India y China protagonizan una rivalidad estratégica que definirá el equilibrio de poder en el siglo XXI. Ambas potencias celebran sus centenarios con proyectos ambiciosos de liderazgo regional y global. Este artículo analiza cómo se preparan para transformar el orden internacional desde visiones profundamente opuestas.
El siglo XXI ha consagrado a Asia como el epicentro de las transformaciones geopolíticas globales. En este nuevo orden emergente, se ha dado una casualidad histórica: sus dos protagonistas aspiran en su centenario a consolidarse como las grandes potencias asiáticas. India y China influirán decisivamente en el equilibrio internacional.
El ascenso simultáneo de ambas naciones, desde mediados del siglo XX hasta hoy, refleja su peso demográfico y económico. También evidencia una ambición compartida por reformular las reglas del sistema internacional desde una posición de poder autónomo.
Tanto China como India han fijado hitos estratégicos con motivo de sus centenarios nacionales: 2049 y 2047, respectivamente. Estos actúan como brújula simbólica y política de sus proyectos estratégicos. No obstante, los caminos que han recorrido desde su fundación moderna son profundamente distintos. El camino indio comenzó con su independencia en 1947, mediante un proceso de descolonización relativamente pacífico.
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Este proceso se basó en el constitucionalismo democrático y el liderazgo no violento, con el objetivo de cimentar su construcción nacional. India rompió con el legado cultural británico y comenzó un nuevo camino a partir de medios propios. La partición del país en 1947, que dio origen a Pakistán, provocó una de las mayores migraciones forzadas de la historia contemporánea. Además, cimentó una relación de rivalidad y tensión fronteriza que persiste hasta hoy.
Por su parte, China emergió de una cruenta guerra civil en 1949 con el establecimiento de un Estado comunista centralizado. Este se basó en una estructura partidista sólida que dividió a su sociedad en dos. Parte de su población se exilió y fundó la autodenominada República de China, lo que generó un conflicto de soberanía no resuelto. Este conflicto sigue siendo uno de los principales focos de tensión geopolítica del siglo XX.
Esta diferencia fundacional se traduce en dos modelos distintos de construcción nacional. Mientras India celebraba su primera elección democrática en 1951-52, convirtiéndose en el mayor experimento democrático del mundo, China lanzaba su primera campaña de colectivización agraria. Esta desembocaría en el ‘Gran Salto Adelante’ (1958–1962), con consecuencias devastadoras. Entre ellas, una hambruna que costó decenas de millones de vidas.
Así, las trayectorias de India y China se entrecruzan en múltiples dimensiones. Estas abarcan desde sus modelos de desarrollo económico hasta sus enfoques sobre política exterior y su concepción del poder nacional. En el contexto de sus centenarios, la comparación entre ambas potencias resulta especialmente útil. Esto cobra relevancia en la coyuntura actual, cuando se disputa no sólo el liderazgo regional en Asia, sino también la capacidad de influir en el futuro orden global.
Dos visiones hacia el centenario basados en el poder nacional
Si bien India y China comparten el objetivo de alcanzar su plenitud nacional de cara a sus respectivos centenarios, sus estrategias para lograrlo expresan visiones profundamente distintas del mundo. En primer lugar, la República Popular China fue proclamada en 1949 tras una guerra civil que clausuró décadas de fragmentación, intervención extranjera y debilidad imperial. Desde entonces, el nuevo país se constituyó como una estructura autoritaria y centralizada, con una clara vocación de transformación revolucionaria. Esta característica marcará su visión estratégica hacia su centenario.
En sus primeras décadas, bajo el liderazgo de Mao, el país transitó por experiencias ideológicas de gran calado, como el Gran Salto Adelante y la Revolución Cultural. Estas iniciativas pretendían acelerar el desarrollo socialista, pero terminaron generando desastres económicos y fracturas internas de enorme magnitud. No obstante, de estas décadas nació una sociedad fuerte y unitaria. También surgió una narrativa de legitimidad anclada en el sacrificio revolucionario y el rechazo al orden internacional que se gestaba en las instituciones occidentales.
Indudablemente, el giro estratégico llegó con Deng Xiaoping en 1978, al reconocer la necesidad de modernización sin abandonar el monopolio del PCCh. Las reformas económicas impulsadas por este líder supusieron una apertura progresiva al capital extranjero, la creación de zonas económicas especiales y una apuesta por el desarrollo industrial orientado a la exportación. Con ello, se consolidó un modelo de crecimiento sostenido que sentaría las bases del ascenso chino en las décadas siguientes.
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Actualmente, la narrativa promovida por Xi Jinping bebe de esa evolución, pero la reinterpreta bajo el concepto del «Rejuvenecimiento de la Nación China». Este concepto sitúa a 2049 como el punto de restauración plena de su estatus como gran potencia. Por tanto, es posible afirmar que esta visión combina orgullo histórico, liderazgo tecnológico, afirmación geoestratégica y fortalecimiento del Partido como núcleo de cohesión nacional.
India, por su parte, alcanzó la independencia tras una larga lucha anticolonial liderada por el Congreso Nacional Indio y figuras como Gandhi y Nehru. Ese proceso marcó el inicio de una democracia pluralista que ha perdurado hasta hoy, a pesar de profundas tensiones internas. Su evolución nacional también ha estado marcada por una relación ambivalente con China desde que establecieran relaciones diplomáticas en 1950. Esta relación ha estado atravesada por episodios de cooperación, recelos estratégicos y disputas fronterizas. Entre ellas se destacan la guerra de 1962 o los choques en Ladakh en 2020, que reflejan una rivalidad latente entre dos modelos opuestos de liderazgo regional.
Frente al modelo revolucionario chino, el país indio optó por una transición constitucional y pacífica. Esta se fundamentó en la construcción de instituciones democráticas, la división de poderes y el respeto a una sociedad heterogénea. Esa diversidad incluye aspectos religiosos, lingüísticos y étnicos. En lo económico, apostó inicialmente por una vía mixta, con fuerte presencia estatal y planificación quinquenal, similar a la planificación china.
También aplicó un modelo de sustitución de importaciones inspirado en el desarrollo autónomo. Todo lo anterior respondía a una estrategia orientada a evitar la dependencia externa sin renunciar a la justicia social. Aunque tuvo resultados dispares, el objetivo era claro: competir con su homólogo chino.
En el ámbito internacional, India articuló una política exterior basada en el no alineamiento. Con ello evitó integrarse en la lógica bipolar de la Guerra Fría. Esta estrategia contrastó con la postura china a partir de los setenta y su acercamiento a EE. UU. Esa posición le permitió reclamar una identidad propia en el sistema internacional. Así, se proyectó como defensora del denominado Sur Global. Sin embargo, esa postura mostró limitaciones estratégicas evidentes, en un espacio cada vez más disputado con Pekín. El gran punto de inflexión llegó en 1991, cuando una grave crisis financiera llevó al gobierno a implementar reformas estructurales y liberalizar su economía. Así se sentaron las bases de un nuevo modelo que perdura hasta hoy.
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Desde entonces, India ha experimentado un crecimiento notable, sobre todo en sectores intensivos en conocimiento y tecnología. Destacan los servicios digitales y las telecomunicaciones. Esto ha resultado en un auge económico que ha impulsado su proyección internacional. Paralelamente, a nivel interno, se consolida como una democracia electoral. También destaca su creciente nacionalismo cultural y sus aspiraciones de autonomía estratégica. Así propone un país moderno, próspero y con capacidad de liderazgo global, sin renunciar a su identidad democrática y civilizatoria.
Pero, ¿con qué planes cuenta Pekín y Nueva Delhi?
El centenario nacional actúa como un horizonte simbólico para China e India, guiando sus planes estratégicos como herramientas de cohesión interna y proyección global. En el caso chino, el «Sueño del China 2049» formulado por Xi Jinping es una visión integral de renacimiento nacional. Este proyecto articula los objetivos históricos del PCCh en torno a cuatro ejes: modernización socialista, autosuficiencia tecnológica, liderazgo global y estabilidad política bajo control autoritario.
En este sentido la ambición es clara. Para el centenario de la República Popular, China debe haber alcanzado el estatus de potencia plenamente desarrollada, autosuficiente en lo tecnológico y militar, y con un rol protagónico en la arquitectura internacional. Instrumentos clave de este objetivo son planes como el «Made in China 2025», orientado a reducir la dependencia de tecnología extranjera en sectores estratégicos. Entre ellos destacan la robótica, la inteligencia artificial y los semiconductores.

A ello se suma la famosa Iniciativa de la Franja y la Ruta. Esta representa la dimensión geoeconómica de su estrategia, mediante una red global de infraestructuras, comercio e influencia financiera, con epicentro en Pekín. Este despliegue busca modelar un nuevo orden internacional más favorable a sus intereses. Paralelamente, China ha intensificado su programa de modernización militar.
Se ha centrado en capacidades navales, aeroespaciales y cibernéticas, con el objetivo de proyectar poder más allá de sus fronteras y contrarrestar a EE.UU. en el Indo-Pacífico. Todo ello se integra en un modelo de «socialismo con características chinas». En este modelo, la legitimidad no se basa en la participación política, sino en el rendimiento económico, la estabilidad social y el orgullo nacional. Xi Jinping se sitúa como figura central en esta narrativa.
India, por su parte, ha proyectado su horizonte estratégico bajo la fórmula de «Viksit Bharat 2047» (India Desarrollada). Este plan busca transformar al país en una potencia económica, innovadora y socialmente creciente para cuando se cumpla el centenario de su independencia. Se estructura sobre tres pilares: crecimiento económico sostenido, liderazgo tecnológico y consolidación de una gobernanza moderna y eficiente.
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A diferencia del enfoque chino, el proyecto indio pone énfasis en la digitalización, la inclusión social y la reforma institucional, todo bajo el marco de una democracia electoral. No obstante, cabe destacar que el enfoque chino presenta una estructura de planificación más centralizada, sólida y clara que la del gobierno indio. Esto se debe a la diferencia en la toma de decisiones de cada modelo.
Uno de los aspectos más destacados de esta visión es la aspiración de India a posicionarse como una alternativa democrática a China en la región. Esta ambición, impulsada por el gobierno de Modi, se apoya tanto en un relato civilizatorio (el redescubrimiento de una India milenaria y autosuficiente) como en una estrategia de afirmación geopolítica. En este sentido, el impulso del nacionalismo hindú no sólo redefine los contornos de la identidad nacional. También fortalece el relato de una India fuerte, orgullosa y con voluntad de liderazgo. No obstante, ambos modelos presentan similitudes y diferencias que deben ser analizadas para comprender en profundidad el marco en el que se mueven estas potencias.
Modelos en contraste: afinidades y diferencias
A pesar de las profundas diferencias que los separan, India y China comparten ciertos rasgos estructurales que explican su creciente protagonismo en el escenario internacional. Ambas son civilizaciones milenarias convertidas en Estados continentales con poblaciones superiores a los mil millones, lo que les otorga una escala demográfica y un peso simbólico y geoeconómico difícilmente replicable.
Esta magnitud se traduce en mercados internos vastos, reservas estratégicas de mano de obra y capacidad para moldear dinámicas regionales y globales desde una lógica de autonomía relativa. Además, tanto India como China han sostenido un crecimiento económico significativo durante las últimas décadas, ampliando su influencia en foros multilaterales, redes de cooperación y apostando por su competitividad militar.
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En el plano interno, el nacionalismo se ha consolidado en ambos países como uno de los pilares fundamentales de legitimación. En China, se articula como una narrativa de restauración histórica frente al «siglo de humillación» y se instrumentaliza desde el gobierno para cohesionar a la sociedad bajo el liderazgo del PCCh. Y en India, el nacionalismo ha adquirido un cariz cultural y religioso, impulsado por el ideario del Hindutva, que redefine la identidad nacional en clave civilizatoria y excluyente. En ambos casos, el nacionalismo no solo cumple una función integradora, sino que también justifica ambiciones exteriores y posicionamientos estratégicos frente a actores globales.
Otro punto de convergencia es la apuesta por tecnologías emergentes, infraestructuras críticas y el fortalecimiento de cadenas de suministro autónomas. China lo está haciendo a través de planes estatales ambiciosos ya mencionados y la inversión masiva en inteligencia artificial, semiconductores y conectividad global.
India, con menos recursos, ha priorizado la innovación digital, la soberanía tecnológica y la inversión en infraestructuras físicas y virtuales como palanca para el crecimiento inclusivo, priorizando sectores estratégicos como los semiconductores y la inteligencia artificial, comunes a ambos modelos.
A pesar de ello, las diferencias entre ambos modelos son profundas y determinantes. Dejando a un lado aspectos de organización política interna ya mencionados y situando el foco en lo económico, China destaca por un modelo de planificación estatal con fuerte intervención pública, grandes conglomerados nacionales y dirección estratégica centralizada que persigue un mayor control frente a otros modelos.
Por su parte, India combina una economía de mercado descentralizada con elementos de regulación estatal, impulsada por un sector privado más disperso y dinámico que le permite adaptarse mejor a determinadas fluctuaciones del sistema internacional. A pesar de lo anterior, ambos países se destacan por un fuerte pragmatismo en sus relaciones económicas internacionales, donde juegan constantemente en un equilibrio de alianzas guiado por su interés nacional.
Por último, es necesario mencionar sendas políticas exteriores. Primeramente, Pekín actúa desde una lógica revisionista y jerárquica, buscando redefinir las normas del orden internacional y establecer su primacía regional e internacional. Por otro lado, Nueva Delhi promueve un ascenso adaptativo, buscando mayor influencia sin desafiar abiertamente el sistema vigente, dando lugar a sistemas de alianzas que funcionan para que India esté en los principales foros internacionales como actor fiable, ya sea en términos de defensa, seguridad o economía.
Esta proyección se complementa con una activa política exterior de alianzas estratégicas en la región. India actualmente forma parte del QUAD junto a EE.UU., Japón y Australia; participa en iniciativas como el Marco Económico del Indo-Pacífico; y ha reforzado sus relaciones bilaterales con Occidente sin abandonar su tradicional autonomía estratégica. Todo ello en un esclarecedor esfuerzo de contener la influencia china en la región y consolidarse como eje de equilibrio en un Indo-Pacífico cada vez más central en la disputa global.
Por tanto, estas similitudes y diferencias no solo configuran la rivalidad entre ambas potencias, sino que también reflejan dos visiones distintas del poder, la legitimidad y el lugar de Asia en el mundo. Revelando que, aunque comparten la aspiración de protagonismo, representan apuestas divergentes sobre cómo ejercerlo y hacia dónde debe evolucionar el orden internacional.
Rutas convergentes para el siglo del poder asiático
A medida que China e India se aproximan a sus respectivos centenarios, ambas potencias enfrentan un horizonte lleno de oportunidades y desafíos estructurales. Si bien han consolidado sus posiciones como actores clave del orden global, el camino hacia la materialización plena de sus visiones estratégicas no será lineal. En este proceso, la competencia tecnológica será uno de los principales campos de disputa. No solo por su valor económico, sino porque condiciona directamente la autonomía estratégica de ambos países.
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A ello se suman focos de inestabilidad regional, la militarización del Indo-Pacífico y la persistente tensión en la frontera sino-india. También influye la cuestión de Taiwán, que puede reconfigurar drásticamente las prioridades de seguridad en Asia. Por último, el reordenamiento del llamado Sur Global, con nuevos liderazgos y bloques económicos emergentes, exige respuestas. Las crecientes demandas de reforma del sistema multilateral colocan tanto a Nueva Delhi como a Pekín ante la necesidad de demostrar poder y legitimidad global.
El interrogante sobre quién alcanzará con mayor éxito su proyecto centenario no tiene una respuesta simple. China ha demostrado una gran capacidad de planificación, concentración de recursos y ejecución. Sin embargo, enfrenta riesgos crecientes como la posible desaceleración económica, el envejecimiento demográfico, la presión internacional y las tensiones internas.
India, por su parte, apuesta por una resiliencia democrática que también enfrenta riesgos. A eso se suman desafíos estructurales como la desigualdad, la polarización política, la gobernanza fragmentada y las vulnerabilidades logísticas.
Indudablemente, el sistema internacional observará cómo ambos modelos, con sus ritmos y contradicciones, se pondrán a prueba. Esto ocurrirá en un contexto de transformación acelerada y competencia sistémica. Por tanto, lo que está en juego hacia 2047 y 2049 es la culminación de trayectorias nacionales y la validación de visiones alternativas del poder global.
Concluyendo, y en un sistema internacional cada vez más anárquico, volátil y multipolar, el pulso entre Pekín y Nueva Delhi definirá el equilibrio en Asia. También contribuirá a establecer pilares esenciales del nuevo orden global. Más allá de quién lidere en términos cuantitativos, el verdadero debate reside en qué modelo de legitimidad, desarrollo y orden se impondrá. El siglo del poder asiático será también, en última instancia, el siglo de la disputa por el significado del poder global.
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