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Rusia en 2024: entre la «asianización» y la «desoccidentalización»

Análisis

Roberto Mansilla Blanco
Roberto Mansilla Blanco
Analista de geopolítica y relaciones internacionales. Licenciado en Estudios Internacionales (Universidad Central de Venezuela, UCV), magister en Ciencia Política (Universidad Simón Bolívar, USB) Con experiencia profesional en medios de comunicación en Venezuela y Galicia. Entre 2003 y 2020 fue analista e investigador del Instituto Galego de Análise e Documentación Internacional, IGADI (www.igadi.org). Actualmente colaborador en think tanks (esglobal) y medios digitales en España y América Latina. Redactor Jefe en medio Foro A Peneira-Novas do Eixo Atlántico (Editorial Novas do Eixo Atlántico, S.L) Actualmente cursa el Máster de Analista de Inteligencia en LISA Institute.

En el tercer año de guerra en Ucrania y con unas elecciones presidenciales que reforzarán el poder de Vladímir Putin, Rusia acelera un viraje geopolítico asiático como atenuante ante la permanente confrontación con la OTAN y Occidente. Este cambio estratégico no solo tiene implicaciones para Rusia, sino que también afecta significativamente a Asia Central, una región crucial en la conexión entre el Lejano Oriente y Europa. En este análisis, el alumno del Máster Profesional de Analista de Inteligencia de LISA Institute, Roberto Mansilla Blanco analiza el viraje geopolítico asiático de Rusia y las consecuencias de su proceso de desoccidentalización ante las actuales tensiones con Europa y la OTAN.

Acelerado por la invasión militar a Ucrania en 2022 y un contexto prácticamente de ruptura de relaciones con Occidente, Rusia está observando un audaz viraje geopolítico cada vez más asiático que, visto en perspectiva geopolítica, determina al mismo tiempo un proceso de «desoccidentalización». 

El clima de tensión entre Moscú y Occidente aumenta en este 2024 electoralmente decisivo, con comicios presidenciales en Rusia (15-17 de marzo) que reforzarán aún más el incontestable poder del mandatario Vladímir Putin; comicios parlamentarios europeos (julio), con la posibilidad de ascenso de partidos euroescépticos y antieuropeístas, algunos de ellos incluso prorrusos; y presidenciales en Estados Unidos (noviembre), con la perspectiva del retorno de Donald Trump a la Casa Blanca y las implicaciones que podría tener para las relaciones de Washington con la OTAN y Rusia.

La reciente declaración del presidente francés Emmanuel Macron de no descartar enviar tropas de la OTAN a Ucrania bajo el argumento de que «hay que prepararse» ante la perspectiva de que «Rusia ataque» derivó en una inmediata respuesta por parte de su homólogo ruso Vladímir Putin, quien advirtió sobre las «severas consecuencias» de una posible intervención de la Alianza Atlántica en la guerra en Ucrania asegurando que Moscú «no tiene intenciones» de atacar Europa.

En ese marco de cruce de declaraciones acusatorias, la presidenta de la Comisión Europea, Úrsula von der Leyen, estimó «para nada imposible» la posibilidad de una confrontación directa entre Rusia y la OTAN a medio plazo, instando incluso a usar los activos económicos rusos congelados para comprar munición a Ucrania. Por otro lado, la OTAN ya ha anunciado unos ejercicios militares estratégicos hasta el 14 de marzo (previo a las elecciones presidenciales rusas) en territorios de Noruega y de nuevos socios atlantistas como Suecia y Finlandia, muy cerca del círculo polar ártico. Moscú ha reaccionado con irritación ante estos movimientos militares cerca de sus fronteras.

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Mientras en Occidente parece primar el clima de inquietud belicista, China reactiva la diplomacia enviando como mediador a Moscú y Kiev a su emisario para Eurasia, Li Hui, con la finalidad de sondear una eventual negociación destinada a poner fin a un conflicto, el de Ucrania, que entra ya en su tercer año de duración y que agrava el estado de la seguridad internacional toda vez otro conflicto, el de Gaza, ocupa igualmente la preocupación de los principales gobiernos mundiales.

El momento actual de las relaciones entre Rusia y Occidente implica observar cambios significativos en el escenario geopolítico, entrando Asia en esta ecuación. Bajo esta perspectiva, el presente análisis se enfocará en dos escenarios específicos:

1. El viraje asiático de la geopolítica rusa. A través de la experiencia personal in situ sobre cómo la sociedad rusa está viviendo la actual coyuntura se observará en qué medida Rusia está asistiendo a un proceso de «desoccidentalización» a favor de una mayor sintonía con sus aliados asiáticos; una «asianización» exprés que Moscú calcula en términos geopolíticos, militares, económicos e incluso tecnológicos.

2. El incremento del clima belicista entre Rusia y la OTAN. El viraje asiático de la geopolítica rusa y la «desoccidentalización» en marcha implica igualmente concentrar la atención ante la posibilidad de una confrontación militar directa con Occidente, con los consecuentes riesgos de guerra nuclear.

“Asianización” y “desoccidentalización” forzada

La actualidad rusa

Resulta pertinente comenzar este análisis en clave testimonial determinado por un reciente viaje personal a Rusia realizado entre el 12 y el 20 de febrero de 2024. La experiencia resulta ilustrativa sobre cómo el país está encarando una coyuntura determinada por el conflicto en Ucrania, las sanciones occidentales y la perspectiva de una posible escalada militar directa con la OTAN a mediano plazo.

Bajo este prisma, el panorama interno ruso dista notoriamente de cualquier cariz apocalíptico, como auguraron algunos mass media y declaraciones oficiales de líderes políticos occidentales a partir de la invasión militar rusa de Ucrania iniciada el 24 de febrero de 2022. 

No se percibe ningún colapso económico ni atisbos de crisis política y social. Con visos de cierta despolitización, la sociedad civil rusa, si bien no escapa al efecto de la propaganda oficial, está más concentrada en su quehacer diario y en las expectativas de aumentar sus cotas de bienestar socioeconómico. Una aspiración, por cierto, no muy diferente de lo que se observa socialmente en las principales capitales occidentales.

Los moscovitas viven su día a día con intensidad y ritmo frenético. El mejor termómetro para medir este pulso es obviamente el Metro de Moscú. Las sanciones occidentales apenas se perciben en una economía que crece. A finales de enero de 2024, el FMI estimó un crecimiento de 2,6% de la economía rusa para este 2024, incluso superior al resto de países del G7. El Kremlin ha logrado esquivar las sanciones a través de un blindaje efectivo determinado por esquema financiero alternativo en el que han colaborado socios exteriores como China, Serbia, Bulgaria, India, Turquía, Qatar y Arabia Saudita. A priori y a pesar de las dificultades derivadas de la guerra y de las sanciones, el clima en las calles de Moscú revela más bien un inesperado nivel de confianza y de seguridad.

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Los centros comerciales y supermercados rusos están abarrotados de todo tipo de mercancías y víveres y una gran cantidad de multinacionales occidentales siguen operando en el país, algunas incluso asociadas a firmas locales. El sistema bancario ruso imprime este nivel de confianza mediante una generosa cartera de créditos, mientras es patente la digitalización a gran escala en todos los órdenes de la vida económica y social. La cotización actual ubica el salario mínimo en Rusia en torno a los 146 €, un índice menor en comparación con los estándares occidentales. No obstante, según la Agencia Estatal de Estadísticas rusa (Rosstat), la inflación cerró el 2023 en un 7,42%

Una boyante clase media ha florecido en los últimos años en Rusia, con un notable poder adquisitivo que las grandes multinacionales no quieren dejar escapar a pesar de las presiones exteriores por mantener las sanciones económicas. Expulsada del sistema SWIFT que rige las transacciones financieras internacionales, el Kremlin se las ha ingeniado con efectiva capacidad de adaptación a las nuevas circunstancias para mantener a flote la economía rusa, aunque las expectativas a largo plazo pueden ser más contradictorias.

El espectro mediático, especialmente el televisivo, ilustra igualmente la percepción rusa de la realidad. Sin la exaltación inicial al comienzo de la guerra, los informativos reflejan diariamente lo que sucede en el frente militar ucraniano, en algunos casos con tono triunfalista. Incluso existe un canal casi exclusivamente concentrado en la oficialmente denominada como «Operación Militar Especial». Destaca también la programación de entretenimiento, con formatos similares a los que se pueden observar en Europa. 

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En los medios informativos resalta igualmente la proliferación de informaciones sobre diversos foros económicos, tanto dentro como fuera de Rusia, en los que el gobierno de Vladímir Putin se esfuerza por acelerar proyectos de infraestructuras y de inversiones para el desarrollo económico hacia las regiones interiores del país. Se percibe que esta será una de las prioridades para el nuevo período presidencial 2024-2030.

Mientras en Occidente fue la noticia estelar, la muerte el pasado 16 de febrero del disidente Alekséi Navalni en una prisión rusa de máxima seguridad apenas perturbó el clima informativo en ese país, pasando prácticamente desapercibido. Por el contrario, la entrevista a Putin realizada por el periodista estadounidense Tucker Carlson y sus reportajes diarios durante su estancia en Moscú (en los que contrarrestaba la propaganda occidental sobre el estado del país) se convirtieron en un constante reclamo mediático para los medios informativos estatales.

Asia, el nuevo «amigo ruso»

Visto en perspectiva y tomando en cuenta las tensiones geopolíticas y militares con Occidente, el Kremlin ha acelerado una «asianización» forzada de sus alianzas exteriores, motivada por imperativos inevitables definidos en torno a una perceptible «desoccidentalización» de sus relaciones internacionales. 

Estas tensiones, que auguran una inevitable confrontación entre Rusia y la OTAN, comienzan a ser la tónica mediática en Occidente, lo cual refuerza aún más el eje euroasiático en torno a Rusia, China, Irán, Turquía e India. Si bien no cierra la puerta a un «reseteo» de las relaciones con Occidente, Putin observa ahora a Asia como su nueva esfera de atención y de configuración de alianzas estratégicas. 

A diferencia de las tensiones con Occidente, Moscú destaca el pragmatismo y la realpolitik en las relaciones con sus socios asiáticos. En este plano, China juega el papel esencial como principal aliado ruso a tenor de la alianza estratégica que Moscú mantiene con Beijing y de la posición oficial del gobierno chino de no condenar la invasión militar a Ucrania. Pero también está la diplomacia: en 2023 y 2024, Beijing ha adelantado sendas propuestas de mediación y negociación en el conflicto ucraniano.

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Esta alianza se lleva también a la cotidianeidad ciudadana. Las calles moscovitas han observado una prolífica visita de turistas chinos, incluso diversos establecimientos han celebrado el Nuevo Año Lunar chino. La imagen del presidente Xi Jinping al lado de la de Putin se refleja también en diversos souvenirs como símbolo de una «amistad» inquebrantable

Por simbólico que parezca, las típicas matrioshkas en las tiendas de la turística calle Arbat de Moscú representan a líderes como Xi Jinping, el presidente turco Recep Tayyip Erdogan, el norcoreano Kim Jong-un o el príncipe saudita Mohammed bin Salmán; sin olvidar a un «viejo amigo», el expresidente Donald Trump, con vistas a su posible regreso a la Casa Blanca. En perspectiva, estas variables diseñan un prisma de soft power que ilustra las nuevas alianzas del Kremlin. 

Este súbito viraje geopolítico asiático ha evitado el aislamiento y la condición de paria internacional de una Rusia hoy fortalecida por un papel cada vez más activo en el sur global. Moscú lo ejerce vía BRICS, jugando sus intereses en Oriente Próximo (Palestina, Irán, Siria, Mar Rojo), con acuerdos comerciales y militares con países asiáticos (principalmente China y Corea del Norte) pero también a través de una nueva relación con África en materia geoeconómica.

Incluso comienzan a emerger nuevos líderes asiáticos que muestran su admiración por Putin como «hombre fuerte» y que ansían reproducir su modelo. Un ejemplo de ello fue la victoria (57% de los votos) del exministro de Defensa Prabowo Subianto en las recientes elecciones presidenciales indonesias. Subianto sucedería así a otro admirador regional de Putin, el expresidente filipino Rodrigo Duterte (2016-2022).

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Tras China está Turquía. Suspendidos los vuelos directos a Rusia desde Europa, Estambul se ha convertido en el enlace aéreo más demandado para conectar con Moscú y otras grandes ciudades como San Petersburgo, Kazán y Krasnodar a través de líneas aéreas como las turcas como Turkish Airlines y Pegasus y las rusas Aeroflot y Rossiya Airlines. 

Esto refuerza la condición estratégica que tiene Turquía para Rusia, ampliada ante la realidad que supone acoger en ese país a una notable diáspora rusa que salió del país tras el comienzo de la guerra y principalmente ante el decreto de movilización militar parcial. De acuerdo al Instituto de Estadística de Turquía, este país recibió a partir de 2022 a unos 123.000 rusos, siendo una cuarta parte del total de la inmigración recibida por el país euroasiático. En segundo lugar, se ubican los ucranianos (40.000 personas, 8% del total de inmigrantes)

No obstante, la súbita «asianización» geopolítica de Rusia también aborda múltiples retos, que podría colocar a Moscú como un actor cada vez más preponderante ante los conflictos geopolíticos que se abren en Asia para las próximas décadas. Destacan aquí las tensiones en torno a la soberanía de Taiwán, el conflicto congelado en la península coreana, las aspiraciones de rearme de Japón, la alianza regional AUKUS entre Estados Unidos, Gran Bretaña y Australia y las tensiones limítrofes en el Mar de China meridional. 

Por otro lado, las alianzas rusas con Turquía e Irán implican directamente al Kremlin a la hora de confeccionar esquemas de seguridad y de intereses mutuos en el siempre complejo avispero de Oriente Próximo y del Cáucaso Sur. Tampoco se debe olvidar la esfera euroasiática, ex soviética, tradicional «patio trasero» ruso. Destacan aquí Asia Central y el Cáucaso, polarizadas entre sus históricas relaciones y la dependencia energética con Rusia, sus alianzas económicas con la pujante China y ciertas aspiraciones pro occidentales (Georgia, Armenia). La invasión militar rusa a Ucrania habría provocado igualmente algunas brechas de confianza en las relaciones de Moscú con los países centroasiáticos y caucásicos. 

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Convencido del pragmatismo en las relaciones bilaterales y a diferencia de lo que ocurre en las tensas relaciones ruso-occidentales, el Kremlin es consciente de que aliados asiáticos (China, Irán, Turquía, Corea del Norte e India, entre otros) no colocarán en el centro de las agendas bilaterales temas incómodos como la calidad democrática o la situación de los derechos humanos en Rusia. Tanto como el pragmatismo, a priori del talante autoritario de algunos de estos aliados asiáticos, supone una condición favorable a los intereses rusos.

Así mismo, la «asianización» puede intuir una estrategia geoeconómica rusa orientada a buscar socios que le permitan reducir cierta dependencia económica y tecnológica de Occidente. Esta iniciativa permite anclar esas alianzas hacia potencias económicas (China, India) que definirán la nueva fisonomía del poder global en este siglo, todo ello sin olvidar tampoco la sintonía con potencias energéticas (Arabia Saudí, Catar, Emiratos Árabes Unidos) y otras con capacidad militar (Turquía, Irán, Corea del Norte) que le permitan a Putin mantener a flote la estrategia de «economía de guerra» en Ucrania y, preventivamente, ante cualquier escalada de confrontación con Occidente. 

Tal y como afirma el historiador ruso Sergey Medveded, tras la invasión de Ucrania, «Rusia comenzó a convertirse en una potencia asiática» iniciando «un rumbo decisivo hacia la deseuropeización en la economía, la ciencia y la educación» rompiendo «todos los vínculos institucionales y culturales con Europa».

La Agenda 2030 de Putin

En vísperas de unas nuevas elecciones presidenciales previstas para el 15 y 17 de marzo, el poder de Putin es incontestable, con una popularidad fraguada en índices de aprobación popular en torno al 86% de acuerdo al Centro Levada. 

Sin rivales políticos directos, con una economía que parece navegar con seguridad en un mar de turbulencias y con avances en el frente militar ucraniano, particularmente tras la retirada de las tropas ucranianas de Avdíivka y la sensación de repliegue del adversario, el presidente ruso encara con comodidad un nuevo período de gobierno hasta 2030. 

El contexto bélico le permite a Putin hacer uso de la agenda patriótica y de la necesidad de mantener la inquebrantable unidad nacional ante un enemigo exterior que parece cada vez más enfocado en la OTAN. Bajo esta premisa, el Kremlin no altera ni un ápice los cimientos estratégicos ni la narrativa que le llevó a iniciar la «Operación Militar Especial» en Ucrania en 2022: impera en este discurso la necesidad de «desnazificación» de Ucrania para garantizar la seguridad de las poblaciones ruso parlantes existentes en ese país y, por ende, de la seguridad nacional rusa.

Esta perspectiva camufla igualmente otro imperativo geopolítico para el Kremlin: recuperar la vitalidad demográfica. Enmarcado en una especie de «cruzada conservadora» fiel a la tradición y la identidad nacional y en un 2024 oficialmente reconocido por las autoridades rusas como el Año de la Familia, el gobierno de Putin incentiva políticas de natalidad cuyo objetivo se enfoca en la preservación de la etnicidad eslava y la identidad nacional rusa, particularmente ante el aumento demográfico de poblaciones no rusas, principalmente musulmanas. 

La idea del mundo ruso (Rusky Mir) se refuerza así demográficamente atrayendo a los ruso parlantes del Dombás y otras regiones del este ucraniano actualmente bajo soberanía y ocupación militar rusa, sin desestimar otros escenarios como las repúblicas bálticas donde habitan numerosas comunidades étnicas rusas que podrían argumentar los mismos esquemas de amenaza a su seguridad. Este ideal de «reunificación» también cala entre las nuevas generaciones de rusos. 

Rusia y la OTAN. ¿Es tan inevitable la guerra?

La debilidad ucraniana

A pesar de la renovación del apoyo militar y moral occidental tras dos años de guerra de desgaste y del elevado tono belicista en las declaraciones de Macron y von der Leyen para evitar que «Rusia gane la guerra», un clima de desencanto se observa ahora en la Alianza Atlántica y la Unión Europea en lo concerniente al futuro de Ucrania y la ayuda que se le debe prestar.

Este clima se percibe igualmente en Kiev. Tras la destitución en enero pasado de Valéry Zaluzhni, hasta entonces máximo comandante militar ucraniano que progresivamente mostró sus críticas con la estrategia militar, el presidente Volodímir Zelenski parece estar ahora aún más a la defensiva, incluso mostrando síntomas de debilidad y cierta desesperación ante los vaivenes de la ayuda militar exterior. 

Así, la causa ucraniana parece perder entusiasmo y adeptos entre sus aliados europeos, toda vez otra guerra, la de Gaza, ocupa también el centro de atención. Países miembros de la UE como Hungría, que acaba de negar su apoyo a la candidatura del ex primer ministro neerlandés Mark Rutte como próximo secretario general de la OTAN, y Eslovaquia se niegan a aumentar la ayuda económica y militar a Kiev instando a una negociación con Moscú: una perspectiva que puede aparecer en la agenda en caso de que Trump vuelva a la Casa Blanca. Incluso comienzan a proliferar cuestionamientos sobre la unidad interna dentro de la OTAN y su capacidad efectiva para enfrentarse militarmente a Rusia.

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Seguro de una superioridad militar determinada por el apoyo de aliados como Irán y Corea del Norte, de un mayor número de efectivos y recursos militares y ante las grietas de la ayuda occidental a Ucrania, el Kremlin parece persuadido a aplicar un «modelo Chechenia» para Ucrania: empantanar y congelar el conflicto hasta provocar una fatiga en la sociedad ucraniana y sus aliados occidentales.

Esta estrategia de desgaste es concebida por el Kremlin para eventualmente obligar a Ucrania y Occidente a una negociación bajo las condiciones de Moscú o, incluso, a propiciar un posible cambio político en Kiev que implique el ascenso al poder de un líder más manejable para los intereses rusos, una especie de «Maidán a la inversa». Pero esta hipótesis no descarta posibles reacciones: puede más bien que, con apoyo occidental, Kiev apueste por aupar al poder a un nacionalista radical antirruso y se prolongue así el estado conflictivo o una partición territorial de facto de Ucrania. 

El escenario se abre así fuertemente contrariado para un Zelenski, al que le crecen también las críticas internas que le acusan de autoritarismo, corrupción e incluso de intransigencia bajo un clima impopular de «normalización» de la guerra. Estas variables condicionan las decisiones del presidente ucraniano, cada vez más contestado, lo que ha instigado a suspender las elecciones presidenciales previstas para el próximo 31 de marzo bajo el argumento del estado de guerra y con una ley marcial que no oculta sus dificultades a la hora de movilizar combatientes para el frente. Kiev ha pedido a más de 600.000 ucranianos que han marchado del país que se sumen al esfuerzo bélico para repeler al «invasor ruso».

En perspectiva geopolítica, Putin recupera con ciertas garantías la iniciativa en Ucrania, en condiciones de mayor confianza y fuerza estratégica ante Occidente. Pero el final del conflicto en Ucrania no parece estar estipulado, al menos a corto plazo. No se descarta que, ante las perspectivas de debilidad militar de su enemigo y en cuanto al hasta ahora irrestricto apoyo de sus aliados occidentales, tras el deshielo invernal, el Kremlin acelere una contraofensiva a gran escala en Ucrania que le permita ampliar sus ganancias territoriales: actualmente Moscú controla cerca del 20% del territorio ucraniano previo a la invasión.

Transnistria, Polonia y los países bálticos: ¿nuevos focos de conflicto?

En el clima de tensiones ruso-occidentales comienza a cobrar especial atención la posibilidad de ampliación del frente ucraniano hacia un nuevo foco de conflicto en torno a la República Pridnestroviana de Transnistria, un Estado de facto entre Ucrania y Moldavia de orientación claramente prorrusa con poblaciones ruso parlantes. 

El contexto transnistrio podría recrear el precedente de la invasión militar rusa en Ucrania. Argumentando razones de seguridad ante las demandas soberanistas de Moldavia y las posibles presiones de Kiev, las autoridades de Tiráspol, capital de Transnistria, han llegado a pedir al Kremlin su incorporación en la Federación rusa siguiendo el modelo similar instaurado por Rusia en Crimea en 2014 y las repúblicas de Donetsk y de Lugansk en 2023. 

Para Moscú existe otro factor estratégico de actuación: al igual que Ucrania, Moldavia tampoco pertenece a la OTAN, lo cual a priori aseguraría para Moscú la posibilidad de que la Alianza Atlántica no respondería militarmente, al menos de manera inmediata, en caso de inclusión de Transnistria en la Federación rusa. El objetivo estratégico ruso parece diseñarse en torno a crear un cordón sanitario que progresivamente expulse a Ucrania de posiciones clave en torno al Mar Negro, en especial el puerto de Odesa, previsible nueva fase de la guerra ucraniana.

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Pero también se abren otros focos conflictivos. Utilizando fuentes de alta confidencialidad militar, el diario alemán Bild advirtió en enero de 2023 sobre un eventual escenario de guerra frontal entre la OTAN y Rusia a partir de 2025, con posibles ataques desde el enclave ruso de Kaliningrado hacia miembros de la Alianza Atlántica como Polonia y las repúblicas bálticas utilizando como epicentro de operaciones el enclave ruso de Kaliningrado y aliados de Moscú como Bielorrusia

En febrero de 2024, la OTAN acordó crear en Polonia un centro de entrenamiento para combatientes ucranianos. Ante la posibilidad de presentarse este escenario, la OTAN anunció para este 2024 los mayores ejercicios militares en décadas.

Por todos es conocida la famosa frase de Putin de considerar el fin de la URSS como la «mayor catástrofe geopolítica del siglo XX». Conscientes de haber aprendido las duras lecciones del período post-soviético, las elites del Kremlin han logrado, al menos de momento, blindar a Rusia de cualquier amenaza exterior que suponga una nueva desintegración estatal. Lejos del colapso expectante en varias capitales occidentales al comienzo de la guerra en Ucrania, la Rusia de 2024 parece recuperar la iniciativa en medio de un proceso simultáneo de «asianización» y «desoccidentalización» que augura cambios sustanciales para el Kremlin a largo plazo.

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