El trumpismo ya no es solo un fenómeno electoral, sino una corriente ideológica con múltiples ramificaciones. Entre ellas destaca el neorreaccionarismo, que rechaza la democracia liberal y propone el gobierno de una élite tecnocrática. En este artículo, Isidoro Sánchez Tejado analiza sus orígenes, figuras clave y escenarios futuros.
El cuarto pilar del trumpismo es el neorreaccionarismo (NRx), también conocido como «Ilustración Oscura». Es un movimiento intelectual que rechaza los principios de la democracia liberal y aboga por formas de gobierno autoritarias y tecnocráticas.
La neorreacción es el rechazo frontal a la democracia liberal. Para los neorreaccionarios, el problema no es el fraude electoral ni la corrupción política. Su crítica va más allá: consideran que la democracia en sí misma es el mayor obstáculo para el progreso.
Este movimiento, conocido como «Ilustración Oscura», rechaza el igualitarismo, el liberalismo y la política de masas. Defiende una forma alternativa de gobierno basada en el autoritarismo tecnocrático. En lugar de un sistema democrático, proponen un modelo centralizado en el que una élite tecnocrática gobierne sin interferencias de la opinión pública ni de ciclos electorales que, según ellos, generan inestabilidad e ineficiencia.
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El neorreaccionarismo ha ganado visibilidad en los últimos años gracias a figuras como Curtis Yarvin, quien defiende la idea de una nueva monarquía tecnocrática. También destaca Nick Land, el filósofo que introdujo el concepto de «aceleracionismo» como vía para acelerar el colapso del sistema liberal y dar paso a un orden dirigido por la inteligencia artificial y las corporaciones tecnológicas.
Curtis Yarvin y la ‘pastilla roja’ contra la democracia
Uno de los mayores ideólogos del neorreaccionarismo es Curtis Yarvin, más conocido por su seudónimo Mencius Moldbug. En sus escritos, Yarvin argumenta que la democracia es un error histórico que ha llevado a Occidente al declive. Para él, la mejor forma de gobierno no es un sistema de partidos ni una república.
Propone un modelo basado en la «CEO monarquía», donde el país es gestionado como una empresa y gobernado por un líder absoluto. Sería similar a una corporación con un director ejecutivo (CEO).
Yarvin plantea que la estructura del Estado debería reorganizarse para eliminar el sistema electoral. En su lugar, propone una gobernanza tecnocrática, donde expertos y tecnólogos tengan el control, sin las interrupciones y fluctuaciones de la política tradicional. Su modelo ideal de liderazgo está inspirado en Carlos III de España, a quien considera un monarca ilustrado que gobernó con eficiencia sin necesidad de un parlamento democrático.
La metáfora de la pastilla roja proviene de la película de ciencia ficción Matrix (1999), la película de ciencia ficción de las hermanas Wachowski. En la historia, el protagonista, Neo, descubre que la realidad en la que vive es una simulación creada por inteligencias artificiales para controlar a la humanidad.
Morfeo, su mentor, le ofrece dos opciones: tomar la pastilla azul y seguir viviendo en la ilusión, o tomar la pastilla roja y descubrir la verdad sobre el mundo real. En la narrativa de la película, elegir la pastilla roja significa aceptar una realidad dura y despiadada, pero auténtica.
En el ámbito neorreaccionario, Curtis Yarvin ha adoptado esta metáfora para describir su rechazo a la democracia liberal. Según él, quienes siguen creyendo en el sistema democrático viven en una ilusión impuesta por las élites progresistas. Estas los mantienen bajo una falsa sensación de participación y libertad. En este marco, «tomar la pastilla roja» implica aceptar que la democracia es un modelo ineficaz y corrupto. Considera que sólo perpetúa el dominio de una casta política y mediática.
Curtis Yarvin y la «nueva monarquía tecnocrática»
Para Yarvin, la alternativa a la democracia no es una reforma; es su eliminación completa. En sus escritos, defiende la instauración de una monarquía tecnocrática liderada por un «CEO soberano». Se trata de un dirigente con poderes absolutos que gobierne de manera eficiente, como si un país fuera una empresa. En este modelo, el sistema de gobierno sería gestionado como una gran corporación. Habría decisiones rápidas, optimización de recursos y se eliminarían las ineficiencias del debate parlamentario o las elecciones.
Como se mencionó anteriormente, Yarvin cita al rey Carlos III de España (1759-1788) como un modelo de liderazgo ilustrado. Argumenta que su enfoque reformista y centralizador es un ejemplo de cómo un monarca fuerte puede mejorar una nación sin la necesidad de procesos democráticos. Esta visión está alineada con la idea de que un gobierno debe estar dirigido por una élite competente y no por la voluntad de las masas.
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El pensamiento de Curtis Yarvin acerca de la monarquía o el «CEO soberano» queda reflejado en una entrevista para la revista Le Grand Continent, donde comenta:
«Actualmente, cuando llegamos a la monarquía, vemos que la buena forma de pensar, o la forma en que la monarquía existe como fuerza real, no es Carlos III de España, sino más bien… Elon Musk.
Solo la energía monárquica, la energía que proviene de un único punto, puede ser eficaz.
Esto no tiene nada que ver con la aristocracia. Napoleón era un monarca, Cromwell era un monarca. No es necesario ser descendiente de los treinta reyes que hicieron Francia para ser un monarca.
El otro día estaba hablando con alguien en Washington que tiene un trabajo, en teoría, muy importante. Me dijo: «Ahora todo se gestiona desde el Despacho Oval. Y es muy eficaz».
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Esto no había ocurrido desde la época de Franklin D. Roosevelt (FDR). Pero Roosevelt tenía la misma Constitución que nosotros.
Sin embargo, si observamos la historia de Estados Unidos, vemos que el país vuelve a ser de hecho una monarquía aproximadamente cada 75 u 80 años en lo que respecta a su funcionamiento. George Washington: jefe ejecutivo. Abraham Lincoln: jefe ejecutivo. FDR: jefe ejecutivo. Hay personalidades fuertes en medio, pero nadie puede oponerse a Washington. Nadie puede oponerse a Lincoln. Nadie puede oponerse a Roosevelt, sobre todo durante la guerra.
Si nos fijamos en este sistema, de alguna manera, la verdadera genialidad de la Constitución estadounidense, y Franklin Roosevelt lo dice en su discurso inaugural, es que se trata de una Constitución mixta. Todos los elementos están presentes. Pero el equilibrio entre ellos no es fijo, puede cambiar.
En otras palabras: la Constitución solo dice que hay tres poderes, no dice cuál es el más fuerte».
Nick Land y el ‘aceleracionismo’
Si Yarvin es el arquitecto político del neorreaccionarismo, Nick Land es su pensador más extremo. Land es un exprofesor de filosofía en la Universidad de Warwick (Coventry, UK) que desarrolló la teoría del «aceleracionismo». Esta sostiene que el colapso del actual sistema liberal es inevitable, pero también deseable. Según Land, la mejor estrategia no consiste en intentar salvarlo o reformarlo. Lo adecuado sería acelerar sus contradicciones internas para precipitar su caída definitiva.
Desde esta perspectiva, la democracia y los valores igualitarios son fallidos y deben ser reemplazados. La alternativa sería un nuevo orden en el que las corporaciones tecnológicas y la inteligencia artificial gobiernen sin restricciones. Land defiende la idea de una sociedad en la que el poder esté en manos de una élite cognitiva y tecnológica. Así se eliminaría la influencia de la política tradicional.
El pensamiento de Land también ha explorado la posibilidad de un mundo donde la eugenesia y la selección artificial de las élites sean factores determinantes en la organización social. En su visión futurista, la humanidad evolucionará hacia un modelo posthumano. En él, la biotecnología y la inteligencia artificial determinarán el destino de la civilización.
El neorreaccionarismo en la política actual
Aunque el neorreaccionarismo sigue siendo un movimiento marginal en términos electorales, ha influido en Silicon Valley y en ciertos sectores de la Nueva Derecha.
Su influencia se deja sentir en la creciente desconfianza hacia la democracia liberal, en la exaltación de modelos de gobierno basados en la tecnología y en la idea de que no todas las personas deberían tener el mismo peso en las decisiones colectivas.
Empresarios como Peter Thiel han mostrado simpatía por algunas de sus ideas. Figuras mediáticas como Tucker Carlson han amplificado partes de su discurso, especialmente el rechazo a la democracia liberal y la exaltación de una élite tecnocrática.
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El podcast Behind the Bastards ha analizado en detalle el auge de estos movimientos. Expone sus vínculos con la extrema derecha y su visión de un futuro donde las masas sean gobernadas por una minoría intelectual y tecnológica. Según sus críticos, la «Ilustración Oscura» es un intento de legitimar un nuevo modelo autoritario, disfrazado de modernidad y eficiencia.
A medida que el descontento con la democracia crece en Occidente, el neorreaccionarismo ha encontrado un público receptivo. Especialmente en ciertos círculos que buscan alternativas radicales al sistema actual. Su apuesta es clara: el futuro no debe estar en manos del pueblo, sino de aquellos que consideran más aptos para gobernar, ya sea por su inteligencia, su capacidad tecnológica o su influencia en la economía global.
Lejos de proponer una reforma del sistema, los neorreaccionarios plantean una ruptura. Quieren sustituir la participación popular por el mando de una élite tecnocrática: una clase de gobernantes que no responden ante la ciudadanía, solo ante criterios de eficiencia, control y orden. En ese sentido, su propuesta responde a un malestar real con las instituciones existentes, pero ofrece una solución que implica renunciar a los principios democráticos en nombre de una supuesta racionalidad superior.
El atractivo de estas ideas crece en tiempos de crisis. Cuando las promesas de la democracia parecen fallar y la incertidumbre lleva a buscar alternativas más simples, más rápidas, más autoritarias. Por eso, el neorreaccionarismo debe ser entendido como una rareza intelectual, pero también como un síntoma de una transformación más profunda en la cultura política occidental. Su crecimiento interpela directamente a las democracias actuales.
Si no logran renovarse, responder con eficacia y reconstruir la confianza ciudadana, dejarán espacio para que visiones elitistas y antidemocráticas ganen terreno en nombre del progreso.
Más que una propuesta política cerrada, el neorreaccionarismo actúa como termómetro cultural y laboratorio ideológico. Refleja un momento histórico marcado por la crisis de legitimidad democrática. Su crecimiento no debe ser subestimado, ya que expresa el malestar de sectores que ven en la democracia no una solución, sino un obstáculo.
Frente a estas propuestas, se plantea un debate de fondo sobre la capacidad de las democracias liberales para adaptarse. El reto es responder a los cambios sociales, tecnológicos y culturales del siglo XXI. El surgimiento de ideas neorreaccionarias, con su énfasis en la autoridad tecnocrática y el rechazo al igualitarismo, evidencia un momento de transición en el pensamiento político contemporáneo. Distintos sectores exploran modelos alternativos al orden institucional vigente.
Posibles escenarios futuros del trumpismo
Lejos de ser una simple reacción populista o un episodio pasajero en la política estadounidense, el trumpismo se ha consolidado como una corriente ideológica con múltiples dimensiones. Sus raíces combinan nacionalismo cristiano, populismo económico, tecnocracia y neorreaccionarismo, articulando un discurso que desafía los principios de la democracia liberal.
Más que una mera estrategia electoral, representa una lucha cultural e ideológica que sigue evolucionando y expandiendo su influencia en la política global.
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El futuro del trumpismo aún no está definido. Lo que hoy parece estable, mañana podría cambiar. Sin embargo, a partir de las tendencias políticas, tecnológicas y culturales actuales, es posible identificar tres escenarios futuros probables. El primero proyecta al neorreaccionarismo como una fuerza dominante dentro del Partido Republicano y del gobierno federal.
El segundo lo reconvierte en una corriente tecnocrática que apuesta por algoritmos más que por urnas. Y un tercer escenario plantea que el orden liberal logra contenerlo. A continuación, se exploran estos tres posibles desenlaces.
Escenario 1: El trumpismo se consolida como fuerza dominante en EE. UU.
En este escenario, el trumpismo sobreviviría a su fundador y se consolidaría como la corriente hegemónica del Partido Republicano. Lejos de ser una anomalía o una reacción pasajera, se convertiría en doctrina de gobierno. El conservadurismo tradicional, representado por figuras como Ronald Reagan, George W. Bush o Mitt Romney, quedaría desplazado por una nueva derecha populista, nacionalista y combativa, con capacidad de influir en la política, la cultura y las instituciones.
Varios políticos encarnarían esta nueva etapa. Josh Hawley, senador por Misuri, convertiría la defensa del cristianismo en piedra angular de su discurso. En sus intervenciones, culparía al secularismo y al individualismo moderno de socavar los valores fundacionales de EE. UU.
J.D. Vance, actual vicepresidente electo, daría voz al malestar de la clase trabajadora blanca, especialmente en zonas rurales y postindustriales. Su mensaje combinaría orgullo identitario, soberanía nacional y protección económica frente a las élites globalistas.
Ron DeSantis, gobernador de Florida, se destacaría por aplicar desde el poder estatal una agenda conservadora militante: reformas educativas, regulaciones a plataformas digitales y un combate abierto contra lo que llamaría «ideología woke».
Cambios en el Estado y la cultura
La consolidación trumpista traería consigo una profunda transformación del Estado federal. Se impulsaría la descentralización, con más competencias para los estados y menos peso del gobierno central. Iniciativas como Mandate for Leadership, de The Heritage Foundation, apuntarían en esa dirección.
También se intensificaría la llamada guerra cultural. Se podrían promover leyes que limitarían la enseñanza de contenidos sobre diversidad racial o de género, se restringirían derechos reproductivos y se reduciría el acceso a tratamientos de transición de género para menores.
La desconfianza hacia las instituciones también se haría sentir. Se cuestionarían organismos como el FBI o el Departamento de Justicia, y se promoverían reformas electorales que podrían reducir la participación o alterar la representación política.
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En el plano económico, se impulsaría una política de soberanía industrial y tecnológica, con proteccionismo selectivo y una alianza más explícita con figuras del sector privado como Elon Musk o Peter Thiel.
Grupos religiosos conservadores ganarían protagonismo en la vida pública. Las clases medias rurales y periurbanas, que han sentido el impacto de la desindustrialización y los cambios culturales, encontrarían una narrativa que les devolvería visibilidad y poder simbólico.
También se verían favorecidos sectores empresariales afines al trumpismo, especialmente aquellos vinculados a la tecnología o la energía, que buscarían un entorno menos regulado y más abierto a la disrupción.
Pero no todos saldrían beneficiados. Diversas libertades podrían verse limitadas, en especial las relacionadas con la expresión, la identidad de género y la diversidad. Además, el modelo institucional estadounidense, basado en el equilibrio de poderes y el pluralismo, podría tensarse ante el avance de un liderazgo más plebiscitario y centralizado.
En política exterior, una posible reorientación aislacionista pondría en cuestión alianzas históricas con Europa, Asia o América Latina.
Un nuevo ecosistema conservador para el trumpismo
La consolidación del trumpismo iría acompañada de una nueva cultura política, con apoyo de think tanks como Claremont Institute que desde California promueve una visión ‘originalista’ de la Constitución de EE. UU., es decir, interpretarla tal como fue concebida por los padres fundadores, y ha sido uno de los principales impulsores del concepto de ‘nacionalismo americano’, que busca reforzar la identidad nacional frente a la globalización y la multiculturalidad.
The Heritage Foundation, con sede en Washington. Fundado en los años 70, este instituto conservador lleva décadas diseñando propuestas de gobierno para presidentes republicanos. Su documento más reciente, ‘Mandate for Leadership‘, busca reestructurar por completo el aparato estatal para alinearlo con los principios del trumpismo: menos burocracia, más poder presidencial y un retorno a valores tradicionales.
Medios digitales afines como The Daily Wire, Breitbart y Revolver News. El primero de ellos fundado por el comentarista Ben Shapiro, combina noticias, columnas de opinión y contenido cultural con un estilo provocador y directo. Su éxito en redes sociales y plataformas de streaming ha convertido a sus presentadores en verdaderas celebridades dentro del universo conservador.
Breitbart fue el primer gran altavoz del trumpismo digital. Bajo la dirección de Steve Bannon, se convirtió en el medio de referencia de la llamada «alt-right» o derecha alternativa, con una línea editorial abiertamente combativa contra el progresismo, la inmigración y las élites globales.
Más reciente es el caso de Revolver News, un portal fundado por Darren Beattie, antiguo asesor de Trump. Con un enfoque aún más disruptivo, Revolver ha difundido teorías sobre el «Estado profundo» y ha cuestionado el papel de las agencias de inteligencia en episodios como el asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021.
Juntos, estos actores conforman la infraestructura cultural del trumpismo: informan, piensan y moldean un imaginario político que mezcla religión, nacionalismo, desconfianza institucional y una fe creciente en la tecnología como instrumento de poder.
Escenario 2: Evolución hacia una trumpismo tecnocrático
En este escenario, el trumpismo mutaría hacia una forma de gobernanza tecnocrática, donde el poder se articula desde la eficiencia técnica y no desde la emoción política. No se trataría de abandonar el populismo. Habría que traducirlo en un nuevo lenguaje: el de la inteligencia artificial, los datos masivos y la gestión algorítmica.
Este giro supondría un cambio profundo en el modo de concebir el Estado, la autoridad y la ciudadanía. La prioridad sería resolver, no convencer.
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En este modelo, el trumpismo abrazaría la tecnología y la convertiría en su nueva forma de gobernar. El Estado dejaría de funcionar como una burocracia tradicional para adoptar el esquema de una startup tecnológica. Eso implica una transformación total en el modo de relacionarse con los ciudadanos, administrar recursos y tomar decisiones.
En lugar de parlamentos o debates legislativos extensos, las políticas se concebirían como «productos mínimos viables»: soluciones rápidas, testeables y ajustables de la forma más rápida posible. La gestión pública se parecería a la gestión de una startup: se prueba, se mide, se aprende.
El presidente actuaría como un CEO (el CEO soberano): rodeado de tecnólogos y emprendedores en lugar de políticos tradicionales. Las decisiones clave se tomarían según datos y resultados, no necesariamente según el voto popular o el debate democrático. El Congreso y los tribunales perderían influencia frente a gabinetes técnicos, plataformas digitales y paneles de expertos.
Los ciudadanos dejarían de ser vistos como votantes y empezarían a ser tratados como usuarios. Lo que importaría sería su satisfacción con los servicios públicos y no su ideología, medido en tiempo real. El objetivo: reducir la fricción, aumentar la eficiencia y eliminar intermediarios.
En el centro de este modelo de gobernanza tecnológica emergente o democracia algorítmica, se perfilarían cuatro ideas centrales que redefinirían la manera en que se ejerce el poder público:
- Un gobierno automatizado: Muchas de las decisiones estarían en manos de sistemas basados en inteligencia artificial y no en manos de políticos electos. En lugar de largos procesos legislativos, los algoritmos analizarían datos en tiempo real y ofrecerían respuestas rápidas a problemas complejos. La promesa: más eficiencia, menos burocracia.
- La privatización de servicios: Algunos servicios que tradicionalmente dependen del Estado, como la salud, la educación o incluso la defensa, pasarían a manos del sector privado, total o parcialmente. Grandes empresas tecnológicas asumirían funciones públicas, con la lógica de que pueden ofrecer mejores resultados en menos tiempo y a menor coste.
- El fin del debate político: En este modelo, discutir ya no sería una prioridad. El objetivo sería optimizar, no convencer. Se tomarían decisiones con base en datos y rendimiento, no en ideologías o mayorías parlamentarias. La deliberación democrática se vería reemplazada por la lógica del “cuadro de mando”.
- El elitismo tecnológico: La legitimidad del poder la daría la competencia técnica, no el voto popular. Gobernar no sería un derecho del ciudadano, sería una responsabilidad de quienes tienen las habilidades, científicas, financieras o tecnológicas, para hacerlo “mejor”, todo ello basado en la lógica meritocrática donde el mérito personal como el talento, el esfuerzo, los resultados medibles sería el principal criterio de acceso al poder o a posiciones de responsabilidad.
Para algunos, este enfoque representa una modernización inevitable: una administración pública más ágil, menos politizada y centrada en resultados. Para otros, plantea riesgos profundos. ¿Qué pasa con los derechos ciudadanos si todo se reduce a eficiencia? ¿Y quién controla los algoritmos que deciden por todos?
No es una teoría futurista: estas ideas ya circulan en debates estratégicos dentro de Silicon Valley más politizado y en sectores influyentes del nuevo conservadurismo estadounidense. La «nación startup» ya no sería solo una metáfora: sería un modelo que empieza a tomar forma.
Un nuevo aparato de Estado: datos en lugar de debates
La nueva administración tecnocrática ya no estaría centrada en la figura de Donald Trump. Habría un relevo generacional tecnopolítico que podría impulsar una reestructuración del aparato estatal, con el objetivo de modernizarlo y reducirlo. Se introducirían sistemas automatizados de gestión pública, plataformas digitales de control y vigilancia, e inteligencia artificial aplicada a la toma de decisiones en sectores clave como la seguridad, la inmigración o el gasto público.
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Liderazgo político y figuras clave
El vicepresidente J.D. Vance podría emerger como figura central en esta nueva etapa. Vinculado a una narrativa de reconstrucción nacional, Vance combinaría su defensa del orgullo identitario con una apuesta por la innovación tecnológica. Su cercanía con figuras clave de Silicon Valley, como Peter Thiel, reforzaría una coalición entre poder político y capital tecnológico.
En este escenario, nombres como David Sacks, el «zar» de las criptomonedas y la inteligencia artificial de la Casa Blanca, empresario vinculado a PayPal y a la firma Craft Ventures, asumirían un rol destacado y estaría encargado de crear un marco normativo flexible para promover el desarrollo de estos sectores estratégicos.
Peter Thiel, aunque sin ocupar cargos públicos, podría tener una influencia indirecta a través de su red empresarial e intelectual. Thiel ha cuestionado en repetidas ocasiones la compatibilidad entre democracia y progreso tecnológico.
En su libro Zero to One (2014), Peter Thiel utiliza la expresión «de cero a uno» para describir el salto de no tener nada a crear algo completamente nuevo, es decir, una innovación radical, no una simple mejora incremental. En ese contexto ya planteaba que el consenso democrático puede ser un freno para ese tipo de avances, argumentando que las verdaderas disrupciones tecnológicas requieren decisiones rápidas y centralizadas, no procesos deliberativos ni aprobación colectiva.
Su visión encuentra respaldo en firmas como Andreessen Horowitz (a16z), liderada por Marc Andreessen. Desde allí se impulsa la idea del American Dynamism, una estrategia para convertir a EE. UU. en el centro global de desarrollo de IA, defensa, biotecnología y sistemas educativos alternativos, con mínima regulación estatal.
Balaji Srinivasan, ex CTO de Coinbase y ex socio de Andreessen Horowitz, es una de las voces más influyentes en el cruce entre tecnología, criptomonedas y modelos alternativos de gobernanza. En 2022, publicó The Network State: How to Start a New Country (El Estado Red: Cómo fundar un nuevo país), donde propone una visión radical: comunidades digitales que, unidas por valores compartidos y financiadas mediante criptomonedas, podrían formar nuevos “estados en red” descentralizados, sin necesidad de fronteras físicas ni estructuras estatales tradicionales.
Además, Srinivasan mantiene una activa presencia en su boletín de Substack, donde explora temas como la descentralización, la inteligencia artificial y la transformación del poder político en la era digital. Su enfoque propone reemplazar las instituciones tradicionales por redes digitales autogestionadas, donde la autoridad emana de contratos inteligentes y consensos algorítmicos, más que de procesos democráticos convencionales.
En este contexto, Srinivasan se perfila como una figura clave en la articulación de un nuevo conservadurismo tecnológico, que busca rediseñar el poder desde la eficiencia y la innovación, dejando atrás los mecanismos clásicos de representación política.
Transformaciones culturales y mediáticas trumpismo
Culturalmente, el trumpismo tecnológico articularía una narrativa donde la eficiencia y la innovación serían valores nacionales. Se fomentaría una visión empresarial del país: el Estado como startup, el presidente como «CEO soberano» y el ciudadano como usuario.
La educación cívica tradicional sería desplazada por competencias digitales y conceptos como «pluralismo» podrían quedar en segundo plano frente a la promesa de soluciones rápidas y efectivas. La idea de que «los mejores deben gobernar», medida por capacidad técnica y no por votación, ganaría fuerza en el discurso público.
El ecosistema mediático también se transformaría. Más allá de Fox News o Breitbart, surgirían plataformas y podcasts tecnológicos con discurso político. Medios emergentes como The Free Press, se posicionarían como referentes de un nuevo conservadurismo digital, más disruptivo que nostálgico.
Las redes sociales serían clave. En lugar de grandes mítines, la batalla política se daría en plataformas como X (antes Twitter), YouTube o Substack, donde los algoritmos y las comunidades digitales organizarían la opinión pública más eficazmente que los partidos tradicionales.
‘Nación startup’ o la política sin política
El trumpismo nació con discursos encendidos, mítines masivos y un estilo confrontativo. Pero en esta versión tecnocrática, en política ya no se grita: se ejecuta, se programa, se optimiza. El poder se desplaza del Congreso a los servidores, del debate al algoritmo, de la voluntad popular a la promesa de eficiencia.
Pero en este nuevo escenario, la estrategia ha cambiado. Ya no se trata de encender pasiones, ahora el objetivo es optimizar procesos. La consigna ya no es «Make America Great Again», ahora es «Make America Efficient».
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La «nación startup» describe un modelo de gobernanza en el que el Estado comienza a funcionar como una empresa tecnológica. El debate público cede espacio a los algoritmos; el consenso, a la eficiencia; y el poder legislativo, a sistemas automatizados de decisión. Es la deriva tecnocrática del trumpismo, impulsada por una nueva generación de dirigentes que hablan menos de patriotismo y más de disrupción.
Para sus defensores, representa la modernización necesaria para mantener el liderazgo global. Para sus críticos, una deriva que vacía la democracia de contenido político y la convierte en un proceso técnico orientado exclusivamente a resultados.
El escenario deja abierta una pregunta esencial: ¿puede una democracia sobrevivir si empieza a gobernarse como si fuera una startup? ¿Y qué queda de la democracia cuando los algoritmos ocupan el lugar del voto?
Escenario 3: Derrota del trumpismo y vuelta al orden liberal
En este escenario, el trumpismo no se impone. No logra consolidarse como fuerza dominante ni muta hacia una élite tecnológica. Pierde. Y con su derrota, se abre paso una etapa de restauración del sistema liberal-democrático en Estados Unidos.
El punto de giro llega con una derrota electoral, ya sea de Trump, J.D. Vance o cualquier figura que encarne su legado político, que marca el inicio de un nuevo ciclo. Pero esto no se da solo por una votación. La caída viene acompañada por el desgaste del discurso populista, los conflictos internos del movimiento, y el cansancio de una parte del electorado.
En este escenario, las instituciones, los tribunales, la prensa y las universidades recuperarían parte del terreno perdido. Líderes moderados, tanto demócratas como republicanos institucionalistas, vuelven a tener espacio político. Y nuevos movimientos civiles, que defienden el Estado de derecho y la participación democrática, ayudan a frenar la erosión del sistema democrático.
El proyecto trumpista no desaparecería, pero perdería visibilidad, se fragmentaria, y dejaría de marcar la agenda. Su legado sigue presente en ciertos sectores, pero sin capacidad real de gobierno.
El país seguiría polarizado. La confianza en las instituciones no se recupera de un día para otro. Y muchos de los problemas que alimentaron al trumpismo, como la desigualdad, la pérdida de identidad y el miedo al cambio, seguirán ahí. De hecho, si la restauración liberal no logra respuestas concretas, podrían aparecer nuevas formas de radicalización más adelante.
Lo que sí queda claro es que este escenario supondría un freno. Un punto de inflexión donde el sistema democrático logra resistir. Y una oportunidad, no garantizada, para reconstruir, desde dentro, una política que vuelva a conectar con la ciudadanía antes de que otra crisis vuelva a sacudirlo todo.
La democracia, en este escenario, no se impondría con fuerza. Resistiría con constancia. El desafío no sería únicamente frenar al trumpismo. Habría que reconstruir el vínculo roto entre ciudadanía e instituciones. No bastaría con restaurar normas. Habría que recuperar la legitimidad desde abajo, con políticas que respondan al malestar social y no a manuales constitucionales.
En una época de desconfianza y fragmentación, el verdadero triunfo democrático no está en volver al pasado. Está en lograr que más personas crean, de nuevo, que vale la pena participar en el presente.
¿Una dinastía Trump?
Aunque el trumpismo ha dado lugar a nuevos liderazgos con proyección nacional, como J.D. Vance, Josh Hawley o Marco Rubio, no puede pasarse por alto una ambición latente en el núcleo familiar del expresidente: la construcción de una dinastía política Trump. Desde el primer mandato, Donald Trump ha proyectado su figura como algo más que un liderazgo coyuntural. Su nombre, su retórica y su estilo de confrontación han funcionado como marca ideológica. Esta lógica, heredada del mundo empresarial y mediático, se traduce en la aspiración de que sus hijos continúen el legado.
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Durante su presidencia, Ivanka Trump y su marido Jared Kushner ocuparon roles clave como asesores, con influencia directa en temas de política económica y diplomacia internacional. Ivanka, en particular, consolidó su figura dentro del círculo de poder, siendo vista por muchos como una sucesora natural en la política, mientras que Jared Kushner jugó un papel crucial en la negociación de acuerdos de paz en el Medio Oriente.
Por su parte, Donald Trump Jr. se ha posicionado como una de las voces más fieles al ideario MAGA, con presencia habitual en medios, mítines y redes sociales, donde moviliza a las bases más activas del movimiento. A lo largo de los años, Donald Jr. ha mostrado su disposición a continuar el legado de su padre, y su involucramiento en el activismo político ha aumentado, especialmente entre los sectores conservadores más radicalizados.
Sin embargo, hasta ahora ninguno de los hijos de Trump ha buscado un cargo electo de relevancia, lo que representa un obstáculo en la creación de una verdadera dinastía política.
El apellido Trump conserva un enorme peso simbólico, pero la falta de una carrera institucional propia y la presencia de otros líderes emergentes dentro del Partido Republicano han dificultado la consolidación de una estructura dinástica sólida. La influencia mediática y social de los Trump es innegable, pero la política electoral en EE. UU. es un terreno de competencia constante, y el apellido, por muy potente que sea, no siempre garantiza el éxito.
A pesar de estos desafíos, el deseo de Trump por crear una dinastía es real y explícito. La familia Trump ha invertido tiempo y esfuerzo en cimentar una presencia política más allá de la figura de Donald. La aparición de sus hijos en los mítines y en el discurso público sugiere que el futuro del movimiento podría estar vinculado a un relevo generacional. En este sentido, el trumpismo podría estar en una fase de transición, moviéndose hacia una fase post-Trump, en la que la marca familiar podría perder algo de su centralidad frente a actores con mayor autonomía política.
En este contexto, la pregunta ya no es solo si otro Trump ocupará un cargo relevante, sino si el apellido será capaz de competir con un legado ideológico que ha adquirido vida propia. El movimiento MAGA, impulsado por las promesas de nacionalismo económico y populismo de derecha, ha trascendido a la figura de Trump. Y en muchos sectores, la política de Trump ha dejado de ser una cuestión de dinastía familiar para convertirse en una corriente política con bases firmes que podrían perdurar más allá de la familia Trump.
Su legado ideológico se ha expandido a través de figuras como Ron DeSantis, que ha adoptado muchas de las políticas de Trump, pero con una identidad política propia. De igual manera, otros miembros del Partido Republicano han abrazado su enfoque sin necesariamente depender de su figura. Esto podría ser una señal de que el trumpismo ha pasado de ser un proyecto personalista para convertirse en un movimiento más amplio y autónomo.
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A pesar de todo, la familia Trump sigue siendo una presencia significativa dentro de la política estadounidense, y las futuras generaciones tienen el potencial de continuar su legado. Es posible que, con el tiempo, los hijos de Trump o incluso sus nietos asuman roles de liderazgo más destacados.
A medida que el Partido Republicano se enfrenta a desafíos internos, como la creciente influencia de nuevos liderazgos o la polarización política, la familia Trump podría encontrar nuevas formas de posicionarse en el escenario político, aprovechando tanto la marca familiar como la ideología que ha calado profundamente en muchos de sus seguidores.
Sin embargo, la verdadera cuestión es si esta dinastía podrá perdurar más allá de la figura de Donald Trump o si el movimiento que él encarnó se disolverá en la evolución natural del panorama político estadounidense.
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