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El tecnopoder: cuando la eficiencia desplaza a la democracia

Análisis

Isidoro Sánchez Tejado
Isidoro Sánchez Tejado
Investigador, escritor y divulgador en inteligencia artificial, emprendimiento y tecnología. Con más de 40 años en el sector, trabajó en IBM, fundó IBdos y Ontech Security, acumulando más de 30 patentes y reconocimientos internacionales. Es inversor en startups y miembro de la red de Business Angels del IESE, universidad donde ejerce la docencia desde el 2012. Actualmente, investiga y divulga sobre IA, su impacto y desafíos, con un próximo libro en camino.

El trumpismo ha sido uno de los primeros movimientos en abrazar el tecnopoder como forma de autoridad. En lugar de reforzar la democracia, apuesta por la eficiencia, el control y la rapidez en la toma de decisiones. En este artículo, Isidoro Sánchez Tejado analiza cómo los algoritmos sustituyen al debate y la tecnología se impone sobre la representación.

Otro de los pilares ideológicos del trumpismo, menos visible que su nacionalismo o su retórica populista, pero igual de influyente, es el tecnopoder. Se trata de una nueva forma de ejercer autoridad en la era digital, donde la eficiencia técnica, el control algorítmico y la gestión de datos empiezan a reemplazar los mecanismos clásicos de representación democrática.

En las últimas décadas, hemos asistido a una transformación profunda del modo en que se ejerce el poder político. La irrupción de nuevas tecnologías (como las redes sociales, la inteligencia artificial o la minería de datos, que permite extraer patrones predictivos de comportamiento) ha alterado las bases tradicionales de la autoridad. Estas tecnologías han ido desplazando progresivamente a las instituciones representativas en favor de estructuras gestionadas por algoritmos y plataformas digitales.

Sin embargo, estas tecnologías no operan de manera autónoma. Su diseño, implementación y uso están determinados por actores concretos: principalmente corporaciones tecnológicas globales, élites tecnocráticas, capitalistas de riesgo y aparatos estatales con capacidad de vigilancia masiva.

Este fenómeno, al que denominamos tecnopoder, representa una innovación funcional. Pero también supone una mutación en la legitimidad misma del poder: ya no es el voto ni el derecho constitucional el fundamento exclusivo de la autoridad. Ahora lo es la capacidad de generar orden, anticipar comportamientos y producir resultados medibles.

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En este sentido, el tecnopoder se impone como un nuevo horizonte de gobernanza posdemocrática, en el que «el rendimiento sustituye al procedimiento». El trumpismo ha sido uno de los primeros movimientos políticos contemporáneos en incorporar y potenciar esta lógica.

No se trata solo de su uso intensivo de redes sociales o de big data con fines electorales. Algunos de sus teóricos y aliados han defendido abiertamente la idea de que los sistemas democráticos tradicionales son ineficaces frente a los desafíos del siglo XXI. Según esta visión, deben ser reemplazados (o al menos complementados) por formas de administración tecnocrática basadas en inteligencia artificial, control digital y gestión algorítmica.

Esto significa que el tecnopoder no es, por sí mismo, una ideología. Es una infraestructura que puede ser apropiada por distintos proyectos políticos.

En el caso del trumpismo, esa infraestructura se ha alineado con una visión autoritaria y ejecutiva del poder. Lo importante no es el procedimiento democrático; es la capacidad de actuar con rapidez y controlar flujos de información.

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El trumpismo ha integrado de manera temprana y sistemática diversas formas de tecnopoder en su estrategia política y comunicacional, como se ve a continuación:

Uso estratégico de tecnologías digitales. 

Desde su primera campaña presidencial, Donald Trump y su entorno hicieron un uso intensivo y disruptivo de plataformas como Twitter, Facebook o YouTube. Las utilizaron para comunicarse directamente con sus seguidores y para redefinir los marcos del discurso público, esquivando los canales tradicionales de legitimidad mediática e institucional. Empresas como Cambridge Analytica emplearon técnicas de minería de datos y microsegmentación electoral para maximizar el impacto de los mensajes.

Esto no fue un simple uso de herramientas modernas: fue una forma de trasladar el campo de batalla político al entorno digital, reconfigurando el proceso democrático.

Desconfianza hacia las instituciones representativas

El trumpismo promueve una visión crítica y, a veces, abiertamente hostil hacia las estructuras tradicionales del poder liberal: Congreso, medios, universidades, agencias de inteligencia, tribunales, organismos reguladores, etc. En su lugar, plantea un liderazgo fuerte, centralizado, operativo y directo, con poca tolerancia a los procedimientos formales.

Este desplazamiento de la legitimidad hacia lo inmediato y lo eficiente se alinea con la lógica del tecnopoder. Lo que importa es que se decida rápido y con resultados visibles, no cómo se decide.

Conexiones con el sector tecnocrático y empresarial

Figuras clave del trumpismo, como Peter Thiel, Elon Musk o J.D. Vance, han defendido abiertamente modelos de gobernanza donde la tecnología, los datos y la meritocracia técnica reemplazan a los procesos deliberativos.

Thiel, cofundador de PayPal junto con Elon Musk y uno de los primeros inversores de Facebook, ha afirmado que «la libertad y la democracia ya no son compatibles», y ha financiado proyectos tecnológicos (como Palantir) que apuntan a automatizar funciones estatales clave, desde la vigilancia hasta la toma de decisiones estratégicas.

El propio Musk ha impulsado un modelo de innovación empresarial que complementa o asume funciones de agencias públicas como la NASA, con SpaceX. También ha intervenido en sistemas de infraestructura básica, como las telecomunicaciones, con Starlink.

Autoritarismo funcional y posdemocracia

El trumpismo propone una forma de autoridad que se legitima por la eficacia, el control y la acción decidida, más que por la legalidad o el consenso. Esta lógica converge con la idea central del tecnopoder: la creencia de que la tecnología permite resolver problemas sin necesidad de política. O mejor aún, reemplazando la política por algoritmos, plataformas o soluciones empresariales.

El trumpismo convive con el tecnopoder y ha sido uno de sus principales vehículos políticos. Le ofrece una narrativa populista con base emocional, pero le suma una infraestructura de poder basada en datos, control, automatización y eficiencia.

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En este sentido, el trumpismo no es un simple populismo analógico. Es una vanguardia del poder digital, que desborda los cauces tradicionales de la democracia liberal.

El tecnopoder puede orientarse en direcciones opuestas según el modelo político e institucional que lo acompañe: autoritario o democrático. 

El tecnopoder autoritario

El tecnopoder autoritario es una forma emergente de organización del poder. En ella, las decisiones políticas y administrativas se desplazan desde los procesos democráticos hacia sistemas automatizados, plataformas digitales y élites técnicas. No se trata necesariamente de una dictadura en el sentido clásico. Pero sí de un modelo donde el rendimiento técnico reemplaza al consentimiento ciudadano como principio de legitimidad.

Esta visión del poder parte de la convicción de que los sistemas democráticos tradicionales son lentos, ineficaces y vulnerables al conflicto.

Frente a ello, se propone una arquitectura de gobierno basada en algoritmos, datos masivos e inteligencia artificial. El objetivo es anticipar comportamientos, prevenir amenazas y maximizar la eficiencia del Estado.

Uno de los casos más visibles de esta lógica es el uso de herramientas de vigilancia predictiva en la gestión de la seguridad. Empresas como Palantir Technologies (cofundada por Peter Thiel y dirigida por Alex Karp) han desarrollado plataformas que permiten a agencias gubernamentales analizar grandes volúmenes de datos en tiempo real. Así pueden detectar patrones y posibles riesgos.

Estas herramientas han sido utilizadas por cuerpos de seguridad en Estados Unidos y otros países. Se aplican en tareas como la detección de delitos, la prevención del terrorismo o la gestión migratoria.

En The Technological Republic: Hard Power, Soft Belief, and the Future of the West (La República Tecnológica: Poder duro, creencias blandas y el futuro de Occidente, 2025), Alex Karp, junto a Nicholas Zamiska, describe con claridad esta aproximación al poder. Karp argumenta que, ante desafíos como la competencia estratégica con China o el auge de la inteligencia artificial, las democracias occidentales deben apoyarse en el sector tecnológico para preservar su capacidad de acción.

Su propuesta no plantea una ruptura abierta con el modelo democrático. Pero sí una reconfiguración en la que la autoridad se fortalece a través del conocimiento técnico y la capacidad anticipatoria del software.

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Desde esta perspectiva, la autoridad no se basa en la participación, sino en la capacidad de generar orden, estabilidad y resultados medibles. La administración Trump adoptó algunos de estos elementos, especialmente en el ámbito migratorio y de seguridad.

Durante su primer mandato, se implementaron sistemas de reconocimiento facial en aeropuertos y fronteras. También se reforzaron las herramientas digitales de control migratorio y se impulsó la creación de bases de datos masivas para identificar posibles fraudes electorales.

Aunque muchas de estas iniciativas fueron finalmente bloqueadas por los tribunales, reflejaban una tendencia clara. La creciente confianza en soluciones tecnológicas para gestionar áreas sensibles del poder público.

Peter Thiel y la crítica a la democracia liberal

La postura de Peter Thiel frente a la democracia y el libertarismo es particularmente relevante para entender su influencia en el tecnopoder autoritario. En un ensayo publicado en 2009 en la revista Cato UnboundThe Education of a Libertarian (La educación de un libertario), Thiel expone su desencanto con la democracia liberal.
Sugiere que los libertarios deberían buscar alternativas fuera del sistema político convencional para lograr una sociedad más libre.

Thiel, una de las figuras más influyentes en el ámbito tecnológico, declaró: «Ya no creo que la libertad y la democracia sean compatibles». Para Thiel, los mecanismos democráticos tradicionales no protegen la libertad individual, en muchos casos, la obstaculizan.

Él aboga por formas de organización social que estén fuera del alcance del Estado y de las instituciones representativas. En esos espacios, el progreso tecnológico puede superar las limitaciones del sistema político democrático.

Esto se alinea con su apoyo al tecnopoder autoritario. En ese modelo, las élites tecnológicas tienen un papel central en la toma de decisiones, sin necesidad de recurrir a la participación popular.

El tecnopoder en la seguridad nacional

Anduril Industries, fundada por Palmer Luckey en 2017, es un ejemplo de cómo la visión de un tecnopoder autoritario se materializa a través de empresas tecnológicas emergentes. Anduril desarrolla sistemas autónomos y herramientas de vigilancia avanzadas, que combina drones y sensores para monitorear fronteras y detectar amenazas en tiempo real.

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La empresa se especializa en tecnologías que mejoran la eficiencia de la defensa. Pero también reemplaza el juicio humano con algoritmos que maximizan la precisión y la rapidez en la toma de decisiones.

Anduril refleja cómo las empresas tecnológicas están comenzando a asumir un papel central en la gestión de la seguridad nacional. En lugar de depender de los métodos tradicionales del gobierno, se posicionan como actores clave en este ámbito.

En muchos casos, estas empresas se convierten en proveedoras fundamentales de las tecnologías que los gobiernos utilizan para monitorizar y controlar a sus ciudadanos. Esto muestra la creciente privatización de la seguridad y la dependencia de la tecnología, en lugar de los métodos democráticos tradicionales.

Este tipo de empresas, como Palantir y Anduril, están marcando el camino hacia un modelo de gobernanza basado en la eficiencia tecnológica y el control predictivo. Un modelo que desafía los principios democráticos clásicos al poner el poder en manos de un reducido grupo de élites tecnológicas.

El vínculo entre este modelo de tecnopoder autoritario y el trumpismo se hace evidente. Basta con observar cómo Trump ha buscado rodearse de aliados tecnológicos en lugar de instituciones tradicionales.

Figuras como Peter Thiel (gran donante de campañas trumpistas y mentor político de candidatos como J.D. Vance) han ofrecido un respaldo ideológico y financiero clave. Ese respaldo ha sido fundamental para avanzar hacia un modelo donde la autoridad emane de la eficacia técnica más que del voto.

En este sentido, el trumpismo ha funcionado como un canal político para introducir y normalizar una visión tecnocrática del poder. Una visión en la que el Estado se comporta como una empresa de datos y seguridad.

Empresas como Palantir o Anduril, que han colaborado activamente con agencias federales bajo gobiernos republicanos, se alinean con esta visión. Son parte de una coalición emergente entre el poder político conservador y el capital tecnológico. Esa alianza está redefiniendo la gobernanza en clave de automatización, vigilancia preventiva y delegación de autoridad en los algoritmos.

El trumpismo ha servido como vehículo político para avanzar un proyecto más amplio de reorganización del poder. En él, la legitimidad pasa por la capacidad de dar resultados. Ese es el corazón del tecnopoder autoritario.

Elon Musk y el rediseño tecnocrático del poder

También Elon Musk, aunque desde una posición menos ideológica y más pragmática, encarna esta visión tecnocrática del poder. A través de sus empresas (SpaceX, Neuralink, Tesla, Starlink o xAI) ha intervenido en sectores estratégicos como las comunicaciones, la defensa o la movilidad. Muchas veces lo ha hecho en sustitución o colaboración con el aparato estatal.

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Musk ha defendido públicamente la necesidad de reducir la burocracia y automatizar funciones gubernamentales. Además, ha promovido iniciativas como el «Department of Government Efficiency» (DOGE), una propuesta informal que resume su idea de una administración pública gestionada como una startup: ágil, automatizada y centrada en resultados.

Su influencia en políticas públicas es cada vez mayor, especialmente en áreas como la defensa o la infraestructura digital. Elon Musk no ha formulado una teoría política sistemática. Pero a través de sus decisiones empresariales y declaraciones públicas, ha perfilado una visión implícita del poder y del Estado.

En sus intervenciones, ha criticado repetidamente la lentitud y la ineficiencia de los gobiernos. También ha cuestionado su capacidad para responder a los desafíos tecnológicos contemporáneos.

En contraste, ha defendido que los avances reales (en campos como el espacio, la energía o la inteligencia artificial) provienen de emprendedores que actúan con rapidez, sin esperar autorizaciones burocráticas.

En ese marco, su modelo de acción sugiere una lógica de funcionamiento estatal inspirada en el mundo de la innovación tecnológica. Un modelo ágil, orientado a resultados y con una fuerte centralidad del liderazgo técnico.

Más que una institución deliberativa, el Estado aparece como una plataforma que facilita soluciones. Coordina actores privados y maximiza la eficiencia operativa. No importa tanto el procedimiento político, como la capacidad de ejecutar con rapidez y eficacia.

El impulso de Elon Musk a Starlink como infraestructura estratégica de comunicaciones se ha convertido en un claro ejemplo de cómo la tecnología y la geopolítica se entrelazan en el siglo XXI.

Starlink (la constelación de satélites de bajo costo desarrollada por SpaceX) ofrece acceso a internet en áreas remotas y de difícil acceso. También se ha convertido en un actor clave en situaciones de crisis.

El auge del tecnopoder: cuando la tecnología reemplaza a la política

Un caso particularmente significativo de esta integración de tecnología y geopolítica ha sido la guerra en Ucrania. Desde los primeros días del conflicto, Starlink proporcionó una solución vital en términos de comunicaciones. Especialmente en regiones donde las infraestructuras de telecomunicaciones tradicionales habían sido destruidas o desactivadas por los ataques rusos.

Gracias a Starlink, las fuerzas ucranianas pudieron mantener comunicaciones seguras y coordinadas, incluso en medio de la ofensiva rusa. Esto resultó ser crucial para la resistencia y la organización. Este episodio subraya cómo una infraestructura tecnológica avanzada como Starlink no solo es un recurso comercial. También se ha convertido en un elemento crucial en la guerra moderna.

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La capacidad de mantener comunicaciones a través de satélites de bajo costo (en lugar de depender de redes terrestres vulnerables) ha hecho que Starlink sea un jugador clave en la geopolítica. Un área donde la tecnología tiene un impacto directo en la seguridad nacional y en los conflictos internacionales.

El concepto de un «Department of Government Efficiency» (DOGE), propuesto por Elon Musk, es una idea que busca aplicar principios de eficiencia y agilidad propios del sector privado, particularmente de las startups, al funcionamiento de la administración pública. Musk ha defendido en diversas ocasiones que el gobierno, al igual que las empresas, puede beneficiarse de una mayor automatización. También de la adopción de enfoques más innovadores para optimizar procesos y servicios.

La idea central de esta propuesta es que las entidades gubernamentales, que tradicionalmente han sido lentas y burocráticas, podrían operar con mayor eficiencia si adoptaran prácticas más similares a las de las startups tecnológicas.

Por ejemplo, en lugar de seguir procesos rígidos y burocráticos, se propondría que el gobierno adoptara un modelo más ágil. Uno basado en la toma de decisiones rápidas, la automatización de tareas repetitivas y la mejora constante.

Esto incluiría la implementación de tecnologías como la inteligencia artificial, la automatización de procesos administrativos y una gestión orientada a la mejora continua de los servicios públicos. La lógica detrás de esta sugerencia es que, al igual que las startups tienen que ser flexibles y capaces de adaptarse rápidamente a los cambios para sobrevivir y prosperar, las instituciones gubernamentales también deberían ser más dinámicas. Más orientadas a resultados y menos sujetas a la burocracia tradicional.

Al aplicar métodos más eficientes y automatizados, Musk sugiere que el gobierno podría reducir costos, aumentar la transparencia y ofrecer mejores servicios a los ciudadanos.

La iniciativa de Musk busca llevar la eficiencia al gobierno.
Aprovecha las herramientas tecnológicas y la flexibilidad organizativa para mejorar la administración pública. Sin embargo, el concepto plantea desafíos importantes. Entre ellos, cómo equilibrar la eficiencia con la necesidad de justicia, equidad y responsabilidad social en el sector público.

Esta concepción del Estado como plataforma, en lugar de institución deliberativa, encaja de forma orgánica con la evolución del trumpismo hacia una gobernanza tecnocrática. Mientras el trumpismo clásico se apoyaba en la confrontación política y la movilización emocional, su versión tecnológica busca legitimarse a través de la eficiencia, la rapidez y el rendimiento medible.

En este marco, figuras como Elon Musk no representan una alternativa al poder político. Actúan como arquitectos de un rediseño institucional: el empresario como nuevo gestor público, el algoritmo como nuevo parlamento y la innovación como criterio último de autoridad.

La alianza entre capital tecnológico y agenda populista no es una paradoja. Es una nueva síntesis de poder. Una en la que la promesa de disrupción y control convergen bajo un mismo objetivo: gobernar para ejecutar. Y hacerlo desde arriba, con la menor fricción posible. Como si un país pudiera calibrarse igual que una máquina.

Más allá del caso estadounidense, esta lógica se ha desarrollado en otros contextos. En China, el uso intensivo de inteligencia artificial y vigilancia digital ha servido para reforzar un control social estricto.

Aunque los modelos difieren en sus fundamentos ideológicos, comparten una idea central: la política debe ser reemplazada (o al menos subordinada) a la capacidad técnica de anticipar y controlar el comportamiento colectivo.

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El tecnopoder autoritario no se presenta siempre de forma explícita. A menudo se justifica en nombre de la eficiencia, la modernización o la seguridad. Pero su lógica subyacente implica una transformación profunda del orden democrático.

Se desplaza el foco desde el debate y la representación hacia la gestión algorítmica. En ella, el ciudadano deja de ser sujeto activo para convertirse en objeto de análisis y regulación. El tecnopoder, en su versión trumpista, no aspira a reformar la democracia. Aspira a superarla por la vía de la eficiencia.

El tecnopoder democrático: una vía alternativa

Si el tecnopoder autoritario representa la forma más visible de cómo el trumpismo ha abrazado la tecnología (ya sea como instrumento de control, vigilancia o disrupción), existe otra línea de pensamiento que recorre el mismo terreno. Pero lo hace en dirección opuesta: el tecnopoder democrático.

Este enfoque no busca reemplazar la democracia, busca renovarla. Parte de un diagnóstico compartido, la crisis de legitimidad y eficacia del sistema representativo, pero ofrece una respuesta diferente: usar la tecnología para ampliar la participación, mejorar la transparencia y fortalecer la rendición de cuentas. Es una defensa de la democracia con herramientas del siglo XXI.

A diferencia de su variante autoritaria, el tecnopoder democrático busca modernizarlo mediante herramientas tecnológicas que aumenten su eficacia, transparencia y capacidad de respuesta, pero sin sustituir los principios del sistema representativo. En lugar de reemplazar la política, propone complementarla con datos, algoritmos y plataformas digitales al servicio del interés público.

Este enfoque parte de un diagnóstico compartido: las instituciones públicas tradicionales están desbordadas por la complejidad del mundo contemporáneo. Pero, frente a quienes proponen soluciones tecnocráticas y centralizadas, los defensores del tecnopoder democrático creen que es posible fortalecer la democracia con ayuda de la tecnología.

Una de las voces más representativas de esta corriente es Beth Simone Noveck, directora del GovLab en la Universidad de Nueva York y exasesora de gobierno abierto (open government) durante la administración Obama.

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En su libro Smart Citizens, Smarter State (Ciudadanos inteligentes, estado más inteligente, 2015), propone un modelo de «Estado inteligente» que incorpore algoritmos y plataformas cívicas para ampliar la participación ciudadana, la transparencia y la colaboración entre sociedad civil y administración, y mejorar la calidad del proceso deliberativo.

También ha sido relevante el trabajo de Tim O’Reilly, editor y tecnólogo, quien en su libro WTF?: What’s the Future and Why It’s Up to Us (Cuál es el futuro y por qué depende de nosotros, 2017) plantea que la regulación tradicional puede ser mejorada mediante lo que denomina regulación algorítmica. O’Reilly sostiene que los algoritmos no deben sustituir a los legisladores, pero sí pueden ser herramientas útiles para responder en tiempo real a cambios sociales o sanitarios, y para tomar decisiones más informadas basadas en evidencia empírica.

Otro referente en este campo es Alex Pentland, investigador del MIT, quien en Social Physics (Física Social, 2014) argumenta que el análisis de grandes volúmenes de datos puede ayudar a comprender los patrones de comportamiento colectivo. Si se gestiona bajo principios éticos y democráticos, el big data puede ser un instrumento para anticipar fenómenos como la desinformación o la polarización, y para diseñar políticas públicas más adaptativas y precisas.

Todos estos enfoques coinciden en un punto esencial: la tecnología no es neutral, pero puede ser orientada hacia fines democráticos si se aplica con criterios de transparencia, supervisión pública y control institucional. Esto exige una nueva arquitectura normativa: marcos de regulación claros, mecanismos de auditoría algorítmica, acceso abierto a los datos públicos y una ciudadanía informada capaz de exigir responsabilidades.

En este modelo, el tecnopoder no busca reemplazar la política ni concentrar el mando en élites técnicas. Al contrario, plantea que la democracia necesita herramientas nuevas para sobrevivir en un mundo con un entorno cada vez más VUCA: Volátil, Incierto (Uncertainty), Complejo y Ambiguo. 

El tecnopoder democrático no encaja con la lógica del trumpismo. Mientras el trumpismo tiende a desconfiar del sistema institucional, el tecnopoder democrático confía en que el Estado puede mejorar sin dejar de ser democrático, y que la participación ciudadana puede ser reforzada y, no sustituida, por herramientas tecnológicas.

Más que una variante del trumpismo, el tecnopoder democrático representa su antítesis reformista: una tentativa de renovar la democracia desde dentro, con los mismos instrumentos que otros emplean para desbordarla. Una disputa que no solo es técnica, sino profundamente política.

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