La amenaza de una nueva guerra global ya no es una simple hipótesis. Las potencias nucleares vuelven a estar cara a cara, en un tablero cada vez más inestable. Miquel Ribas, alumno del Máster Profesional de Analista Internacional y Geopolítico y el Curso de Experto en China de LISA Institute, analiza este contexto donde el poder nuclear, la economía y el liderazgo irracional marcan el rumbo del siglo XXI.
En 1945 finalizó la Segunda Guerra Mundial. Fue el conflicto que causó el mayor número de víctimas mortales, tanto militares como civiles. También provocó la destrucción masiva de ciudades e infraestructuras. Tras la caída de las potencias del Eje, los llamados Aliados se reunieron en una serie de conferencias. Su objetivo era diseñar el nuevo orden mundial que surgiría tras el fin de la guerra.
Uno de los objetivos buscados fue la creación de una institución de gobernanza global que pudiera prevenir la repetición de una masacre en tales condiciones. Para ello, nació la Organización de las Naciones Unidas (ONU), cuyas funciones principales eran el mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales, tal como se reconoce en el Artículo 1.1 de la Carta de la Organización.
Sin embargo, la ONU ha demostrado ser ineficaz en las funciones de policía global que ejerció el Reino Unido en el siglo XIX y Estados Unidos en el XX. De igual manera, el diseño institucional no brindó garantías viables. Estableció un órgano, el Consejo de Seguridad, en el cual los cinco miembros permanentes han tenido derecho a veto. Por tanto, disponen de la capacidad de bloquear resoluciones que puedan perjudicar sus intereses. El derecho a veto significa que la ONU jamás podrá emprender ninguna acción contra una superpotencia, lo que las exime del cumplimiento del derecho internacional.
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En este contexto, más que la creación de la ONU, según la escuela realista de relaciones internacionales, el desarrollo de la bomba nuclear por parte de Estados Unidos, y la posterior adquisición de este armamento por parte de la URSS en 1949, fueron los acontecimientos clave que evitaron una confrontación directa entre Moscú y Washington. Como consecuencia, también se evitó una guerra global durante la Guerra Fría.
Además, en ciertos casos desde 1945, la bomba nuclear se consideró una forma de economizar en la guerra debido a su poder destructivo masivo. Este permitía arrasar ciudades enteras en comparación con los recursos que habrían debido asignarse a las armas convencionales.
El verdadero poder del arsenal nuclear reside no solo en su poder destructivo, sino también en su capacidad disuasoria. En este contexto, las dos superpotencias evitaron enfrentamientos directos, basándose en un equilibrio de poder fundado en el terror y en la destrucción mutua asegurada.
Esta dinámica se reflejó, por ejemplo, durante la era de Jruschov en la URSS, cuando el líder soviético buscó reducir el volumen de las fuerzas armadas soviéticas. Intentó economizar el gasto militar, compensándolo con un refuerzo del arsenal nuclear. Algo similar ocurrió con la carrera armamentista de Ronald Reagan y su Iniciativa de Defensa Estratégica, que apostaba por mejorar las capacidades tecnológicas para generar mayor daño con un menor número de misiles.
Sin embargo, si bien la existencia de arsenales nucleares por parte de un pequeño grupo de potencias no impidió el surgimiento de conflictos, esto no evitó nuevos enfrentamientos. Durante la Guerra Fría no reaparecieron guerras totales como las que sacudieron Europa en la primera mitad del siglo XX. En su lugar, emergieron nuevas formas de guerra por delegación o subsidiaria.
Estas se libraban entre dos bandos: en ocasiones interestatales, como Corea o Vietnam, con rasgos de conflictos convencionales clásicos, y otras veces intraestatales, como en Afganistán o Nicaragua, entre una fuerza gubernamental y organizaciones paramilitares. Cada bando era respaldado por una superpotencia, aunque sin involucrarse directamente en el conflicto.
Esta nueva modalidad, alejada del modelo de conflicto convencional, condujo al surgimiento de las llamadas guerras de cuarta generación. Se trata de conflictos asimétricos, en los que una organización paramilitar puede combatir en condiciones de inferioridad frente a fuerzas armadas regulares. Sin embargo, logra prolongar sus actividades con el objetivo de debilitar al poder estatal y forzarlo a abandonar la lucha por puro agotamiento.
Ni la existencia de la bomba nuclear ni de la bomba termonuclear (bomba de hidrógeno) han conseguido prevenir o erradicar los conflictos. En este contexto, ninguna potencia ha renunciado a la guerra como instrumento político. Al fin y al cabo, como dijo el militar prusiano Karl von Clausewitz, la guerra es el ejercicio de la política por otros medios.
Además, como añadió Einstein tras la Segunda Guerra Mundial, refiriéndose a la tecnología militar: «todo ha cambiado excepto nuestra forma de pensar». El concepto de guerra sigue vigente; lo que ha cambiado es la manera de hacerla.
Nuevas formas de guerra: perdida de relevancia del poder militar por otros poderes
Pese a que las guerras se han librado generalmente a través del poder militar, éste no es la única manera de llevar a cabo una guerra ya que, en la actualidad los conflictos se pueden librar a partir de múltiples instrumentos que pueden generar mayor daño que el uso de la potencia militar. El coronel Pedro Baños define que loe elementos que configuran el poder mundial son:
- Potencia militar
- Capacidad económica
- Diplomacia
- Servicios de inteligencia
- Recursos naturales
- Territorio y población
- Potencialidades intangibles
- Conocimiento y tecnología
- Comunicación estratégica
En los últimos años, con la creación del orden internacional liberal surgido del Consenso de Washington de 1989, el poder militar ha perdido importancia gradualmente. Ha cedido terreno frente a otras formas de poder ejercidas por potencias emergentes. La URSS se derrumbó sin que la OTAN tuviese que disparar un solo tiro. Su colapso se debió a la ineficiencia del sistema económico de planificación centralizada y los problemas internos del modelo comunista.
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Además, en los años ochenta, Washington vinculó la producción de armamento al desgaste de los recursos del complejo militar soviético. A principios de esa década, mientras EE.UU. destinaba el 6 % de su producto nacional bruto (PNB), la URSS debía dedicar el 12 %. Esta diferencia reflejaba la presión sobre la economía soviética. Se trataba de una estrategia para ahogar a una economía ya debilitada, forzándola a invertir más en defensa que en productos de consumo o de primera necesidad.
China, actualmente, ejerce su poder mediante relaciones económicas y comerciales, así como por la dependencia que muchos países tienen de sus productos. Un ejemplo es el caso de Mongolia, cuyo comercio bilateral con China representa solo el 0,15 % del total chino. Sin embargo, para Ulán Bator, el 90 % de sus exportaciones van dirigidas a China. Esto significa que, si China dejara de comprar productos mongoles, Mongolia colapsaría, mientras que Pekín apenas lo notaría.
De manera similar, en la guerra de Ucrania, el principal factor disuasorio de Putin ha sido el uso de recursos energéticos y agrícolas. Estos sirven para disuadir a ciertos países de apoyar a Ucrania o para ganar respaldo del Sur Global. Varios de estos países dependen del trigo y la energía rusa para garantizar su seguridad alimentaria y su abastecimiento energético.
Esto ha dado lugar a conflictos que ya no son únicamente de base militar, como ocurría durante la Guerra Fría entre EE.UU. y la URSS. Ahora también se manifiestan en ámbitos comerciales y tecnológicos. Lo vemos en las continuas disputas entre Washington y Pekín por la hegemonía global. En el contexto actual, esa hegemonía está más vinculada a economía, recursos naturales y tecnología que al poder militar. De hecho, la capacidad económica podría considerarse el verdadero poder, por encima del músculo bélico o de la potencia militar.
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Esto no significa que el poder militar deba ignorarse o ser infravalorado. Ha demostrado ser útil en ciertos conflictos, como las dos Guerras del Golfo. En ambas, coaliciones internacionales lideradas por EE.UU. derrotaron sin dificultad al Iraq baazista de Saddam Hussein. Lo hicieron gracias a su superioridad aérea y terrestre, especialmente con los tanques Abrams-1, que destruyeron fácilmente los carros de combate soviéticos empleados por Bagdad.
Otro ejemplo del uso eficaz del poder militar es la intervención rusa en Siria, que salvó al presidente Al Asad de la derrota. Sin embargo, no deben ignorarse los fracasos. Entre ellos, el de Israel frente a organizaciones no estatales como Hezbolá y Hamás. O el caso de Estados Unidos en Afganistán contra los talibanes, donde el poder militar no fue decisivo.
Al fin y al cabo, la guerra es una cuestión de azar. La superioridad militar ya no garantiza inclinar la balanza, como ocurría en guerras convencionales del pasado. Antes, el bando con más armas solía mantener el equilibrio de poder. El que tenía menos capacidad militar quedaba automáticamente en desventaja.
El factor humano siempre ha sido considerado el más relevante en una contienda. Este factor explica el éxito de los talibanes, los muyahidines y el «sumud» palestino. Su perseverancia constante ha logrado resistir al poder militar de Estados como Israel, entre otros.
El futuro de las guerras: ¿el regreso a una nueva guerra total con armas nucleares?
El continente europeo, que ha sufrido los efectos más devastadores de la guerra tras haber sido campo de batalla de ambas guerras mundiales, ha vivido un cambio significativo. Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, sólo ha experimentado las Guerras de los Balcanes como conflicto armado relevante.
Internamente, la creación y el desarrollo del proyecto europeo y la generación de interdependencia económica entre los países han eliminado el riesgo de guerra. A lo largo de estos años, con la excepción de las Guerras de los Balcanes, Europa probablemente ha experimentado el período de paz más largo de su historia.
Sin embargo, la operación militar especial ordenada por el Kremlin ha vuelto a plantear el espectro de la guerra convencional.
Este riesgo se ha acentuado con la escalada de tensiones entre Teherán y Tel Aviv, así como con la decisión de la Administración Trump de llevar a cabo un ataque quirúrgico contra las instalaciones nucleares iraníes en Isfahán, Natanz y Fordo. Esta operación, conocida como Martillo de Medianoche, ha llevado al presidente ruso a expresar su temor por una posible Tercera Guerra Mundial.
El historiador militar Gwynne Dyer, agregaba que había tres grandes cambios que podían llevar al sistema internacional al nuevo desorden. En su opinión estos aspectos eran: el cambio climático, el ascenso de nuevas potencias y la proliferación nuclear. Estos tres cambios se están produciendo actualmente. Desde la Primavera Árabe y la guerra en Siria, junto con el auge del Estado Islámico en Irak y Siria, ha surgido una crisis de refugiados en Europa.
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Es probable que los movimientos migratorios del sur al norte se deban a las debilidades económicas de los países del Sur Global. Estas debilidades son consecuencia del modelo de relaciones conocido como división norte-sur. También influyen las hambrunas provocadas por el auge de grupos de extrema derecha. Estos grupos defienden el fortalecimiento del Estado-nación frente a los modelos de integración supranacional y promueven una línea dura contra la inmigración.
Estos factores podrían conducir a la desestabilización y al colapso de las relaciones internacionales y generar, consecuentemente, nuevos conflictos.
Por otro lado, el historiador militar añadió que el surgimiento de nuevas potencias podría explicarse mediante la teoría de la llamada «trampa de Tucídides», introducida por Graham Alison. Esta teoría sostiene que, en general, una potencia en declive que se siente amenazada por otra en ascenso suele acabar conduciendo a la guerra. Desde el final de la Guerra Fría, Estados Unidos ha llevado a cabo numerosas intervenciones militares en la antigua Yugoslavia, Iraq y Afganistán, buscando usar su poder para generar un cambio de régimen.
Sin embargo, a lo largo de la Guerra Global contra el Terror, los rivales estratégicos de EE.UU. fueron potencias intermedias o débiles, que no representaban una amenaza global. Esta misma correlación de fuerzas se observó en el caso de Rusia en 2009 con Georgia, en las acciones de Israel en Líbano y Gaza, y en la intervención militar de Arabia Saudita en Yemen. El objetivo saudí era aplastar la resistencia del movimiento Ansar Allah, comúnmente conocido como los hutíes. Todos estos conflictos tuvieron un alcance local o regional, sin afectar directamente la estabilidad ni la seguridad internacional.
A pesar de ello, la situación ha cambiado en los últimos años. La guerra en Ucrania es actualmente un enfrentamiento con Rusia, la principal potencia nuclear del mundo. En Oriente Medio también está involucrado Irán, considerado la principal potencia regional junto con Israel y Arabia Saudí. Estas naciones cuentan con capacidades militares convencionales, terrestres y balísticas que resultan significativas en el panorama actual.
Además, en la región del Indo-Pacífico se está desarrollando una carrera armamentística preocupante. Tokio ha decidido revisar el artículo 9 de su Constitución, que impone el pacifismo, y reforzar sus capacidades militares. También persiste la tensión estructural entre Seúl y Pyongyang, así como la cuestión no resuelta de Taiwán. A esto se suma el conflicto entre las dos potencias nucleares del océano Índico, India y Pakistán, por su histórica disputa territorial sobre Cachemira.
Finalmente, existe el peligro de la proliferación nuclear. El Tratado de No Proliferación Nuclear (TNP) ha fracasado. Fue firmado en 1968 y entró en vigor en 1970, motivado por la obtención de la bomba nuclear por parte de la República Popular China en 1964. En aquel entonces, solo los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad poseían armas nucleares y el TNP buscaba evitar que nuevas potencias pudiese adquirir esta tipología de armamento.
Actualmente, son nueve, y existe el riesgo de una mayor proliferación, como se observa en el caso de Irán, que ha estado desarrollando un programa nuclear desde 2002, o Corea del Norte, que abandonó el TNP en 2003 y obtuvo armas nucleares tres años después. Igualmente, la República Popular China ha mejorado significativamente sus capacidades nucleares.
Por otro lado, los tratados de limitación de armamento (tanto convencional como nuclear) firmados entre Washington y Moscú desde la llegada de Gorbachov al poder, en 1985, hasta la primera década del siglo XXI han sido olvidados o algunas de las principales potencias se han retirado.
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Un ejemplo destacado tuvo lugar en 2019 cuando EE.UU. y Rusia, tras la decisión de Washington, se retiraron del Tratado sobre Fuerzas Nucleares de Alcance Intermedio (INF por sus siglas en inglés), el cual prohibía los misiles balísticos y de crucero terrestres con alcances de 500 a 5.500 kilómetros.
Del liderazgo racional hacia la irracionalidad: ¿la nueva gran amenaza?
Todo esto nos lleva a pensar que estamos ante un nuevo desorden global que puede conducir a una nueva confrontación. Por primera vez, esta confrontación podría implicar un choque directo entre potencias nucleares, algo que nunca ocurrió durante la Guerra Fría. En este sentido, es necesario advertir sobre el peligro que representa el factor humano en el ejercicio del liderazgo. Los actores internacionales están dirigidos por este factor, el cual condiciona directamente su racionalidad.
Esto nos invita a reflexionar sobre si las grandes potencias actúan desde la racionalidad o si, por el contrario, se guían por impulsos e irracionalidad. La falta de reflexión puede conducir a decisiones peligrosas. Putin, por ejemplo, ha sido históricamente un líder racional y calculador, que evita asumir riesgos innecesarios en política exterior. Sin embargo, en el caso de Ucrania, subestimó las consecuencias de su acción.
De igual manera, Netanyahu ha decidido extender la guerra más allá de las fronteras de la llamada Palestina histórica, a todo Oriente Medio, entendiendo que prolongarla es la mejor estrategia para mantenerse en el poder.
Finalmente, está el caso de Trump, igualmente relevante, ya que para el Pentágono, un ataque a territorio iraní siempre se ha considerado una línea roja, ya que la superioridad aérea no es suficiente para derrotar al régimen iraní, sino que se requiere una intervención militar terrestre, e Irán es una fortaleza geográfica muy difícil de invadir protegido por cordilleras de montaña y extensos desiertos.
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El ideal kantiano de paz perpetua, al que Occidente parecía haberse acostumbrado, ha muerto, y volvemos a una era bélica más peligrosa que nunca, dado que se están produciendo enfrentamientos directos con potencias nucleares.
Todo esto, que ocurre tanto en Oriente Medio como en Ucrania, puede llevar a reflexionar sobre si la llamada trampa de Tucídides se ha extendido a nivel global, reflejando un declive de Occidente, que se ve obligado a recurrir a la guerra de matriz militar para frenar el auge de Oriente, dada su incapacidad para hacerlo por otros medios, como la economía.
Tucídides dijo que «El fuerte hace lo que quiere y el débil sufre lo que debe» y lamentablemente parece que esa es la dinámica que guía las relaciones internacionales, haciendo irrelevante el derecho internacional con el problema añadido de que las grandes potencias, con su accionar irracional, nos están llevando a un entorno muy volátil con importantes implicaciones para la seguridad internacional y la economía.
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