Ruanda es un país africano conocido por su diversa composición étnica, principalmente de hutus, tutsis y twas. Además, fue escenario de un trágico genocidio que comenzó el 7 de abril de 1994. El genocidio en Ruanda no fue un estallido aleatorio de violencia, sino la trágica culminación de años de tensiones étnicas profundamente arraigadas, luchas de poder político y manipulación por parte de facciones extremistas. Este mes se cumplen 30 años desde el inicio del genocidio que marcó un antes y un después en el mundo.
Antes de la época colonial, Ruanda era un territorio administrado por una monarquía respaldada por la etnia tutsi, quienes, a pesar de ser minoría, ostentaban la mayoría de puestos de poder al ser propietarios de gran parte de los medios de producción.
En la Conferencia de Berlín de 1884, las principales potencias europeas se repartieron las colonias del continente africano. Así, Ruanda pasó a ser parte del África Oriental Alemana junto a Burundi. Pese a encontrarse bajo el poder colonial alemán, la jerarquía social de Ruanda continuó intacta.
Después de la Primera Guerra Mundial (1914-1918), Alemania perdió sus colonias y fue Bélgica, junto a la Sociedad de Naciones, quien se encargó de administrar los territorios de Ruanda y Burundi. Aunque este cambio no alteró demasiado las dinámicas de poder étnicas, sí aumentó las tensiones entre ellas.
Hasta entonces las etnias habían vivido en una relativa armonía y las relaciones interpersonales entre ellas eran comunes. Sin embargo, los belgas implementaron una política basada en el «divide y vencerás», instaurando unas tarjetas de identificación que distinguían la pertenencia de los ciudadanos a las distintas etnias. Debido a que la diferenciación se convirtió en algo institucional, las tensiones étnicas comenzaron a centrarse en cuestiones de raza.
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En 1959 estalló la Revolución Social Hutu, una oleada de violencia en contra de los tutsis que acabó con la vida de cientos de ellos, mientras muchos otros tuvieron que pedir asilo en países vecinos. Esta revolución trajo consigo tres importantes consecuencias: el fin de la dominación tutsi, la independencia de Ruanda en 1962, y la agudización de las tensiones étnicas.
El Frente Patriótico Ruandés y el desencadenante de la guerra civil
Desde que Ruanda obtuvo su independencia, los refugiados tutsis comenzaron a organizarse y a planear ataques hacia el nuevo gobierno hutu. Cada uno de los ataques realizados en contra de los hutus tenía una represalia cada vez mayor, provocando la muerte de más civiles tutsis y generando nuevas olas de refugiados. Para finales de la década de los 80, aproximadamente 480.000 ruandeses se habían convertido en refugiados.
Aunque los refugiados tutsis intentaban volver a su país de origen, el entonces presidente de Ruanda, Juvenal Habyarimana, negó su repatriación argumentando que la situación económica y demográfica del país no estaba preparada para acoger a tal cantidad de refugiados.
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Por esta razón, en 1988 surge el Frente Patriótico Ruandés (FPR) como un movimiento político y militar que pretendía asegurar la repatriación de los ruandeses en el exilio y reformar el gobierno de Ruanda para fomentar un reparto de poderes equitativo entre las etnias. Aunque el FPR estaba compuesto por algunos hutus de las ramas más moderadas, la gran mayoría de integrantes, especialmente los líderes, eran refugiados tutsis asentados en Uganda.
En octubre de 1990, el FPR realizó su mayor ataque hasta la fecha en un intento de tomar Gabiro, ciudad al este de Ruanda. A pesar de que la ofensiva no salió como se esperaba, el intento de invasión comenzó una guerra civil basada en la «guerra de guerrillas». Es durante esta etapa donde empiezan a surgir las condiciones que permitieron ejecutar el posterior genocidio.
Desde Arusha hasta la escalada de violencia
La presión de actores internacionales como la Organización para la Unión Africana, y sus esfuerzos por la pacificación del país, consiguieron la firma de los Acuerdos de Paz de Arusha en agosto de 1993. El Consejo de Seguridad de Naciones Unidas tampoco quedó indiferente ante el conflicto y en octubre de 1993 estableció la United Nations Assistance Mission for Rwanda (UNAMIR), con el objetivo de dar apoyo durante el proceso de paz y proporcionar ayuda humanitaria.
Desde el principio de las negociaciones, se percibía como los sectores hutus más extremistas no compartían la voluntad de lograr y mantener la paz. Algunos expertos han criticado las medidas que fueron aprobadas en los acuerdos de Arusha, pues aseguran que eran inviables en el contexto de polarización social en el que se encontraba Ruanda. Por lo tanto, las demoras en su implementación se generalizaron junto a las violaciones sistemáticas de los derechos humanos, y así la situación de seguridad se deterioró. Posteriormente, se demostró que los extremistas de la mayoría hutu estaban planeando una campaña para exterminar a los tutsis y a los hutus moderados mientras hablaban de paz.
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La situación estalló el 6 de abril de 1994, cuando el avión donde se encontraban los presidentes de Burundi y Ruanda fue derribado, resultando en el fallecimiento de ambos. Aunque la autoría del ataque nunca fue descubierta, el gobierno hutu decidió culpar al FPR, lo que desató una rápida escalada de violencia. Al día siguiente, el 7 de abril de 1994, con el pretexto de mantener el orden y defender el Estado, las fuerzas gubernamentales, junto con grupos de milicias como los Interahamwe, atacaron sistemáticamente a los tutsis y a los hutus más moderados orquestando matanzas en masa, violaciones y una destrucción generalizada.
La emisora de radio RTLM, junto con otros medios de comunicación, difundió discursos de odio y alentó a los civiles a participar en la matanza, alimentando la rápida propagación de la violencia y amplificando los horrores del genocidio. En apenas 100 días, al menos 800.000 personas fueron asesinadas, entre 150.000 y 250.000 mujeres fueron violadas, y 2 millones de personas huyeron del país convirtiéndose en refugiados.
Esta oleada de violencia continuó hasta que el 4 de julio del mismo año el FPR se hizo con el control militar del país.
El legado del genocidio en Ruanda: cicatrices sociales y tensiones regionales
El genocidio de Ruanda ha dejado cicatrices profundas y duraderas tanto en la sociedad como en las relaciones regionales del país. Este episodio ha supuesto un trauma nacional que ha convertido la etnia en un tema tabú. Esto no supondría un problema, si no fuera por la existencia de una tercera etnia que se encuentra totalmente marginada.
A pesar de que 10.000 twas (un tercio de su población en Ruanda) fueron asesinados durante el genocidio, solo se reconoció a los tutsis víctimas de este. Esto impidió que los twas tuvieran acceso a las indemnizaciones y, al no poder identificarse como etnia, no pueden reclamar sus derechos históricos sobre sus tierras.
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Además de su impacto interno, el genocidio en Ruanda tuvo importantes repercusiones en las relaciones regionales. El fracaso de la comunidad internacional a la hora de intervenir y prevenir el genocidio puso de relieve la insuficiencia de los mecanismos de respuesta global a tales atrocidades. Así, el caso de Ruanda marcó un antes y un después con la creación del Tribunal Penal Internacional para Ruanda (TPIR) para enjuiciar a los responsables de genocidio y otras violaciones graves del derecho internacional humanitario.
Además, las secuelas del genocidio provocaron tensiones en las relaciones con los países vecinos, en particular con la República Democrática del Congo. El éxodo de perpetradores y refugiados a la República Democrática del Congo ha provocado un conflicto transfronterizo que ha desestabilizado aún más la región.
Las consecuencias del genocidio en Ruanda continúan dando forma a la sociedad y las relaciones regionales del país, subrayando la necesidad de abordar su legado y fomentar iniciativas sostenibles de curación y reconciliación.