Mientras Europa refuerza sus defensas frente a Rusia, el Magreb se convierte en un foco de inestabilidad marcado por crisis migratorias, autoritarismo y una creciente competencia geopolítica. ¿Está la Unión Europea preparada para recuperar su influencia en el sur del Mediterráneo o seguirá cediendo terreno a actores externos y regímenes inestables? En este artículo, el alumno del Máster Profesional de Analista Estratégico y Prospectivo, Miguel Cuesta Hoces, analiza los desafíos clave y propone un nuevo enfoque para la vecindad sur.
Durante décadas, la frontera sur de Europa fue vista como un espacio de riesgo y tránsito. El Mediterráneo central, el Magreb y las puertas del Sahel operaban como barreras semipermeables para contener tensiones migratorias y de seguridad que provenían del continente africano y del Oriente Medio. Sin embargo, a pesar de su relevancia, esta región fue gestionada desde el cortoplacismo: con operaciones puntuales, acuerdos bilaterales dispersos y estrategias reactivas que no han conseguido generar estabilidad ni vínculos duraderos.
El panorama cambió aún más con la pandemia y, sobre todo, con la guerra en Ucrania. Europa giró su atención hacia el este, reactivando la OTAN, reforzando su presencia militar en el Báltico y priorizando la contención de Moscú.
Esta reorientación estratégica tuvo un coste: el sur fue relegado a un segundo plano. La UE, atrapada entre el temor a Rusia y la fatiga política interna, ha abandonado en gran medida su visión estructural del Mediterráneo, delegando el control en actores externos y firmando pactos de contención con regímenes cada vez más autoritarios.
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Mientras tanto, el sur ha ardido. La proliferación de actores externos (Rusia, China, Turquía, los Emiratos), la consolidación de regímenes autocráticos, el uso instrumental de la migración, el colapso estatal en Libia, la deriva autoritaria en Túnez, la firmeza energética de Argelia y la ambivalencia diplomática de Marruecos, dibujan un tablero en el que Europa ya no dicta las reglas. El Magreb ha dejado de ser una periferia gestionable para convertirse en un conjunto de actores soberanos que negocian desde la asimetría, capitalizan sus debilidades internas como palancas de presión y diversifican sus alianzas más allá del paraguas europeo.
Esta transformación del sur tiene consecuencias directas para Europa. Mientras se refuerza la defensa convencional en el este, la frontera sur se ha convertido en un espacio de inestabilidad crónica que amenaza con desbordar la capacidad de respuesta europea. Las rutas migratorias siguen activas, las redes criminales se fortalecen y el Mediterráneo corre el riesgo de dejar de ser una frontera cooperativa para convertirse en una línea de fractura geopolítica.
En este contexto, la UE necesita replantear su estrategia. No se trata solo de invertir más en defensa o de firmar nuevos memorandos, sino de recuperar una visión política de largo plazo, una narrativa coherente y una arquitectura institucional capaz de articular intereses comunes sin renunciar a los principios fundacionales europeos. El Magreb exige una política europea común que combine control migratorio, cooperación económica, reformas democráticas y desarrollo territorial.
Europa ante el tablero magrebí: distracción oriental y vacío estratégico
Durante años, la caída de Gadafi, la Primavera Árabe y el conflicto sirio centraron la atención en el Mediterráneo. Europa desplegó operaciones militares, diseñó estrategias de desarrollo y firmó acuerdos migratorios. Sin embargo, la llegada del COVID-19 y, sobre todo, la invasión rusa de Ucrania, desplazaron la brújula geopolítica. La amenaza rusa reactivó la OTAN y dirigió los recursos hacia el flanco oriental. La defensa del Báltico pasó a primer plano, mientras el Mediterráneo fue de nuevo relegado.
Esta priorización estratégica, aunque comprensible, no es inocua. La atención exclusiva al este ha permitido que el sur se degrade. El auge del autoritarismo, el colapso en Libia, la tensión entre Argelia y Marruecos, y la fragmentación diplomática entre los países europeos frente al Magreb han abierto un espacio de inestabilidad y competencia multipolar.
China construye infraestructuras sin exigencias democráticas, Rusia refuerza su presencia en el Sahel y Libia, Turquía extiende sus redes religiosas y militares, y los países del Golfo financian proyectos con agendas propias. Frente a estas alternativas, la UE aparece desdibujada, dividida y atrapada en una lógica reactiva.
De socios a actores estratégicos: Marruecos, Túnez, Libia y Argelia
Marruecos ha consolidado su estabilidad política y su alineación con Occidente, especialmente tras el reconocimiento estadounidense de su soberanía sobre el Sáhara Occidental. A cambio, ha intensificado su relación con Israel y EE. UU., tensando la relación con Argelia y, en ocasiones, con España.
Pero Rabat no solo coopera: también presiona. La gestión migratoria se ha convertido en una herramienta de negociación, como se evidenció en la crisis de Ceuta en 2021. Además, las desigualdades internas siguen siendo profundas: el 80 % de la población rural no tiene acceso a servicios sanitarios adecuados, lo que alimenta el malestar social y la migración irregular.
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También es necesario destacar que Rabat utiliza su diáspora como una extensión estratégica de su influencia exterior. Las comunidades marroquíes en Europa actúan como redes informales de presión cultural, política y económica, especialmente en países como Francia, España y Bélgica. Esta dimensión transnacional refuerza su capacidad de interlocución y le permite proyectar una imagen de fortaleza y cohesión, incluso cuando enfrenta desequilibrios internos.
Túnez, por su parte, ha pasado de ser un modelo democrático árabe a una dictadura populista bajo Kais Saied. La represión de la oposición, la crisis económica, el desempleo juvenil y el desmantelamiento institucional han sumido al país en un colapso prolongado. La UE ha firmado acuerdos de contención migratoria con este régimen, como el Memorando de 2023, pero sin garantías de derechos ni transparencia. Además, Saied ha devuelto fondos europeos y se ha acercado a China y Rusia, evidenciando una voluntad de autonomía y una creciente desconfianza hacia Bruselas.
Libia representa el extremo del caos. Dividida entre dos gobiernos (uno en Trípoli, otro en el este), y atravesada por milicias, redes criminales y actores externos como Turquía y Rusia, es un Estado fallido. Europa ha delegado la contención migratoria en milicias que operan sin rendición de cuentas, institucionalizando prácticas de violación de derechos humanos. La falta de una estrategia europea clara ha convertido a Libia en un agujero negro de inestabilidad, tráfico de personas y fragmentación regional.
Argelia, en cambio, se presenta como un socio más estable, pero también más hermético. Proveedor clave de gas tras la crisis rusa, ha reforzado sus vínculos con Italia, pero ha roto con España tras el giro sobre el Sáhara. Su rechazo a la externalización migratoria y su defensa férrea de la soberanía la convierten en un actor difícil de manejar. Argelia actúa desde una lógica de «asociación a la carta»: coopera donde le interesa y marca distancias donde lo considera una injerencia.
Europa desdibujada: fragmentación, pragmatismo y pérdida de legitimidad
Frente a este tablero complejo, la UE no ha sabido responder con unidad. Francia ha perdido influencia, atrapada por su pasado colonial. Italia actúa por su cuenta con Túnez. España privilegia a Marruecos tensando con Argelia. Alemania apuesta por la transición energética sin atender el trasfondo político. Esta fragmentación impide construir una estrategia regional coherente, debilita a la Comisión y consolida una lógica de relaciones bilaterales asimétricas.
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La Comisión Europea, lejos de liderar una estrategia común, ha optado por acompañar enfoques nacionales ya existentes, perdiendo su capacidad de articular una visión colectiva. Esta ausencia de liderazgo ha deteriorado la imagen de la UE entre las élites y las poblaciones magrebíes, que la perciben como un actor débil, incoherente e incapaz de defender sus propios principios.
Además, la UE ha adoptado un enfoque utilitarista. Prima el control migratorio, la estabilidad energética y la contención del desorden. A cambio, tolera regímenes autoritarios, abandona su agenda democrática y acepta chantajes diplomáticos. Esta lógica transaccional ha erosionado su legitimidad moral. La población magrebí percibe a Europa como hipócrita: exige valores que no aplica y coopera con dictaduras cuando le conviene.
Externalización y chantaje: los costes de una política miope
La externalización migratoria ha sido la herramienta clave. Libia y Túnez ejemplifican sus límites. En Libia, grupos criminales gestionan la contención con recursos europeos. En Túnez, el régimen ha rechazado fondos, ha devuelto ayuda y ha negociado desde el colapso. Marruecos ha abierto fronteras en momentos de tensión diplomática. Argelia impone reciprocidad y rechaza cualquier cesión de soberanía. Cuanto más frágiles son los regímenes, más margen de negociación ganan.
La crisis de Ceuta en 2021 es un ejemplo paradigmático de esta lógica. Ante una disputa diplomática con España, Marruecos facilitó el paso de miles de personas, utilizando la presión migratoria como represalia directa. Del mismo modo, Túnez devolvió fondos europeos tras denunciar la falta de cumplimiento del Memorando de Entendimiento de 2023, evidenciando hasta qué punto los países del Magreb han aprendido a capitalizar su fragilidad como fuente de poder.
Esta estrategia ha sido costosa e ineficaz. No ha frenado flujos, ha debilitado los vínculos con la sociedad civil, ha legitimado a actores corruptos y ha vaciado de contenido la narrativa europea. Al mismo tiempo, ha permitido que China, Rusia, Turquía y los países del Golfo avancen sin obstáculos, consolidando su influencia sin exigencias normativas.
Recuperar ambición: hacia una estrategia común para la vecindad sur
Europa necesita una política integral para el Magreb. Esto implica varias claves:
- Recuperar liderazgo político desde la Comisión, articulando los intereses nacionales en torno a objetivos compartidos.
- Condicionar la cooperación financiera al respeto mínimo de derechos y resultados concretos.
- Reforzar el poder blando europeo: diálogo con la sociedad civil, redes de universidades, ONGs y actores locales.
- Avanzar en una gobernanza migratoria común: visados laborales, retorno circular, cotización a sistemas de pensiones, canales legales.
- Apostar por el desarrollo estructural: no solo infraestructuras, sino empresas locales, derechos, cohesión territorial.
La Conferencia de Roma puede ser un punto de partida. Pero solo funcionará si se acompaña de compromiso político, coherencia narrativa y capacidad de acción. El Magreb no debe ser solo un espacio de contención, sino un socio real en la gobernanza del Mediterráneo.
Reforzar los vínculos intersocietales también es clave. Las redes de universidades, los programas de intercambio académico y la cooperación descentralizada han sido históricamente instrumentos eficaces para generar confianza y crear tejido social compartido. Su debilitamiento, fruto de la falta de voluntad política, ha erosionado el poder blando europeo y ha dejado el terreno libre a actores con narrativas más agresivas o pragmáticas.
Porque si Europa no ocupa ese espacio, otros lo harán. Y lo harán en su contra.
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