mercado.
Esto permitió a EE. UU. la elaboración del Consenso de Washington, entendido como el conjunto de fórmulas económicas neoliberales impulsadas por varios organismos financieros internacionales. Estas fórmulas se basaban en la privatización, la desregulación del comercio —afianzando la reducción de barreras comerciales—, así como en el recorte del llamado Estado del bienestar.
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El Consenso devino, en esencia, una estrategia para consolidar los principios de libre mercado y comercio. Este permitió el ascenso del globalismo, entendido como una élite dominante de los grandes conglomerados corporativos del G7. Dichos conglomerados, a través de sus instrumentos —el Banco Mundial, el FMI y la OMC—, se posicionaron como los principales dirigentes del orden actual, buscando el respeto al libre comercio frente al intervencionismo estatal
El Nuevo Orden Mundial: la década unipolar
La definición del momento exacto del nacimiento del Nuevo Orden Mundial no está clara, si bien hay consenso en torno a que los EE. UU., desde 1989, ejercieron un papel de primacía y preponderancia en el sistema internacional. Por primera vez, desde su ascenso a superpotencia, los EE. UU. se encontraron sin rival.
El extraordinario peso que tenía EE. UU. en el mundo tras la implosión de su gran rival comunista consolidó una autopercepción de tener un designio divino y un destino universalizado. En este contexto, emergió la doctrina Wolfowitz durante los años 1994 y 1999, consolidando el borrador del informe llamado Guía de Planificación de Defensa, elaborado en 1992 tras la desaparición de la URSS. Esta doctrina tenía como primer y principal objetivo evitar la reaparición de un nuevo rival, ya fuese en el territorio de la extinta Unión Soviética o en cualquier otro lugar.
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La Primera Guerra del Golfo se produjo cuando, tras la anexión de Kuwait por parte de las fuerzas del Irak baazista de Sadam Huseín, una coalición internacional lanzó una ofensiva conocida como «Operación Tormenta del Desierto» para expulsar al ejército iraquí. Este ejército, en aquel momento el mejor equipado de la región, fue finalmente retirado del pequeño emirato.
Los objetivos de Washington se enmarcaron en demostrar su poderío militar y su capacidad de uso unilateral en caso de que sus intereses se viesen afectados, frente a las supuestas razones de solidaridad con los kuwaitíes. Todo ello formaba parte de la llamada doctrina Clinton, basada en el derecho de EE. UU. a actuar unilateralmente, incluido el uso del poder militar, para defender sus intereses vitales, como la garantía de acceso ilimitado a los mercados estratégicos vinculados con fuentes de energía y recursos estratégicos.
La doctrina Clinton se refleja, por ejemplo, en las guerras de la extinta Yugoslavia y en el intervencionismo de la OTAN, especialmente en los bombardeos sobre Belgrado. Esto demuestra que, en el fondo, existía un consenso entre el Partido Demócrata y el Republicano sobre el papel que EE. UU. debía jugar en el mundo. Sin embargo, esta manera de proceder en torno a la defensa de un orden internacional basado en reglas ha generado críticas por su doble moral. A menudo, EE. UU. utiliza este discurso como excusa para eludir el derecho internacional y actuar según sus propios intereses y conveniencia.
Al mismo tiempo, los EE. UU. de Clinton (y de los presidentes posteriores) han evitado integrarse en determinadas organizaciones internacionales. Por ejemplo, EE. UU. no ha firmado el Estatuto de Roma, que dispone la creación de una Corte Penal Internacional permanente con competencia sobre crímenes de genocidio, crímenes de lesa humanidad y crímenes de guerra. Tampoco ha ratificado la Convención de Naciones Unidas sobre el Derecho al Mar, aunque exige su respeto a otros países, como China.
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EE. UU., de igual forma, ha mantenido su control sobre los principales organismos internacionales, como el FMI, el Banco Mundial y la ONU, gracias a su posición como principal contribuyente a sus presupuestos y a las ventajas significativas en los sistemas de votación de estos organismos. Por ejemplo, en el caso del FMI, EE. UU. tiene un peso del 16,5 %, y en el Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento, del 15,51 %, frente al 6,08 % y el 5,67 % de China, respectivamente, lo que otorga a Washington un gran poder sobre estas instituciones.
Esta situación refleja el resumen del momento unipolar estadounidense, basado en una orientación hacia el multilateralismo, pero sin renunciar al unilateralismo en caso de que sus intereses se viesen afectados.
Segunda etapa: de la guerra del terror a la crisis financiera
La segunda etapa del Nuevo Orden Mundial se inicia con el asalto a las Torres Gemelas por parte de la organización terrorista Al Qaeda, sobre las Torres Gemelas de Washington y el inicio de la guerra contra el terror. Son dos eventos de gran importancia, puesto que, por un lado, reflejaron la existencia de nuevas amenazas que no se dieron a lo largo de la Guerra Fría y la aparición de una nueva modalidad de guerra conocida como la guerra asimétrica junto con el ascenso del terrorismo, principalmente de matriz islamista.
Bin Laden, autor intelectual de los atentados, siempre dijo que el objetivo del ataque no era la destrucción de los EE.UU. a pesar de afectar a sus centros de poder (económico, político y militar) sino destruirlo económicamente. Igualmente, mostró que la invulnerabilidad que EE.UU. había presentado y que, había posibilitado su ascenso al carecer de potencias poderosas, por la protección de los dos océanos ya no era invulnerable y que tampoco hacía falta una elevada sofisticación para dañarlo.
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Si bien es verdad que, en este contexto, la Guerra Global contra el Terrorismo (GGCT), canalizada en los conflictos de Irak y Afganistán, no alteró la forma de actuar de la gran potencia basada en su unilateralidad, puesto que, en el caso de Irak se demostró que el objetivo real no eran las supuestas armas nucleares en posesión de Bagdad, sino el establecimiento de bases militares permanentes y la garantía de acceso privilegiado para las empresas estadounidenses a los recursos petrolíferos.
La GGCT vino a representar el fracaso de la política estadounidense y de la doctrina Wolfowitz, en tanto en cuanto, al centrar todos sus recursos en las guerras de Afganistán y de Irak, puesto que distrajeron a la gran potencia mundial y permitieron el ascenso de otra gran potencia, China con su acceso a la Organización Mundial del Comercio (OMC). Al mismo tiempo, en Rusia, durante la víspera de fin de año de 1999, Borís Yeltsin, anunciaba que dejaba la presidencia de la Federación Rusa cediendo su cargo de presidente a un, aquel entonces, desconocido Vladímir Putin quien ansiaba devolver a Rusia un estatus de gran potencia o de actor respectado en el sistema internacional siguiendo los principios de la doctrina Primakov.
Además, en Europa ya se mostraban tensiones el seno del eje euro-atlántico, acrecentando una división en el seno de la Unión Europea entre Estados más atlantistas frente a aquellos que abogaban más por una Europa fuerte e independiente de EE.UU. Un ejemplo de esta división se dio en la Segunda guerra del Golfo con Londres, Lisboa y Madrid, favorables a la intervención militar defendida por Washington, frente a la oposición de París y Berlín.
No obstante, a pesar de esta división y desequilibrios internos, hay que destacar que se hicieron esfuerzos en la integración con la ampliación de antiguos Estados miembros del Bloque Oriental y de la propia URSS (los Estados bálticos). Esta integración comunitaria se materializó en el Tratado de Lisboa firmado por los Estados miembros en 2007, el cual, entró en vigor en 2009, dio a la Unión Europea categoría de sujeto político independiente, con personalidad jurídica, a pesar de múltiples contradicciones internas que afectan a la organización supranacional.
Todo un conjunto de factores que estaban empezando a reflejar la caída de la uni polaridad que EE.UU. había gozado durante la última década del siglo XX por un orden multipolar con diferentes centros de poder, así como un declive de sus valores frente al ascenso de otras potencias con otros valores.
Tercera etapa: de la crisis de 2008 al (Nuevo) Nuevo Orden Mundial
La crisis financiera de 2008 iniciada en EE.UU. y que en Europa tuvo el máximo reflejo con la crisis griega y la situación económica de los Estados sureños de Europa fuertemente endeudadas llevó a pensar que el modelo económico de la globalización estaba agotado como reflejaba que el crecimiento ya no se vinculaba a la productividad sino a la deuda.
Al mismo tiempo, se evidenciaba una transición del eje tradicional euroatlántico hacia otro nuevo, alternativo o complementario, de naturaleza euroasiática, con China como principal centro económico. Este país adquirió un poder sustancial al convertirse en el eje central del comercio mundial junto con EE. UU. y, en menor medida, Alemania y Japón.
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La crisis económico-financiera ha generado fracturas internas y cuestionamientos en torno al orden internacional liberal que se había articulado desde 1989, en el marco del Consenso de Washington. En este contexto, algunos analistas defensores de este orden, como John Ikenberry, sostienen que el orden internacional liberal tutelado por Washington está llegando a su fin.
Esto se debe, en parte, al ascenso de los nacionalismos, el refuerzo del Estado y la soberanía nacional, el auge de los populismos, el incremento de la desigualdad y la fragmentación social, las demandas de una mejor redistribución de la riqueza, las guerras comerciales y los efectos de la hiperglobalización, como el proceso de deslocalización empresarial.
A estos factores se suman el retroceso democrático y la pérdida de ingresos y oportunidades laborales, especialmente entre la juventud de los Estados desarrollados. Además, los gobiernos han mostrado una incapacidad creciente para garantizar a su población los elementos básicos necesarios para satisfacer sus necesidades, como ha denunciado el Papa Francisco. El pontífice enumera estas necesidades en lo que llama las tres T: techo, tierra (alimentos) y trabajo. A esto se añade el descontento de la población hacia el globalismo y los dogmas de la economía neoliberal, basada en el libre comercio y la mano invisible del mercado.
Igualmente, en el marco de la creciente multipolaridad, han surgido potencias revisionistas, entendidas como aquellas que cuestionan el sistema de normas y reglas establecido al considerar que no ocupan el lugar que les corresponde según sus fuentes de poder. Estas críticas se fundamentan en que muchas de estas potencias no participaron en la configuración de dichos principios y normas, marcadamente occidentales, mientras que los valores de otras civilizaciones —por emplear el término de Huntington en su célebre ensayo El choque de civilizaciones— fueron ignorados.
Entre estas nuevas potencias revisionistas destacan rivales o amenazas para EE. UU., como China y Rusia, pero también otras potencias, como los países del sur global o los BRICS. Esta agrupación de Estados encuentra su razón de ser en la oposición a la hegemonía estadounidense y busca cambiar las reglas de este orden para dar mayor empoderamiento a los países del sur global o al Movimiento de Países No Alineados.
En el marco de este creciente revisionismo, se da la paradoja de que las normas y reglas que articulan el orden internacional deben ser garantizadas por una gran potencia (un «policía global» en términos coloquiales) que vele por su cumplimiento. Esto ocurrió con el Imperio británico tras las Guerras Napoleónicas, en el siglo XIX con la Pax Britannica, o más recientemente bajo la égida estadounidense tras la Segunda Guerra Mundial y el fin de la Guerra Fría, con la pax americana. No obstante, actualmente, con la llegada de Trump, se plantea un dilema: por primera vez, la potencia que debería ser garante de las normas parece querer abandonarlas.
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En este contexto de repliegue aislacionista estadounidense, China ha devenido la potencia principal que puede disputar el liderazgo mundial a EE.UU. Pekín está intentando crear una estructura paralela que busca disponer de un mayor control sobre el viejo esquema, en el marco del concepto de una Comunidad de Destino Compartido para la Humanidad.
Sin embargo, como augura la historiadora Kristina Spohr, más allá de los avances que China ha hecho a lo largo de los últimos años, aún no tiene capacidad para jugar el papel que jugó la extinta URSS en el sistema de relaciones internacionales. A pesar de aceptar que el Nuevo Mundial parece ya exhausto, como han denotado la pandemia de la COVID-19 y el cambio climático. Por otro lado, tampoco está claro que la UE o Japón puedan sustituir a unos EE.UU. aislacionistas como adalides del orden basado en reglas.
Si bien es cierto, la tensión entre ambas superpotencias se está acrecentando. Culturalmente, EE. UU. y China son antagónicas, lo que refuerza esta rivalidad. Estos hechos sugieren que probablemente estamos presenciando el inicio de una «nueva Guerra Fría», muy diferente a la primera entre Moscú y Washington, pero con una rivalidad estructural entre Washington y Pekín que podría afectar la configuración del «Nuevo (Nuevo) Orden Mundial».
En marzo de 2023, durante una visita de Xi Jinping a Moscú, este comentó a su homólogo ruso mientras se despedían: «Ahora mismo se están produciendo cambios como no hemos visto en 100 años, y somos, precisamente, nosotros quienes estamos dirigiendo estos cambios». Una afirmación que recibió como respuesta por parte de Putin: «Estoy de acuerdo».
El objetivo de este análisis es explorar las situaciones y el papel de las grandes potencias (EE. UU., China, Rusia y la UE), así como de las potencias medias que han emergido desde inicios del siglo XX, para llevar a cabo una prospectiva sobre cómo podría moldearse el orden mundial. Esto incluye debates que se intensificaron con la llegada de Trump a la Casa Blanca, tales como globalización vs. aislamiento, libre comercio vs. proteccionismo, nacionalismo vs. internacionalismo, y multilateralidad vs. unilateralidad, entre otros.
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