Una vez analizadas las capacidades de poder de las principales potencias que van a ejercer una influencia significativa en el sistema de relaciones internacionales, podemos intentar dar una respuesta a la pregunta inicial sobre quién dominará el siglo XXI. Miquel Ribas, alumni del Máster Profesional de Analista Internacional y Geopolítico y del Curso de Experto en China de LISA Institute, publica el séptimo y último artículo del Especial «¿De quién será el siglo XXI?». En este análisis, se sostiene la tesis de que nos encontramos en un momento de transición hacia un nuevo orden mundial influenciado por tres vectores principales: el geopolítico, el económico y, finalmente, el de valores.
En el caso de la geopolítica, el debate se centra en torno a la polaridad de poder, es decir, la distribución del poder. Hemos visto que tenemos cuatro grandes potencias que tienen unas capacidades que superan a las otras. Sin embargo, ninguno de ellos parece interesado en proyectar su poder más allá de sus esferas de influencia.
Estados Unidos es la potencia principal que tiene mayor poder; sin embargo, la reelección de Trump, así como el movimiento MAGA (siglas en inglés de Make America Great Again) hacen que no haya disposición a querer mantener su papel de policía global. Asimismo, los anuncios expansionistas de Trump están más vinculados con la voluntad de incrementar los recursos y el territorio con objeto de aminorar su dependencia de las cadenas de suministro.
China, por su parte, aun siendo dependiente significativamente de las exportaciones, está apostando por el consumo interno y la independencia tecnológica para minimizar el peso de las exportaciones de su PIB. Del mismo modo, Pekín no tiene intención de actuar como Estados Unidos, ya que el enfoque estadounidense es contrario a la política de los 5 principios de coexistencia pacífica de Pekín, al tiempo que el país demanda estabilidad externa para continuar su desarrollo.
Rusia tampoco tiene una voluntad hegemónica y sus objetivos se centran en garantizar una esfera de influencia en torno al área postsoviética, junto con el establecimiento de mecanismos que puedan garantizar el equilibrio de poder. La Unión Europea, por su parte, tiene problemas internos significativos fruto de un proceso de integración que no ha dado los resultados esperados y que le ha situado como un satélite de Washington y la OTAN.
Por último, Reino Unido y Japón ya no tienen capacidad para ellos mismos de recuperar el poder que dispusieron en el momento de máxima influencia. La India y el sur global, aunque disponen de potencial para jugar un papel relevante, en el momento actual, todavía tienen problemas internos significativos y su futuro como grandes potencias en el orden mundial es aún una incógnita.
Si bien el momento unipolar de Estados Unidos, como potencia hegemónica indiscutible, ha terminado, no hay homogeneidad en torno a la distribución del poder en torno a la definición del nuevo orden mundial que está emergiendo a nivel geopolítico. Para algunos autores se trata de una «unipolaridad parcial», en tanto en cuanto, si bien se admite la emergencia de otras potencias, Estados Unidos sigue sin tener rival en lo que respeta los elementos fundamentales de su poder.
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Sin embargo, la aparición de Estados revisionistas críticos en la formación del orden internacional liberal como Rusia o China podría hacer pensar que podría tratarse de una tendencia hacia una bipolaridad con dos superpotencias (Estados Unidos y China), mientras que otros definen una tendencia hacia un orden tripolar entre Estados Unidos, China y Rusia.
Finalmente, hay otra tendencia a pensar que el mundo será multipolar en el marco del ascenso de potencias medias, como Irán, Turquía, Arabia Saudita, Israel, Brasil, Indonesia, etc. Estos nuevos actores que, históricamente no se han integrado en ninguno de dos bloques y, los cuales no van a querer integrarse ni en el bloque occidental ni en el revisionista, sino que van a intermediar entre ambos para conseguir ventajas. Un ejemplo es Turquía, aliada de la OTAN, que está adquiriendo armamento ruso. También se podía mencionar a Riad que, si bien mantiene su seguridad vinculada a Washington, está impulsando sus vínculos económicos y diplomáticos con Pekín y la mejora de sus lazos con Rusia.
Probablemente, en esta tesitura, no se puede hablar ni de unipolaridad, ni bipolaridad, ni multipolaridad, sino que se podría hablar de una guerra templada. En esta nueva guerra, a diferencia de la Guerra Fría, no habrá bloques homogéneos, sino que irán alternándose donde las potencias revisionistas buscarán incrementar a sus aliados. Este hecho se refleja en el contorno de la geografía de los conflictos, muy vinculada con las principales amenazas consideradas por Washington.
La Administración Biden, en su nueva Estrategia de Seguridad Nacional, define que las principales amenazas para Estados Unidos son: Rusia, China, Irán y Corea del Norte. Extrapolado al contexto actual, la guerra de Ucrania está persiguiendo el debilitamiento de Rusia, mientras que la guerra de Gaza y Siria iba destinada a debilitar a Irán. Finalmente, Taiwán es la punta de lanza de Washington para debilitar a China. Además de la rivalidad que mantienen buscando persuadir a los Estados del llamado Sur-Sur.
Sin embargo, tanto en las potencias democráticas defensoras del orden internacional liberal como en las revisionistas están emergiendo nuevos nacionalismos, tanto de matriz ofensiva como defensiva donde parece que muchos actores están renunciando a la política exterior buscando mantener el control en sus respectivas esferas de influencia. Creen que ejercer de poderes o policías globales les supone más costes que beneficios. Esto les está conduciendo a apostar por el proteccionismo, la soberanía y su independencia de otros actores frente al multilateralismo o las instituciones supranacionales junto con el aislacionismo.
Este nuevo enfoque está generando una tendencia en la cual los principios del multilateralismo virando hacia el unilataralismo y el interés nacional en un entorno donde la geopolítica va desplazando a la gobernanza global. A este respecto, hay que agregar la debilidad de las instituciones supranacionales, principalmente la ONU, que ha fracasado en su objetivo principal de mantener la paz, como lo demuestran las guerras de Ucrania y Gaza. Asimismo, la estructura de la organización sigue siendo obsoleta, pues fue diseñada hace 80 años y las propuestas de reforma han sido vetadas por las potencias vencedoras de SGM, y se está mostrando ineficiente para hacer frente a las nuevas amenazas que han surgido en el siglo XXI.
La naturaleza de las amenazas ha cambiado significativamente en comparación con las de la Guerra Fría. En el contexto actual, las amenazas están constituidas por un componente transnacional. El cambio climático es una amenaza global que no distingue entre Estados ricos y pobres, como lo demuestra el aumento de inundaciones, sequías, incendios u otros fenómenos vinculados con el clima como las DANA o la crisis ecológica.
De la misma manera, el terrorismo, en sus diferentes formas (islamista, de extrema derecha, etc.), no distingue cuándo ataca ni a quién ataca. Igualmente, está la amenaza de la proliferación nuclear, el incremento de los flujos migratorios, la trata de personas, la piratería o el tráfico de drogas, entre otras. No hay que obviar fenómenos sanitarios como el coronavirus, donde una bacteria puso en jaque al mundo entero, obligando a un confinamiento global y paralizando la economía mundial.
Estas amenazas requieren una respuesta global y multilateral, y, sin embargo, el creciente nacionalismo se inclina hacia acuerdos unilaterales o bilaterales en lugar de apostar por el multilateralismo y la gobernanza global, puesto que ninguna potencia es capaz, por ella misma, de hacerles frente.
Economía en el orden mundial: el sistema corporativista de la hiperglobalización en peligro
A nivel económico, el sistema de hiperglobalización, el globalismo o corporativismo está mostrando síntomas de agotamiento. Desde el fin de la Guerra Fría han coincidido dos corrientes económicas. Por un lado, la escuela neoliberal centrada en las tesis de Milton Friedman frente a los neokeynesianos.
Ambas escuelas diferían en torno a la intervención del Estado en la economía. Los neoliberales defendían tesis que para generar desarrollo económico el Estado no debía intervenir, al tiempo que agregaban que el mercado es la forma más excelsa para proveer de una vida alegre, libre y plena. Por otro lado, los neokeynesianos auguran que el mercado se caracteriza por periodos de inestabilidad cíclica que causan períodos de recesiones económicas y que en los momentos de contracción económica es el Estado, a través de su intervencionismo quien debe solucionar los desequilibrios macroeconómicos.
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Las corrientes ideológicas de izquierdas sostienen que, en el contexto actual, la riqueza se distribuye de forma ineficiente. Los movimientos políticos vinculados a la derecha política o al neoliberalismo critican que los defensores de la izquierda hablan de distribuir la riqueza pero nunca de generarla. Sin embargo, estos en la práctica desaparecen, pues se han convertido en matices que actúan como defensoras de las grandes corporaciones una vez que el sistema marxista desaparece con el fin de la URSS.
Un ejemplo paradigmático se ha basado en que ni los llamados neoliberales ni los neokeynesianos han intervenido los mercados para poner freno a las llamadas economías especulativas o de burbuja evidenciando la poca preparación de determinadas economías para hacer frente a la inestabilidad cíclica de los ciclos económicos inherentes al sistema capitalista. Al fin y al cabo, eran estas corporaciones quienes controlaban la macroeconomía al dominar las tres grandes variables macroeconómicas (producción, ocupación y precios), una situación que les garantizaba una gran influencia sobre los gobiernos.
En este contexto, cabe señalar que el problema es más la desigualdad de la distribución del ingreso, ya que el análisis de la evolución del crecimiento mundial ha crecido, salvo algunos momentos puntuales como la crisis del coronavirus o la crisis financiera, de forma continua. Piénsese que, en 60 años, el PIB mundial ha pasado de 1,37 billones de dólares a 106,17 billones.
A pesar de esto, la pobreza y la desigualdad se han incrementado. Intermon Oxfam, comenta que, actualmente, el 1% más rico del planeta posee tanta riqueza como el 99% restante. Una situación que socava los esfuerzos para erradicar la pobreza, erosiona la cohesión social y la amenaza para la salud de las democracias. No solo ha aumentado la desigualdad, sino también la pobreza.
Dos elementos que demuestran cómo el Estado de bienestar, piedra angular de la recuperación económica tras la SGM, está desapareciendo porque no responde a los tres objetivos principales que motivaron su creación basados en paliar la desigualdad económica, paliar la inseguridad económica y la reducción de la pobreza.
Esto ha propiciado la aparición de trabajadores pobres, precariedad laboral, la reducción de la clase media, la aparición del llamado cuarto mundo, y la extensión de la pobreza a otros segmentos, como la pobreza infantil o energética. Todo ello en un contexto en el cual, aunque se genere crecimiento económico, este no es sinónimo de poder reducir la pobreza o la desigualdad. En España, por ejemplo, pese a generar un crecimiento económico robusto, según afirma The Economist, el país aún no es capaz de garantizar el acceso a la vivienda, su productividad no mejora y se estima que alrededor del 28% de los niños y niñas se encuentran en situación de pobreza.
Por otra parte, a nivel global, el modelo neoliberal sigue generando una fuerte dependencia colonial. Aún pervive la teoría centro-periferia, basada en la especialización de los países periféricos en proveer materias primas a los centros, que les venden sus excedentes de capital. Aunque hay un levantamiento de los países del sur global contra este modelo, los nuevos actores emergentes, como China, Rusia o India, parecen seguir este mismo modelo de relaciones Norte-Sur.
Los países del llamado G77 no tienen capacidad para modernizarse debido a la falta de tecnología, de capital físico y humano, unido a la permanente inestabilidad (conflictos, guerras, flujos migratorios, etc.) y la falta de recursos para enfrentar problemas como enfermedades, desnutrición, hambrunas etc.
Igualmente, el ascenso y despegue económico de Asia refleja un cuestionamiento del centro y la periferia, ya que las tendencias del siglo XXI reflejan cómo el centro se está desplazando hacia Asia. En este sentido, cabe señalar que en términos de PIB en paridad de poder adquisitivo, los BRICS+ (31,5% PIB PPA mundial) ya han superado al G7 (31%).
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Por último, cabe señalar los dilemas en torno a la sostenibilidad del modelo corporativista. Se pone énfasis en el crecimiento económico como objetivo fundamental de las economías nacionales. Sin embargo, este crecimiento económico a largo plazo está limitado por la limitación de los recursos naturales y su impacto medioambiental. En 1972, el Club de Roma publicó, un libro, «Los límites del crecimiento», que sostenía que el crecimiento a largo plazo no es sostenible debido a la cantidad limitada de los recursos no renovables como el gas o el petróleo. Una recomendación ignorada, pero que ahora parece que se ha tomado consciencia con la exploración de fuentes de energía alternativas o la necesidad de vincular el crecimiento económico a la sostenibilidad.
Los desafíos climáticos, económicos y sociales en el siglo XXI
Los desastres climáticos como las sequías, las inundaciones o los desastres forestales son cada vez más presentes y más potentes y se vinculan cada vez más al modelo de crecimiento económico derivada del uso de combustibles fósiles, los cuales representa aproximadamente el 83% del total, mientras que las energías limpias apenas el 12,5%. La comunidad internacional, por su parte, parece haber tomado conciencia a través de la celebración de cumbres por el clima, aunque en la práctica no hay resultados muy tangibles con un creciente negacionismo.
Karl Marx agregaba que el capitalismo, en su fase inicial, tenía contradicciones inherentes al propio sistema. Hoy, tras 30 años de dominio incuestionable de la hiperglobalización, analizando las tesis de Marx, se podría decir que acertó en la mayoría. Por ejemplo, la disparidad global en la riqueza entre ricos y pobres es alarmante, un puñado de empresas tecnológicas dispone de una dominación enorme en los mercados, así como que empresas transnacionales hayan devenido más poderosas que los propios gobiernos de muchos Estados del mundo.
En este contexto, el catedrático de estructura económica, Santiago Niño-Becerra, ha puesto fecha al fin del sistema capitalista para 2065. Si bien, lo más relevante es la predicción en torno al futuro del capitalismo. Niño-Becerra, agrega que se va a transformar en un sistema más tecnológico, mucho más flexible y cada vez más desigual, donde el factor trabajo dejará de ser clave en el funcionamiento de la economía.
Al mismo tiempo, el sistema de protección social desaparecerá y se van a generar amortiguadores económicos basados en sistemas de renta básica universal, ocio barato y otras fórmulas cuyo objetivo será buscar que los ciudadanos se evadan de la realidad.
Esta idea es compartida por otro economista, Yanis Varoufakis, quien afirma que dinámicas tradicionales del capitalismo ya no gobiernan la economía. Para el economista griego, el propio capital y los cambios tecnológicos acelerados de las últimas dos décadas han matado al propio capitalismo que está involucionado hacia un modelo feudal en el cual los nuevos señores feudales son los propietarios del capital en la nube mientras que los demás devienen los nuevos siervos. Esta tendencia constituye, a juicio de Varoufakis, un nuevo sistema de explotación generador de desigualdad.
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El sistema marxismo ha fallado y ya no es capaz de generar una alternativa al quedar fuertemente desprestigiado en las sociedades en las que se implantó. En la búsqueda de alternativas al sistema dominante, hay economistas y politólogos que están abogando por la necesidad de decrecer económicamente. En cierto modo, parecen recuperar las tesis del filósofo ruso Mijaíl Bakunin, uno de los pocos que acertó en sus predicciones sobre el futuro del capitalismo y el socialismo.
El filósofo ruso consideraba que el liberalismo sin socialismo era privilegio, mientras que el socialismo sin libertad era esclavitud. Analizando las tendencias de la economía mundial a lo largo del siglo XX y el XXI, Bakunin parece haber tenido razón.
Tal vez, como solución a la dinámica económica, su modelo propuesto podría ser la solución basada en estructuras organizativas bajo premisas de solidaridad e igualdad, desde abajo, desde la autogestión y el apoyo mutuo, al margen de fórmulas autoritarias siguiendo los modelos clásicos de la estructura de las comunas campesinas de la Rusia zarista. Sin embargo, esto parece poco probable considerando que se están reforzando los modelos estatistas (en China y Rusia, por ejemplo) y en las democracias liberales el mercado sigue siendo el principal motor de las economías con gobiernos ineficientes para enfrentar los desafíos económicos.
Estas predicciones parecen haberse demostrado. Cada vez hay una opinión más crítica contra el sistema que ha imperado desde el fin de la Guerra Fría. Por primera vez, la élite corporativa dominante del sistema emergido en el Consenso de Washington se siente amenazada. Esto se debe a un sistema económico que se está mostrando ineficiente. Es incapaz de garantizar distribuciones equitativas de la riqueza. Tampoco logra proveer bienes básicos, como vivienda, trabajo o alimentos para toda la población. Además, se observa una creciente falta de oportunidades para sectores como los jóvenes.
Esta visión ha sido reflejada por el presidente francés, el liberal Emmanuel Macron. Él agregó que el mundo estaba asistiendo al fin de la abundancia y la despreocupación.
Social: la derrota del fin de la historia
El último factor relevante pertenece al plano social. En 1989, tras la caída del Muro de Berlín, se consolidó la teoría del politólogo norteamericano Francis Fukuyama. Esta se basa en su obra publicada en 1992, El fin de la historia y el último hombre. En ella, Fukuyama planteaba la victoria de la democracia liberal y el libre mercado como fuerzas motrices de los sistemas políticos y económicos del siglo XXI.
En este contexto, la sociedad occidental ha evolucionado hacia un modelo basado en el hedonismo y el consumismo. Este modelo ha sido apoyado por los elementos del poder mediático, como las grandes corporaciones de comunicación. Estas corporaciones actúan como mecanismos de control de la opinión pública y de la ideología, basándose en los intereses de la élite corporativista dominante.
Esta monopolización del mensaje comunicativo, junto con la pérdida de espíritu crítico social, ha llevado a la consolidación de partidos políticos que, a pesar de su mala gestión, han logrado mantenerse en el poder. Sin embargo, parece que, como se ha visto en el apartado de economía, actualmente la sociedad civil de Occidente, o al menos una parte, ha salido de esta amnesia colectiva, tomando conciencia de defectos inherentes a este sistema que ha dominado el mundo desde 1991.
Este hecho se ha reflejado a través de la aparición de movimientos como Fridays for Future (a nivel climático), junto con la emergencia de nuevas formaciones políticas como Podemos o Syriza que han nacido como reacción al modelo neoliberal, según Noam Chomsky.
De igual modo, otro factor que evidencia cómo la teoría de Fukuyama está perdiendo popularidad es el declive del atractivo de la democracia liberal ante el auge de los sistemas autoritarios. Un dato ilustrativo es que, en 2012, el 54% de la población mundial vivía en países libres. Hoy, sin embargo, ese porcentaje ha descendido al 28%. Asimismo, el número de democracias libres ha caído de 42 a 32 en la última década.
Por otro lado, los países no libres se han equiparado en número a las democracias. Su peso en la economía mundial ha crecido significativamente, pasando de representar el 12% del PIB mundial en 1990 a un tercio en la actualidad. Además, el auge del populismo se refleja en la popularización del concepto de democracia antiliberal.
En Europa, también están emergiendo formaciones de matriz ultraderechista que cuestionan el modelo de democracia liberal y abogan por sistemas iliberales. A esto se suma la crítica de estos Estados hacia organizaciones internacionales como la OMC, la ONU, el FMI o el Banco Mundial, a las que acusan de ser títeres de los Estados desarrollados.
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Las potencias revisionistas están recuperando sus valores históricos y tradicionales, como la religión, para reforzar sus identidades y consolidar una identidad propia. Esto les permite definirse como un Estado-Civilización con valores únicos y diferenciados, rompiendo con la idea de homogeneidad que Occidente, o el mundo anglosajón, había diseñado. Entre estos actores se incluyen Estados como China y Rusia, así como otros como Turquía o Irán.
Finalmente, hay que mencionar el factor del coronavirus para poner de relieve el último cambio social que se está produciendo en torno al factor individualista más occidental, frente al patrón colectivista asiático. En este sentido, el individualismo occidental está mostrando más problemas que los modelos colectivistas, como demuestra la resiliencia a la pandemia.
Conclusiones: un orden mundial en transición sin un futuro claro
Todo lo analizado hasta el momento puede extraer ciertas conclusiones y algunas hipótesis que puedan ayudar a realizar una cierta prospectiva en torno a la forma que va a obtener el nuevo orden mundial que reemplace al orden mundial liberal.
Inicialmente, se puede atribuir que hay una reacción al orden internacional liberal encarnado en el renacimiento del nacionalismo que ha devenido el resultado de una triple reacción frente a la globalización, la occidentalización y la modernización. En este punto, el idealismo de las tesis de Fukuyama basados en la preeminencia de las democracias liberales y las economías de mercado, dominadas por una elite corporativista que ha ejercido el monopolio político, económico e ideológico, ha fallado.
El mundo que ha emergido ha cambiado, pues se caracteriza más por un sistema de «competencia entre grandes potencias» o, si así se prefiere, «competencia estratégica». En este contexto, el sistema internacional guarda más similitudes con el modelo introducido por Huntington basado en el Choque de civilizaciones que no en las tesis de Fukuyama.
Una diferencia respecto a Huntington radica en que, mientras en el momento en que publicó su ensayo Occidente era la civilización dominante, actualmente se está debilitando y cediendo influencia a aquellas civilizaciones que el politólogo estadounidense definía como «el resto». El modelo occidental, centrado en la democracia liberal y la economía de mercado, está perdiendo atractivo, incluso dentro del propio Occidente. Esto ocurre con el ascenso de ideologías que cuestionan los principios que moldearon el orden internacional liberal, culpando a la sumisión de los Estados a los intereses corporativistas por la pérdida de su posición hegemónica.
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Para contrarrestar esta tendencia, buscan respuestas en sus respectivos nacionalismos y en los valores tradicionales. Ejemplos paradigmáticos de este fenómeno incluyen los liderazgos de Trump, Putin, Xi Jinping, Erdoğan, así como las fuerzas políticas de extrema derecha en Europa, que presentan una tendencia ascendente.
En este sentido, cabe preguntarse si las guerras actuales en Gaza y Ucrania son una ofensiva de quienes diseñaron el orden mundial tras la implosión del bloque oriental para mantener su posición dominante, ahora en declive. En estos conflictos, los principales aliados de Kiev y Tel Aviv son Estados Unidos y la Unión Europea, los principales defensores de las tesis de Fukuyama. Estos actores conforman la civilización occidental descrita por Huntington, que ha moldeado los valores políticos, económicos y comunicativos a nivel mundial. Sin embargo, por primera vez, esta hegemonía enfrenta la amenaza de ser desplazada por el auge de nuevos polos de poder.
En cuanto a la pregunta inicial de este análisis sobre quién será el protagonista del siglo XXI, la respuesta no es sencilla. No hay duda de que el siglo XX fue el siglo de Estados Unidos. Sin embargo, el siglo XXI podría estar marcado por el protagonismo de los países que, durante la Guerra Fría, conformaron el Movimiento de Países No Alineados. Ahora representados por el G77 o el sur global, estos países probablemente serán actores clave para inclinar la balanza hacia el bloque de potencias democráticas o revisionistas.
Sin embargo, considerando el ascenso de los nacionalismos y el incremento de la competencia entre potencias, surge la pregunta de si el orden internacional liberal podría transformarse en un orden anárquico, similar al que existió en la Europa previa a la Primera Guerra Mundial. Esto se ve reflejado en la apuesta de la mayoría de las potencias por reforzar su soberanía e interés nacional.
Al mismo tiempo, muchas de estas potencias (si no todas) enfrentan graves problemas internos que deben resolver. Estos problemas podrían representar su mayor amenaza, ya que la historia demuestra que la mayoría de los imperios, tras alcanzar su máximo poder, suelen caer debido a sus propias contradicciones internas, como ocurrió con el Imperio romano o la extinta Unión Soviética.
En este contexto, la geopolítica, marcada por la toma de decisiones basadas en el interés nacional de cada potencia, está ganando terreno frente a las instituciones de gobernanza global como la ONU. Además, aunque el Estado sigue siendo el principal sujeto internacional, no tiene control total sobre todos los flujos, lo que limita su influencia. Asimismo, existen enormes concentraciones de riqueza e influencia bajo el control de nuevas fuerzas activas.
Esta hipótesis puede tener sentido al ver cómo las grandes potencias se están retrayéndose sobre sí mismas y en sus propias esferas de influencia regional, evitando implicarse en asuntos o conflictos que no afecten sus intereses de seguridad nacional o sus áreas de influencia prioritarias.
No obstante, esta tendencia podría tener efectos perversos, puesto que no ofrece solución a las amenazas transnacionales que requieren la cooperación de todos los actores (Estados, organizaciones multilaterales y transnacionales, corporaciones, sociedad civil etc.) para hacerles frente de manera exitosa. Un hecho que refuerza la idea basada en que la formación de un mundo u orden apolar puede ser peligrosa, pero el cual, a tenor de las tendencias actuales, parece que puede ser una hipótesis realista.
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