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La evolución del asesinato político: de la daga al algoritmo

Análisis

Artiom Vnebreaci Popa
Artiom Vnebreaci Popa
Licenciado en Filosofía y Letras por la UAB, y estudiante de Antropología por la UNED. Experto en Estudios del Futuro, Prospectiva y Estudios Culturales. Especializado en la historia de Europa del Este y del Oriente Próximo. Interesado por ciberinteligencia y biotecnología. Es alumno certificado del Curso de HUMINT (nivel 1), Curso de Experto en Análisis de Inteligencia y Curso de Autoprotección en Conflictos Armados de LISA Institute.

A lo largo de la historia, el asesinato como herramienta de estrategia política ha sido una constante en la relación entre poder y violencia. Ha trascendido civilizaciones y se ha consolidado como un recurso primordial. Representa la cima de la ingeniería social violenta: una eliminación física precisa capaz de desencadenar profundos cambios estructurales. Este análisis explora esta ‘institución’ histórica, desde sus manifestaciones más antiguas hasta el presente, y revela los patrones que hacen del homicidio planificado un instrumento eficaz.

El asesinato político ha evolucionado desde las conspiraciones palaciegas de la Antigüedad hasta las sofisticadas operaciones actuales con drones y armas químicas. En Roma, el asesinato fue institucionalizado informalmente, mientras los Hashshashin medievales perfeccionaron el terrorismo de precisión.

El Renacimiento lo convirtió en herramienta de Estado con los Borgia y la República de Venecia. El siglo XIX lo transformó en arma revolucionaria, y la Guerra Fría lo tecnificó mediante venenos indetectables (KGB) y operaciones encubiertas (CIA). Actualmente, métodos como drones, ataques sónicos o el novichok permiten eliminar objetivos sin atribución clara.

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Esta evolución genera tres impactos clave. Primero, erosiona el orden internacional al normalizar la violencia impune. Segundo, fortalece a regímenes autoritarios que silencian a sus opositores con métodos indetectables. Y tercero, crea riesgos globales al democratizarse tecnologías letales, como los ciberataques a marcapasos o posibles armas biológicas selectivas.

El futuro apunta hacia armas autónomas de IA o patógenos diseñados. El asesinato político se transforma así en un acto cada vez más invisible pero devastador, donde el poder radica en eliminar sin consecuencias, con una dosis creciente de despersonalización.

Génesis: los primeros asesinatos que moldearon civilizaciones

La Antigüedad nos ofrece casos paradigmáticos donde el regicidio alteró el destino de imperios. Ramsés III, en el ocaso de su reinado, cayó víctima de una conspiración palaciega. Su esposa Tiyi y su hijo Pentawer orquestaron un golpe que reunía todos los elementos del asesinato político moderno: asesinos que le cercenaron la garganta con precisión, altos funcionarios corruptos involucrados en la trama y un meticuloso encubrimiento.

Los análisis forenses de su momia revelan una herida mortal de siete centímetros y marcas de lucha bajo las uñas.Por otro lado, el Papiro Judicial de Turín documenta que este magnicidio buscaba alterar la línea sucesoria. Todo ocurrió en un contexto de crisis, marcado por las invasiones de los Pueblos del Mar y el hambre que asolaba Egipto.

A su vez, el posible asesinato de Sharkalisharri en el Imperio Acadio desencadenó el colapso del primer imperio mesopotámico unificado.

La Hélade clásica nos ofrece el ejemplo de Filipo II de Macedonia (asesinado en el 336 a.C., por su guardaespaldas Pausanias durante las bodas de su hija). La investigación genealógica revela que este acto respondía a complejas redes de intereses entre las ciudades-estado griegas, la corte macedonia y el Imperio Persa.

Como dato de interés, su hijo Alejandro Magno supo capitalizar este crimen tanto a nivel político como comunicativo. Utilizó el martirio de su padre como casus belli para justificar su conquista de Asia.

Roma y la institucionalización del crimen político

La Roma republicana e imperial elevó el asesinato político a institución informal. El caso de Julio César (44 a.C.) merece un análisis aparte. Las 23 puñaladas (una por cada conspirador) siguieron un ritual casi litúrgico donde cada senador debía participar físicamente en el acto para crear complicidad colectiva.

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Los estudios forenses actuales sobre los textos de Suetonio sugieren que Julio César murió probablemente por los cortes en el rostro (que le impedían ver y respirar) más que por las heridas en el pecho.

En el Imperio Romano, los métodos de eliminación política se volvieron cada vez más sofisticados. Se habla, por ejemplo, del presunto envenenamiento con setas de Claudio en el año 54 d.C., o del uso de ‘malas hierbas’ para provocar enfermedades e infecciones de forma casi imperceptible.

La Guardia Pretoriana llegó a institucionalizar el auctionem imperii (la subasta del imperio), en la que vendían el trono al mejor postor tras asesinar al emperador anterior, como ocurrió con Pertinax en el año 193 d.C.

La Edad Media: asesinos y cruzadas

Las Cruzadas transformaron el asesinato político en un arte estratégico refinado. El ejemplo de los Hashshashin de Hassan-i Sabbah es crucial para destacar la maestría del terrorismo de precisión. Su meticulosidad (años de infiltración, ejecuciones teatrales y guerra psicológica) sentó las bases de las operaciones encubiertas modernas.

Esta secta ismailí demostró que pequeños grupos podían alterar el equilibrio de poder mediante eliminaciones calculadas. Su influencia se extendió desde los servicios secretos venecianos del Renacimiento hasta las tácticas contemporáneas de fuerzas especiales.

El juego de sombras medieval, por su parte, involucró a todos los bandos. Los Templarios eliminaron a emires como Nur al-Din. Los Hospitalarios asesinaron a almirantes otomanos en sus propios camarotes. Y Saladino tuvo que sobrevivir a cuatro intentos de asesinato.

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Las técnicas evolucionaron hacia una sofisticación casi creativa y las Cruzadas institucionalizaron el gobierno de la daga. Como profetizó Hassan-i Sabbah desde Alamut: el poder de una idea unida a un puñal bien afilado supera a cualquier ejército.

El Renacimiento: el asesinato como arte burocrático

El siglo XV marcó la transición del asesinato político como herramienta feudal a instrumento de Estado refinado. Las cortes italianas se convirtieron en laboratorios de innovación criminal. Los Borgia con el uso de la Cantarella (mezcla de arsénico y mercurio), elevaron el envenenamiento a arte burocrático.

Sus métodos incluían protocolos personalizados. Ajustaban las dosis según el peso y la complexión de la víctima. También utilizaban objetos contaminados con toxinas de absorción lenta y venenos administrados en microfases, con el fin de simular enfermedades.

La República de Venecia perfeccionó tal maquinaria de muerte. Los venecianos, refinados en su diplomacia tanto como en operaciones discretas, hicieron del asesinato político una extensión del Estado.

A través del Consejo de los Diez y sus Inquisidores de Estado, operaba una red de espías y confidentes que ejecutaban órdenes silenciosas. Venecia no necesitaba anunciar su poderío: bastaba con el susurro de una traición para que alguien no despertara al día siguiente.

El modelo veneciano de control político a través de métodos encubiertos encontró ecos en otras cortes del Renacimiento. En Florencia, Lorenzo de Medici recurrió al exilio, la cooptación y cuando fuese necesario: a la violencia discreta. Por su parte, en Milán, el duque Galeazzo María Sforza fue asesinado en 1476 por un grupo de conspiradores nobles.

En Francia, Luis XI organizó una extensa red de inteligencia y en Inglaterra, Enrique VII se sirvió de agentes encubiertos para vigilar y desarticular amenazas Yorkistas. De esta forma, en toda Europa, el asesinato político dejó de ser un acto excepcional para convertirse en una herramienta calculada del Estado.

La Era de las Revoluciones: finales del siglo XIX y principios del XX

A partir del siglo XIX, el asesinato político dejó de ser una herramienta exclusiva de los Estados para convertirse en arma central de los movimientos revolucionarios, marcando el surgimiento del terrorismo moderno. La muerte del zar Alejandro II en 1881 (orquestada por el grupo Narodnaya Volya) ilustra tal hito: una operación planificada en fases, con explosivos artesanales y tácticas suicidas.

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Ello evidenciaba un nuevo tipo de violencia política: más descentralizada. Tal hecho histórico inauguró la primera ola del terrorismo (la anarquista: 1880-1920), en la que magnicidios como los de McKinley en 1901 o Canalejas en 1912 se concebían como actos de propaganda por el hecho, más comunicativos que tácticos. En la segunda ola (la anticolonial: 1920-1960) el asesinato selectivo persistió, aunque orientado a desestabilizar estructuras imperiales.

El siglo XX: la integración del asesinato en las estrategias multimodales

Durante el siglo XX, el asesinato político evolucionó de forma notable. Se convirtió en una herramienta cada vez más sofisticada, utilizada tanto por Estados como por otros actores no estatales.

La KGB soviética desarrolló el concepto de spetsoperatsiya (operación especial), bajo el cual ejecutaban asesinatos usando técnicas avanzadas. Entre ellas, el paraguas búlgaro (capaz de inyectar ricina) o el uso de venenos casi indetectables, como el polonio-210. Todo con un objetivo claro: eliminar a disidentes y opositores sin dejar rastro.

Simultáneamente, en el bloque occidental, la CIA estadounidense empleó técnicas de asesinato bajo operaciones encubiertas. La Directiva NSC-5412/2 autorizó acciones que incluían eliminaciones selectivas de figuras consideradas amenazas por el gobierno estadounidense. Como ejemplo documentado destaca la Operación Fénix en Vietnam y los 638 intentos de asesinato de Fidel Castro. Ello refleja cómo el asesinato fue asociado a una herramienta geopolítica dentro de la lucha de bloques en la Guerra Fría.

Durante la tercera ola del terrorismo (1960-1980), grupos como las Brigadas Rojas y la Fracción del Ejército Rojo profesionalizaron el asesinato como herramienta política, utilizando magnicidios y asesinatos selectivos para promover sus causas y generar atención mediática.

A finales del siglo XX y principios del XXI, la cuarta ola del terrorismo globalizó el uso del asesinato, con grupos como Al Qaeda y el Estado Islámico empleando ataques suicidas y ejecuciones públicas para sembrar terror. Los avances tecnológicos, como el uso de drones para ataques selectivos, han añadido precisión y distancia, pero el asesinato sigue siendo un arma esencial tanto para actores estatales como no estatales.

Del asesinato como evolución

En las últimas décadas, el asesinato como instrumento de poder ha vivido una transformación radical. Los avances tecnológicos permiten eliminar objetivos con mayor precisión y con un riesgo mucho menor de atribución.

Los drones, como el MQ-9 Reaper, han redefinido las operaciones de eliminación selectiva, permitiendo a los Estados actuar a distancia con negación plausible. 

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Junto a los drones, han surgido métodos aún más sigilosos, como los presuntos ataques sónicos contra diplomáticos en La Habana (2016) y China, cuyos efectos físicos (sin huellas evidentes) abren un inquietante debate sobre el uso de tecnologías no convencionales en la neutralización de adversarios.

A esto se suma la amenaza teórica (cada vez más plausible), de los ciberataques contra dispositivos médicos (como los marcapasos) que podrían convertirse en armas letales invisibles.

Las armas químicas y biológicas también han ganado protagonismo. El envenenamiento de Alexei Navalny con Novichok en 2020 demostró la sofisticación de los métodos actuales, diseñados para evitar la responsabilidad directa. Asimismo, la pandemia de COVID-19 ha alimentado especulaciones futuras sobre el posible uso de patógenos como armas geopolíticas.

Prospectivamente, la inteligencia artificial y la biotecnología podrían llevar esta evolución aún más lejos, con armas autónomas o agentes biológicos diseñados para actuar de forma selectiva. Estas innovaciones no solo cambian el modus operandi del asesinato político, sino que desafían los marcos éticos y legales de la guerra moderna.

En definitiva, el asesinato político ya no se limita al acto violento directo: se ha convertido en un juego de sombras, donde la tecnología permite eliminar sin ser visto, y donde la atribución resulta cada vez más difícil. 

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La creciente sofisticación tecnológica del asesinato político tiene consecuencias graves. Por un lado, erosiona el orden internacional al permitir ataques sin una atribución clara. Por otro, favorece a regímenes autoritarios que silencian a sus opositores con métodos indetectables.

Además, crea una peligrosa paradoja de seguridad: los Estados protegen a sus élites, mientras la sociedad queda expuesta a tecnologías que pronto podrían estar en manos de actores no estatales.

Esto normaliza la violencia encubierta, debilita los marcos jurídicos globales y abre la puerta a escenarios distópicos; transformando la relación del poder con el asesinato en una tipología despersonalizada.


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